Autor: José María Arguedas
Editorial: Universitaria, 1980
 


Por Angela Arce

El nuevo subprefecto  ha anunciado que ese año no habrá corrida de toros en Puquio, un pequeño pueblo de Ayacucho. Ahí, los habitantes – adinerados o humildes – se juntan cada año por 28 de julio para disfrutar del espectáculo que ofrecen los ayllus, el Turupukllay.

Los planes para la fiesta siguen adelante. Al parecer, nadie está enterado del anuncio y los preparativos se llevan a cabo en dos planos distintos; por un lado, la rivalidad entre los ayllus de Pichk’achuri y K’ayau, que crece conforme la fecha de la corrida se acerca y, por otro, el de los líderes de K’ayau, que han decidido capturar al toro más salvaje de todos: el Misitu. 

Por otro lado, los vecinos notables del jirón Bolívar, que sí estaban al tanto de la nueva resolución, quieren cambiar las prácticas festivas para agradar a las autoridades y en nombre del desarrollo. Estos dos mundos paralelos aparentan estar conectados; sin embargo, José María Arguedas, durante la historia, prueba que ambos ignoran la realidad del otro, como el momento del canto de despedida de las mujeres indígenas.

En el silencio, en lo tranquilo del cielo, el canto hizo temblar el corazón de los varayok’s. La voz delgadita de las mujeres pasaba como aguja por los cerros. Para terminar el canto levantaban más alto el tono, más alto, hasta que se quebraba en la garganta. Y era peor, más triste que si hubieran llorado.

Para poder entender la situación del pueblo de Puquio en esa época, José María Arguedas nos muestra la inescrupulosa apropiación de las zonas de cultivo y pastoreo de los nativos andinos de parte de los mistis, quienes se aprovechan de los verdaderos propietarios. Los indígenas terminaron despojados de sus recursos de subsistencia y, sin el apoyo de las autoridades, fueron humillados e, incluso, manipulados para creer que era la voluntad de Dios.

-Cumunkuna: con la ley ha probado don Santos que estos echaderos son de su pertenencia. Ahora don Santos va a ser respeto; va a ser patrón de indios que viven en estas tierras. Dios del cielo también respeta ley; ley es para todos, igual. Cumunkuna ¡a ver! Besen la mano de don Santos.

Yawar Fiesta resalta la dignidad indígena y la unión de los nativos andinos al momento de proponerse algo, porque ellos lo han hecho por orgullo, para que todo el mundo vea la fuerza que tienen, la fuerza del ayllu, cuando quiere. A los mistis los vemos como déspotas y manipuladores con los indios, quienes no tienen otra opción más que confiar en sus patrones.

Paralelamente, se presenta a los principales señores como hipócritas frente a las autoridades, ya que, con tal de quedar bien, cambian de parecer continuamente. La impotencia que sentí al leer las injusticias me provocó la necesidad de actuar e ir a presentarme en la oficina del subprefecto o advertir a los varayok’s sobre los planes de los mistis.

En mis viajes a la sierra peruana, he podido darme cuenta que ese orgullo sigue latente y que, si se mezcla con rechazo, puede llegar a ser realmente sangriento. Así como en Yawar Fiesta, el gobierno tiene escasa presencia en esas zonas y la ceguera de las autoridades no hace sino empeorar la situación. Con o sin Turupukllay, los peruanos no debemos permitir que nos toreen.

Publicado originalmente en Revista Un Vicio Absurdo Nro 7.

Foto principal extraída de: Víctor Salvo / Art Gallery

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