Por Ulises Gutiérrez Llantoy
Empiezo a trabajar a las ocho y quince de la mañana, pero suelo arribar a la oficina antes de las siete. No porque así habré de ser premiado como el empleado del mes, sino porque así y solo así, puedo sortear el tráfico infernal de la vía de Evitamiento que no evita nada y porque así, y solo así, puedo empezar el día leyendo.
A las 7 a.m., cuando la catarata artificial que como un velo de novia cae sobre uno de los cerros pelados de La Atarjea aún no está encendida, cuando las bandadas de gaviotas que siguen el curso del río Rímac aún no se acuerdan de volar en dirección al mar, ingreso por la autopista Prialé, aparco el elefante gris en una esquina del desierto y gigantesco estacionamiento, cubro el parabrisas con el tapasol, inclino el espaldar del asiento en ciento diez grados y entonces me pierdo en el mar de letras del libro que estoy leyendo.
Leo, leo y leo hasta que dan diez para las ocho, luego abandono la panza del elefante, marco la entrada, ingreso a la oficina y sigo leyendo en mi cubil. Mis compañeros de oficina van llegando, algunos me saludan, algunos prefieren no interrumpir y pasan de largo, otros preguntan en qué parte del libro voy hasta que dan las ocho con quince, entonces cierro las páginas y empiezo a trabajar.
Pero con “La guerra no tiene rostro de mujer” de Svetlana Alexiévich no pude cumplir ese rito. En la introducción, Alexiévich recuerda cómo fue que se le ocurrió entrevistar a mujeres soldados soviéticas (es curioso, el diccionario de la RAE no reconoce la palabra “soldada” como una mujer soldado, sino como “sueldo, salario, estipendio de un soldado”); cita el testimonio de una piloto de aviación que narra cómo es que su cuerpo había dejado de menstruar en los tres años que duró la guerra. «No puedo… no quiero recordar —dice la piloto—. Pasé tres años en la guerra… y durante esos tres años no me sentí mujer. Mi organismo quedó muerto». Leí aquello y se me aguaron lo ojos, me correaron unos lagrimones. Ya no pude entrar a mi cubil, ni marcar la entrada antes de las ocho. ¿Cómo podría explicar a mis compañeros los ojos rojos? ¿Cómo decirles que había estado llorando por causa de un libro? Me quedé a esperar a que la pena se me pasara, me quedé metido en la panza del elefante gris.
El libro no es la recopilación de actos heroicos. No hay heroínas ni héroes resistiendo solos la arremetida de cientos de enemigos, ni ofrendando la vida en actos suicidas y kamkazes en nombre de la patria. No. En el libro, como dice la autora, “no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo seres humanos involucrados en una tarea inhumana”.
Cuento una de las historia que me hicieron llorar: En la batalla de Stalingrado, una enfermera rescata a dos soldados heridos. En medio de las balas y la explosiones los lleva a primeros auxilios al mismo tiempo. Toma a uno, lo arrastra unos metros y luego regresa por el otro. Los soldados han perdido las piernas, pierden sangre rápidamente y por ello no puede dejarlos. En un momento la enfermera descubre que uno de los soldados es alemán. Los soldados están tan heridos y quemados por las explosiones que ya no se distinguen sus uniformes. Un reloj y una insignia delata al enemigo. La enfermera entra en un terrible dilema entonces. Lleva al soldado soviético y entonces duda en regresar por el alemán. ¿Qué hacer? ¿Los soldados soviéticos muriendo y ella salvando a un alemán?, se cuestiona, pero es consiente que si abandona al alemán, este pronto morirá desangrado. Olvida el odio y regresa por él. «Es imposible tener un corazón para el odio y otro para el amor —recuerda ahora la enfermera—. El ser humano tiene un solo corazón y yo siempre pensaba en cómo salvar el mío».