Por Grace Paley

Mi padre tiene ochenta y seis años y está en cama. Su corazón, aquel motor sanguíneo, es tan viejo como él y ya no realiza algunos trabajos. Aún mantiene la lucidez pero es incapaz de que las piernas lo lleven a la casa. A pesar de mis metáforas, él dice que ese fallo muscular no se debe a su viejo corazón, sino a la falta de potasio. Sentado en una almohada y apoyado en tres, me da consejos de última hora y acaba por hacerme una petición:

—Me gustaría que escribieras un relato sencillo sólo una vez más —me dice—. Como los que escribió Maupassant, o Chejov, como los que escribías tú antes. Personajes reconocibles y lo que les pasa.

—No hay problema —le digo.

Deseo complacerlo aunque no recuerdo haber escrito de ese modo. Me gustaría intentarlo, contar una historia así, como aquellas que empiezan con: «Había una mujer…», seguido de una trama, esa línea continua entre dos puntos que he despreciado siempre, y no por razones literarias sino porque elimina toda esperanza. Tanto los personajes reales como los imaginarios merecen el destino abierto de la vida.

Al fin pensé en una historia que se desarrollaba durante dos años en mi calle, justo enfrente de casa. La escribí, y luego se la leí a mi padre en voz alta.

—A ver qué te parece esto —le dije—. ¿Te refieres a algo así?

Había una vez en mis tiempos una mujer que tenía un hijo. Vivían muy bien en un pequeño departamento de Manhattan. El hijo se hizo drogadicto a los quince años, lo cual no es insólito en nuestro barrio. Entonces la madre se hizo drogadicta también, para estar en complicidad con él. Dijo que formaba parte del mundo juvenil en el que ella se sentía en su elemento. Al cabo de un tiempo y por diversas razones, el chico rompió con todo y se fue de la ciudad, dejando a su madre, indignado. Ella sufría, sola y desesperada. Todos la visitamos.

—Bueno, papá, ya está —dije—. Una historia triste y sin adornos.

—No, no. Yo no me refería a eso —repuso mi padre—. Me has interpretado mal adrede. Sabes que hay mucho más. Lo sabes. Lo has omitido todo. Turgueniev no lo hubiera hecho, Chejov tampoco. Hay escritores rusos de los que no has leído nada, de los que no tienes ni idea, y que saben escribir una historia normal y corriente sin omitir todo lo que has omitido tú. No contradigo los hechos, sino el hecho de que los personajes se sienten en los árboles a hablar sin sentido.

—Olvida esto, papá. Dime qué he omitido ahora. En este.

—El aspecto de ella, por ejemplo.

—Bueno. Creo que es bastante guapa. Sí.

—¿Y el cabello?

—Oscuro, con trenzas gruesas, como si fuera una jovencita o una extranjera.

—¿Y qué hay de sus padres?, ¿cuál es su origen?, ¿por qué es ella como es? Es importante, ¿sabes?

—De fuera de la ciudad. Profesionales. Los primeros que se divorciaron en su condado. ¿Qué tal? ¿Suficiente? —le pregunté.

—Tú lo tomas todo a broma —me contestó—. ¿Y el padre del chico? ¿Por qué no lo mencionas? ¿Quién era? ¿O es que lo tuvo sin casarse?

—Exacto —repuse—. Lo tuvo sin casarse.

—¡Por amor de Dios!, ¿es que nadie se casa en tus relatos? ¿Es que nadie tiene un segundo para pasar por el ayuntamiento antes de saltar a la cama?

—No —dije—. En la vida real, sí. Pero en mis relatos, no.

—¿Por qué me contestas de ese modo?

—Vamos, papá, sólo es la historia de una mujer moderna e inteligente que vino a Nueva York llena de interés-amor-confianza-emoción, y de su hijo; de lo mal que lo pasa en este mundo. El hecho de estar o no estar casada tiene poca importancia.

—Tiene mucha importancia —afirmó él.

—Muy bien —dije.

—Muy bien, muy bien, allá tú —dijo él—, pero escúchame. Creo lo de que es guapa, pero no creo que sea muy inteligente.

—Pues lo es —insistí—. En realidad, ése es el problema de los relatos. Los personajes empiezan fantásticamente. Te parecen extraordinarios, pero a medida que sigues escribiendo resulta que sólo son mediocres con una buena educación. A veces ocurre lo contrario, el personaje es una especie de bobalicón, pero luego te supera y no hay forma de que se te ocurra un final bastante bueno.

—¿Y qué haces entonces? —me preguntó.

Mi padre había sido médico durante veinte años y luego artista durante otros veinte, y todavía se interesaba por los detalles, el oficio, la técnica…

—Bueno, entonces hay que dejarlo hasta que consigas llegar a algún acuerdo con el personaje testarudo.

—Creo que ahora estás diciendo tonterías, ¿no te parece? —me preguntó. Y añadió—: Empieza otra vez. Da la casualidad de que esta tarde no voy a salir. Vuelve a contar la historia. A ver cómo te sale ahora.

—De acuerdo —dije—. Pero te advierto que no es cosa de cinco minutos.

Segunda tentativa:

Había una vez una mujer muy guapa que vivía al otro lado de la calle, enfrente de casa. Nuestra vecina tenía un hijo a quien quería porque le conocía desde que había nacido (cuando era una bolita desvalida, en la primera infancia, en la edad de abrazar y forcejear, de los siete a los diez años, así como antes y después). El muchacho cayó en las garras de la adolescencia y se hizo yonqui. No era un caso perdido. En realidad era un optimista, un ideólogo, un apóstol persuasivo. Escribía artículos muy convincentes para el periódico del colegio que demostraban una inteligencia aguda. Gracias a sus importantes contactos y a su machaconería, consiguió que se distribuyera en los quioscos del sur de Manhattan una revista titulada ¡Ay, Caballo Dorado! para llegar a un público lector más numeroso.

La madre se hizo también yonqui porque no quería que él se sintiera culpable (decía que el sentimiento de culpa es la raíz del noventa por ciento de todos los cánceres diagnosticados clínicamente en Estados Unidos en la actualidad), y porque siempre había creído que era mejor permitir los malos hábitos en casa, donde podían controlarse. Su cocina fue famosa durante un tiempo como centro de adictos intelectuales que sabían lo que hacían. Algunos se creían artistas como Coleridge, y otros científicos y revolucionarios como Leary. Ella solía estar colocada, pero conservaba ciertos reflejos maternales y procuraba que hubiera siempre en casa zumo de naranja en abundancia, miel, leche y pastillas de vitaminas. Sin embargo, sólo guisaba chiles, y eso una vez a la semana. Cuando hablamos seriamente con ella, con preocupación vecinal, nos explicó que era su participación en la cultura juvenil y que lo consideraba un honor, que prefería la compañía de los jóvenes que la de personas de su misma edad.

Una semana, el chico se balanceaba sumido en su sopor durante la proyección de una película de Antonioni, cuando una joven militante muy estricta le dio un codazo fuerte al sentarse a su lado. Acto seguido, le ofreció albaricoques y frutos secos para elevar el nivel de azúcar, le habló con acritud y lo llevó a casa.

Había oído hablar de él y de su obra; también ella escribía, dirigía y publicaba una buena revista, Sólo de Pan Vive el Hombre. En el acaloramiento orgánico de la presencia continua de aquella muchacha, él no pudo evitarlo y volvió a interesarse por sus músculos, arterias y conexiones nerviosas. En realidad, empezó a amarlos, a ensalzarlos y elogiarlos con cancioncillas cómicas en Sólo de Pan Vive

Los dedos de mi carne trascienden

mi alma trascendental

la tensión de los hombros vuelve

los dientes me han devuelto la integridad

Alimentó su mente (aquella gloria de voluntad y resolución) con manzanas crudas, frutos secos, germen de trigo y aceite de soja. Explicó a sus amigos: «Creo que a partir de ahora no perderé la cabeza. Aguantaré el mono». Dijo que estaba a punto de iniciar un viaje de respiración profunda. ¿Quieres hacerlo tú también, mamá?, preguntó amablemente.

El muchacho hablaba tan bien y de forma tan inteligente, que los chavales del barrio que tenían su misma edad empezaron a decir que en realidad él nunca había sido adicto, sólo un periodista que se había metido en ello por la historia. La madre intentó dejarlo varias veces. Sin su hijo y sin los amigos de su hijo, se había convertido en un hábito solitario. Sólo consiguió reducirlo a niveles tolerables. El chico y su novia cogieron la copiadora electrónica y se trasladaron a las afueras arboladas de otra ciudad. Fueron muy estrictos. Le dijeron a la madre que no volverían a verla hasta que no llevara setenta días sin tomar drogas.

La madre se quedó sola. Y de noche, leía y releía llorando los siete números de ¡Ay, Caballo Dorado! Le parecían tan sinceros como siempre. Nosotros cruzábamos de vez en cuando la calle para hacerle una visita y consolarla. Pero si mencionábamos a nuestros hijos que estaban en la universidad o en el hospital o colgados en casa, ella exclamaba «¡Mi niño! ¡Mi niño!» y se echaba a llorar a lágrima viva desesperada sin poder parar. FIN.

Mi padre guardó silencio. Luego me dijo:

—Primero: tienes un buen sentido del humor. Segundo: veo que no sabes contar una historia normal y corriente. Así que no pierdas el tiempo. Y tercero —añadió con tristeza—: supongo que significa que estaba sola, que la dejaban así, a la madre. Sola. ¿Enferma, quizá?

—Sí —contesté.

—Pobre mujer. Pobre chica, haber nacido en una época de estúpidos. Vivir entre estúpidos. Fin. El fin. Has hecho bien en ponerlo. Fin.

Yo no quería discutir, pero tuve que decirle:

—Bueno, no es forzosamente el fin, papá.

—Sí lo es —repuso él—, qué tragedia. El fin de una persona.

—No, papá. No tiene por qué serlo —le supliqué—. Es una mujer de cuarenta años. Podría ser multitud de cosas diferentes en el mundo con el tiempo. Profesora, o asistenta social. ¡Una ex yonqui! A veces, vale más que un doctorado en pedagogía.

—Bobadas —repuso él—. Ése es tu mayor problema como escritora. Te niegas a reconocerlo. ¡Tragedia! ¡Pura y simple tragedia! ¡Tragedia histórica! Sin esperanza. Fin.

—Vamos, papá —insistí—. Ella podría cambiar.

—Tienes que afrontarlo también en tu propia vida. —Tomó un par de pastillas de nitroglicerina—. Ponlo en cinco —añadió luego, señalando la botella de oxígeno. Se colocó los tubos en la nariz e inspiró a fondo. Cerró los ojos y me dijo—: No.

Yo había prometido a la familia que le dejaría decir siempre la última palabra en las discusiones, pero en este caso tenía una responsabilidad distinta. Esa mujer vive al otro lado de mi calle. Yo la conozco y yo la he inventado. La compadezco. No voy a dejarla ahí en esa casa llorando. (En realidad, tampoco lo haría la vida, que no tiene compasión como yo.)

Por consiguiente: ella cambió. Su hijo no volvió a casa nunca, claro. Pero ahora mismo es la recepcionista de un dispensario del East Village. Casi todos los clientes son jóvenes, algunos antiguos amigos. El director médico le ha dicho: «Ojalá tuviéramos a tres personas con su experiencia en el dispensario…».

—¿Le dijo eso el médico? —preguntó mi padre, quitándose los tubos de oxígeno de la nariz—: Mentiras. Mentiras otra vez.

—No, papá, podría ocurrir realmente así, el mundo da muchas vueltas.

—No —insistió él—. La verdad ante todo. Se derrumbará. Una persona ha de tener carácter. Y ella no lo tiene.

—No, papá —dije—. Se acabó. Tiene un trabajo. Olvídalo. Trabaja en ese dispensario.

—¿Cuánto tiempo va a durar? —me preguntó él—. ¡Tragedia! También tú. ¿Cuándo vas a afrontarlo?

Originalmente publicado en New American Review (1972)
Enormous Changes at the Last Minute (1974)
[Enormes cambios en el último minuto (1974)]

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