Los heraldos negros causaron desvelo en los poetas. Cuatro años después, Trilce (1922), desorientó más a todos. Llamaron al autor arbitrario y loco.

(…) Vallejo escribía crispado; veía las cosas a través de hiperestésicas antenas; la vida se le presentaba aterida, agónica. En los círculos limeños se comentaba con malhumor una metáfora de Vallejo acerca del vendedor de números de lotería: «¿Por qué se habrá vestido de suertero la voluntad de Dios?», Vallejo traía consigo el perfume de la provincia, como Alberto Hidalgo (1897-1967).

Aquel había salido de Santiago de Chuco, en el norte del Perú (1892-1938); éste, de Arequipa, en el sur. Vallejo, trémulo, conmovido hasta la médula, caminaba a la deriva, dejándose azotar por el destino, gozando en sufrir sus embates, en ser juguete del infortunio.

Vallejo tardó algo más el menos dinámico, el más doliente y el más indio, pero partió, al cabo, después de haber impreso, además de los dos libros nombrados, Escalas melografiadas (1922) y Fabla Salvaje (1923), vigoroso conato de novela: no volvió nunca del destierro, al principio volutario, y, más tarde forzoso en donde murió en abril de 1938.

Vallejo no volvió a publicar versos desde su emigración. Ahora que ha muerto, se descubren insospechadas vetas líricas, ocultas a todo profano y hasta a sí mismo. Consagrado a la lucha política, sólo promulgó una novela anti-imperialista Tungsteno, un libro de crónicas, Rusia en 1931, una nueva edición de Trilce, y, póstu- mamente, Poemas humanos, en donde se halla incluida la serie de España, aparta de mi este cáliz. Pero lo demás que queda de su paso por la tierra, su obra inédita, denuncia al poeta incansable, al sensitivo permanente, al que nunca dejó de soñar y sufrir, soñar sangrando por un dolor ineluctable, dolor cósmico, vencedor de todo consuelo individual.

Tomado de: Luis Alberto Sánchez, Panorama de la literatura peruana. Editorial Milla Batres, 1974

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