Cuando se marchó la suegra, Emma no tardó en maravillar a su marido por su buen sentido práctico. Sería menester informarse, comprobar las hipotecas, ver si procedía una subasta o una liquidación. Y citaba al buen tuntún términos técnicos, aludía con una cierta grandilocuencia al orden, al porvenir, a la previsión, y continuamente exageraba los quebraderos de cabeza que conlleva una herencia, hasta que un buen día le presentó el borrador de una autorización general a su nombre para «regir y administrar sus asuntos, hacer todo tipo de empréstitos, firmar y endosar pagarés, pagar toda clase de cuentas, etcétera». Había asimilado las lecciones de Lheureux.

Charles, ingenuamente, le preguntó de dónde procedía aquel papel (una carta enviada por León, su amante)

—De monsieur Guillaumin.

Y con la mayor sangre fría del mundo, añadió:

—No me fío demasiado de él. ¡Tienen tan mala fama los notarios! Lo mejor sería probablemente consultar… Aunque lo cierto es que, conocer, lo que se dice conocer… no conocemos a nadie.

—A no ser que Léon… —replicó Charles, que se había quedado pensativo.

Pero no era nada fácil entenderse por carta. Emma entonces se brindó a hacer ese viaje. Charles le agradeció sus buenas intenciones. Ella insistió. Fue aquello un forcejeo de amabilidades mutuas. Finalmente, Emma, en un tono de fingido enfado, exclamó:

—No, basta, iré yo en persona.

—¡Qué buena eres! —dijo Charles, besándola en la frente.

Al día siguiente, Emma tomó La Golondrina para ir a Rouen a consultar con monsieur Léon; y allí permaneció tres días

Emma tomó La Golondrina para ir a Rouen a consultar con monsieur Léon; y allí permaneció tres días.

III

Fueron tres días intensos, exquisitos, espléndidos, una verdadera luna de miel.

Se alojaban en el Hotel de Boulogne, junto al puerto, y allí vivían, con los postigos cerrados, las puertas clausuradas, con flores por el suelo y nutriéndose a base de almíbares helados que les llevaban por la mañana.

Al atardecer tomaban una barca cubierta y se iban a cenar a una isla.

Era la hora en que por todo el astillero se suele oír resonar el mazo de los calafateadores contra el casco de los buques. El humo del alquitrán surgía de entre los árboles, y se veían en el río grandes goterones de grasa que flotaban ondulando desigualmente bajo los purpúreos reflejos del sol, como placas de bronce florentino.

Descendía río abajo por entre las amarradas barcas, cuyos largos cables oblicuos rozaban ligeramente la techumbre de la suya.

Poco a poco se apagaban los ruidos de la ciudad, el rodar de los carros, el tumulto de las voces, los ladridos de los perros en el puente de algún navío. Emma se desataba el sombrero e inmediatamente desembarcaban en su isla.

Se instalaban en el reservado de un merendero, de cuya puerta pendían unas redes negras. Comían fritura de eperlanos, crema y cerezas. Se tendían sobre la hierba; se besaban a escondidas bajo los álamos, y hubieran querido, como dos robinsones, vivir siempre así, refugiados en aquel reducido rincón que, en su plácida dicha, les parecía el enclave más hermoso de la tierra. No era la primera vez, desde luego, que contemplaban árboles, el cielo azul o el césped, ni la primera vez, por supuesto, que oían correr el agua o soplar la brisa por entre las frondas, pero lo cierto es que jamás se habían parado a admirar todo aquello, como si la naturaleza no hubiera existido antes, o como si no hubiera empezado a desplegar sus encantos hasta la total saciedad de sus deseos.

Regresaban ya de noche. La barca bordeaba las islas, mientras ellos permanecían en su fondo, ocultos en la sombra y sin hablar. Los remos cuadrados chirriaban entre los escálamos de hierro, como si hubieran ido llevando en el silencio el compás con un metrónomo, en tanto que en la popa no cesaba el leve e incesante chapoteo del cordaje que arrastraban.

Una de aquellas veces salió la luna, y ellos, con ese motivo, no olvidaron hacer frases, inspiradas en aquel astro melancólico y lleno de poesía; Emma incluso se atrevió a cantar.

Su suave y armoniosa voz se perdía entre las olas, y el viento se llevaba aquellos trinos que Léon oía pasar, como un batir de alas, a su alrededor. Emma estaba sentada frente a él, apoyada en el tabique de la chalupa, iluminada ésta por el claro de luna que se colaba por una de las ventanas abiertas. Su vestido negro, cuyos pliegues se desplegaban en forma de abanico, le hacía parecer más delgada y más alta. Tenía la cabeza erguida, las manos juntas y los ojos fijos en el cielo. A veces la sombra de los sauces la ocultaba por completo, pero luego volvía a surgir de pronto, como una aparición, en medio del resplandor de la luna.

Léon, reclinado a sus pies, halló bajo su mano una cinta de seda color rojo amapola.

El barquero la examinó largamente y acabó por decir:

—¡Ah!, puede que se le cayera a alguien de ese grupo que traje de paseo el otro día. Se trataba, creo, de una caterva de gente de teatro, hombres y mujeres, y venían bien provistos de pasteles, champán, cornetines y toda la pesca. Había uno, sobre todo, un mozo alto y bien parecido, con bigotito, que era la mar de divertido, y al que le decían: «Vamos, cuéntanos algo… Adolphe…, Rodolphe…», o algo por el estilo, me parece.

Emma no pudo evitar estremecerse.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó Léon, acercándose a ella.

—¡Oh, no es nada! El relente de la noche, seguramente.

—A ése tampoco le deben faltar mujeres —añadió bajito el viejo marinero, creyendo halagar de ese modo a su cliente.

Luego se escupió en las manos y volvió a empuñar los remos.

Al final, sin embargo, no hubo más remedio que separarse. La despedida fue triste. Acordaron que él enviaría sus cartas a casa de madame Rolet, la nodriza de Berthe, y Emma le hizo unas recomendaciones tan precisas acerca del sobre doble en que debía introducirlas, que Léon no pudo por menos de sentirse admirado ante semejante astucia amorosa.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo en todo? —le preguntó ella al darle el último beso.

—¡Desde luego que sí!

«Pero ¿por qué —pensó después, cuando volvía solo por las calles— tendrá tanto empeño en tener ese poder?»

 

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