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Paisaje de lluvia (I)

En cada gota de lluvia mi errada vida llora en la naturaleza. Hay algo en mi desasosiego en ese gota a gota, en ese llover y llover con que la tristeza del día se descompone inútilmente sobre la tierra.

Llueve tanto, tanto. Mi alma se empapa al oírlo. Tanto… Mi carne es líquida y acuosa en torno a mi sensación de ella.

Un frío desasosegado abraza con manos gélidas mi pobre corazón. Las grises horas y […] se alargan y se aplanan en el tiempo; los momentos se suceden.

¡Cómo llueve!

Los canalones dejan caer torrentes mínimos de aguas súbitas. Desciende por mi saber que tiene canalones, un ruido perturbador al caer el agua. Golpea contra el cristal, indolente, gemidoramente la lluvia; […]

Una fría mano me aprieta la garganta y no me deja respirar la vida.

Todo muere en mí, incluso el saber que puedo soñar. De ningún modo físico estoy bien. No hay blandura donde me apoye que no tenga aristas para mi alma. Todas las suavidades en que me reclino tienen aristas para mi alma. Todas las miradas hacia donde miro están tan oscuras de tanto ser golpeadas por esta luz empobrecida del día, que parecen dejarse morir sin dolor.

Paisaje de lluvia (II)

Durante toda la noche, hora tras hora, el rasgueo de la lluvia bajó. Durante toda la noche, conmigo medio despierto, su fría monotonía ha insistido en los cristales. Ahora, un arañazo del viento, un aire más fuerte, azotábalos y el agua ondeaba con tristeza y pasaba sus veloces alas por la cristalera; ahora un ruido sordo que sólo producía sueño en el exterior muerto. Mi alma era la misma de siempre, entre sábanas o entre personas, dolorosamente consciente del mundo. Tardaba el día como tarda la felicidad y aquella hora parecía retrasarse indefinidamente.

¡Si el día y la felicidad no se presentasen nunca! Si esperar, al menos, no consistiera en la desilusión de hacerlo posible.

El ruido casual de un coche que ásperamente traqueteaba entre las piedras, crecía desde el fondo de la calle, crujía por debajo de los cristales y apagábase al final de la calle, hacia el fondo de la vaguedad de un sueño en el que no conseguía entrar. De cuando en cuando una puerta golpeaba en la escalera. A veces se escuchaba un chapotear de pasos líquidos, un rozar de ropa mojada. Una y otra vez cuando crecían los pasos, sonaban alto y molestaban. Después volvía el silencio, con los pasos que ya se apagaban y la lluvia proseguía, innumerablemente.

En las paredes oscuramente visibles de mi cuarto, al entreabrir los ojos desde el falso sueño, volaban trozos de sueños a medio soñar, luces difusas, trazos negros, cosas sin importancia que trepaban y descendían. Los muebles, mayores que durante la jornada, manchaban vagamente el absurdo de la oscuridad. La puerta quedaba indicada por algo ni más blanco ni más oscuro que la noche, aunque diferente. En cuanto a la ventana, tan sólo yo la oía.

Nueva, fluida, incierta, la lluvia sonaba. Con ese ruido, los momentos tardaban. La soledad de mi alma se alargaba, se arrastraba, ocupaba todo lo que sentía o quería, o lo que me disponía a soñar. Los objetos, vagos participantes en la sombra de mi insomnio, pasaban a ocupar su sitio y su dolor en mi desolación.

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El propio sueño me castiga. He adquirido en él tal lucidez, que veo como real cada cosa que sueño. Se ha perdido, por tanto, todo cuanto valoraba como soñado.

¿Me sueño famoso? Siento todo ese desprendimiento que hay en la gloria, toda la pérdida de intimidad y anonimato con que se vuelve dolorosa para nosotros.

Tomado de: El libro del desasosiego – Fernando Pessoa

Un comentario para “Tres textos de Pessoa para leer en invierno

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