brujacuento1

 

 

La bruja sale cada noche al promediar las dos de la mañana. Será un trabajo sencillo: Forzar la cerradura y llevarse el oro. Repite el plan en su cabeza. Acercarse a la casa y ocultarse tras las sombras hasta que salga. La viene vigilando casi una semana, pero siempre la pierde luego de unas cuadras. La vieja se mueve rápido y evita usar los mismos caminos. Todas las mañanas, cantidad de personas llegan a la casa de la anciana; principalmente mujeres, muchas de ellas con maridos importantes. En toda Lima corre la voz de los grandes poderes de la bruja para asuntos de pareja. Y, efectivamente, la mujer debe ser rica.

Él no se considera supersticioso, si se habla de brujería es porque la iglesia así mantiene a sus fieles. Además, si la inquisición no ha quemado ya a la vieja, eso puede significar solo una cosa: No tiene nada de bruja.

Reza el dicho: ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón. Bueno. ¿Qué de malo puede tener robarle a una estafadora?

Mientras más y más personas llegaban iba sacando la cuenta. Contó más de cincuenta personas. Según dicen, cobra diez doblones de oro por cada sesión. Eso hace más de quinientos doblones en menos de siete días.

La vieja se viste como harapienta. Él ya se ha topado antes con esa clase de gente. Acumulan y acumulan y mueren a pan y agua. La avaricia. Suelen tener un par de baúles repletos con monedas. Será complicado llevarse todo. Pero se puede.

Ya es un ladrón experimentado. Pero es de esos con algo de compasión, o sentido de justicia, o algo así: Él solo le roba a las personas que considera nocivas. No sabe porque. Muchos de sus amigos no tienen el menor reparo al despojar de sus objetos a otros, en más de un caso se atreven a recargar de vida sus puñales… Él nunca ha matado. Robar es casi un arte y él es casi un artista: Los artistas no se revuelcan en la porquería.

Llega la noche. Sigue el plan al pie de la letra. Oculto tras las sombras, espera, paciente, a que la anciana abandone su hogar. Cuando sale, la vieja voltea y mira hacía las tinieblas. Él está bien escondido. Pero sus miradas se topan. El corazón se le detiene, siente nervios, contiene la respiración. Juraría que la ve sonreír. Ella voltea y se va. No puede haberlo visto. Por el cuerpo le recorre un escalofrío.

Se asegura que no lo vean y fuerza la cerradura. No es difícil.

La casa tiene un penetrante olor a moho. Espera a que sus ojos se acostumbren a la oscuridad del interior. Atraviesa la pequeña sala y se dirige a la habitación. Ahí tiene que estar el botín. Encuentra los baúles y busca dentro. Solo ropa con un fuerte hedor a suciedad y vejez. Busca bajo la cama, en los cajones de los muebles y el armario. Nada. ¿Dónde tiene el oro? ¿En la cocina? No lo cree. Igual tiene que revisar. No se pueden tirar al agua tantos días de trabajo.

La cocina está distribuida de forma extraña. Tiene una gran mesa a un extremo. Hay demasiados estantes; nunca había visto tantos en una cocina. Dos ollas se encuentran bajo la chimenea; una es bastante más grande de lo habitual. Vuelve a barrer el lugar con la vista y nota que además de los estantes hay repisas. O la mujer es una cocinera experta o todo es parte de la decoración incluida en la parafernalia de ser bruja. Se acerca a la mesa. Tal vez debajo encuentre algún sacón con las monedas.

Nada.

Se fija sobre la mesa. Retazos de pan, platos sucios, cucarachas. Algo llama su atención. No termina de reconocerlo. Estira la mano. La retira presuroso al notar que se trata de un cráneo.

No es supersticioso. Pero su corazón late con violencia.

Solo fue un susto. Debe seguir buscando.

Revisa los armarios. Frascos y frascos repletos de distintas sustancias. Busca en los estantes. Chucherías. Más frascos, además de patas de conejo o animales parecidos, también huesos de distintos tamaños. Nada de valor.

Tiene que pensar. En algún lugar está el botín. No se irá sin él.

Tal vez la vieja se dio cuenta. Sabe que ha venido. Notó que la ha seguido. Se ha llevado el dinero a otro lugar. ¿Pero a qué otro lugar?… No. Él conoce a ese tipo de personas. No ha llevado el oro a ningún otro sitio. Está seguro que ella no se desprendería de sus monedas por nada. Su miserable hogar es muestra de su avaricia… Está desvariando. La anciana no puede haberse dado cuenta. Lleva años en el oficio. Tan ligero como una pluma.

Las monedas están en algún lugar; solo debe encontrarlo.

¡Eureka!

Cómo no lo pensó antes. La olla grande. Ahí esconde el dinero la anciana. Está claro. Ella vive prácticamente a pan y agua. Una olla tan grande solo puede serle decorativa, o en este caso, su escondite perfecto.

Se acerca a la chimenea. Mira dentro de la olla grande. Un agujero, negro como las mismas puertas del infierno. Duda un instante. Sumerge la mano en la oscuridad. Es tibia y aceitosa. No se detiene. Coge algo. No sabe qué; su tacto no se lo dice. Saca el brazo del líquido. Una bolsa chorreante cuelga de sus dedos. Las gotas vuelven a su fuente con un irritante sonido que empieza a asemejarse a una carcajada.

La bolsa abre los ojos. Son rojos e iluminan como el fuego de las hogueras. Él ve sus propias cejas, su boca, su nariz, sus propios ojos rojos. Siente su propio cabello entre sus dedos.

Lo invade el temor.

La huesuda mano que lo toma por los cabellos lo hace sobresaltarse.

Intenta zafar pero es inútil.

Su cabeza entra a la olla.

 

 Carlos De la Torre Paredes
 (Lima, 1988)
Escritor, bachiller en politología por la Universidad Nacional Federico Villarreal, y miembro de la ONG Ars Reditum. Su novela Los viejos salvajes fue galardonada en el IV Premio Nacional de Novela Breve de la CPL y  ha publicado Campos de batalla novela épica fantástica publicada el 2013 bajo el sello de Ediciones Altazor.

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