(…)
—Por cierto —dije— que entre todos los motivos que me obligan a creer que el plan de nuestro Estado es tan perfecto cuanto es posible, lo tocante a la poesía no es el que menos me llama la atención.
—¿Qué es ello? —preguntó.
—El no admitir aquella parte de la poesía que es puramente imitativa. Ahora que hemos fijado con toda claridad la distinción que existe entre las especies del alma, este reglamento me parece más que nunca de una incontestable necesidad.
—¿Qué quieres decir?
—Puedo decíroslo con confianza, porque no temo que vayáis a denunciarme a los poetas trágicos y a los demás poetas imitadores. Nada es más capaz de corromper el espíritu de los que lo escuchan que este género de poesía cuando aquéllos no están provistos del antídoto conveniente, que consiste en saber apreciar este género tal cual es.
—¿Qué es lo que te obliga a hablar de esta manera? —dijo.
(…)
– Como oímos decir todos los días a ciertas gentes que los poetas trágicos están muy versados en todas las artes, en todas las ciencias humanas que tienen por objeto el vicio y la virtud, y lo mismo en todo lo concerniente a los dioses; que es indispensable a un buen poeta conocer perfectamente los asuntos que trata, si quiere componer bien, y que, de no ser así, es imposible que componga, debemos nosotros averiguar si los que hablan de esta manera se han dejado engañar por esta clase de imitadores; si su error procede de que, al ver las producciones de estos poetas, han olvidado la observación de que están tres grados distantes de la realidad, y que sólo componen fácilmente para quien no conoce la verdad, pues sus obras, en último término, no son más que fantasmas que no tienen ninguna realidad. O, en otro caso, averiguar si hay algo de verdad en lo que estas personas dicen, y si, efectivamente, los buenos poetas entienden las materias sobre que el común de los hombres estima que han escrito bien.
—Es lo que debemos examinar cuidadosamente —dijo.
—¿Crees que si alguno fuese igualmente capaz de hacer la representación de una cosa y la cosa misma representada, preferiría consagrar su talento y su vida a no hacer más que vanas imágenes, como si no pudiera emplear el tiempo en otra cosa mejor?
—No lo creo.
—Porque si estuviera realmente versado en el conocimiento de lo que imita, creo que querría más dedicarse a producir por sí, que no imitar lo que hacen los otros; que haría un esfuerzo en distinguirse, dejando para la posteridad, como otros tantos monumentos, numerosos trabajos y preciosas obras; en una palabra, que preferiría merecer elogios de los demás a tener que tributarlos él a éstos.
—Lo creo así —dijo—, porque son muy diferentes la honra y la utilidad de cada uno de esos ejercicios.
—No exijamos, sin embargo, de Homero ni de los demás poetas que nos den razón de las mil cosas de que nos han hablado. No les preguntemos si eran médicos o si sabían únicamente imitar el lenguaje de los mismos; si algún poeta antiguo o moderno ha curado enfermos, como Asclepio, o si ha dejado a su muerte discípulos sabios en medicina, como el mismo Asclepio hizo con sus hijos. Demos de mano todas las demás artes, y no les hablemos de ellas. Pero puesto que Homero se ha arrojado a hablar sobre las materias más importantes y más preciosas, tales como la guerra, la conducción de los ejércitos, la administración de los Estados y la educación del hombre, quizá sea justo interrogarle y decirle: «Querido Homero, si es cierto que eres un artista alejado en tres grados de la verdad, incapaz de fabricar otra cosa que apariencias (porque tal es la definición que hemos dado del imitador); si ocupas, en cambio, el segundo orden; si has podido conocer lo que puede mejorar o empeorar los Estados o los particulares, dinos, ¿qué Estado te debe la mejora de su constitución, como Lacedemonia es deudora a Licurgo y numerosos Estados grandes y pequeños la deben a muchos otros? ¿Qué país habla de ti como de un sabio legislador, y se gloría de haber sacado ventaja de tus leyes? Italia y Sicilia señalan a Carondas; nosotros a Solón, pero ¿dónde está el pueblo que te señala a ti?».
Fragmento del Libro X de «La república» de Platón
Platón, es un embaucador, que trabajó genialmente la ficción de Sócrates…