salademontaje

 

Título: Sala de montaje
Autor: Alberto Schroth
Editorial: Mesa Redonda, 2009

Sala de montaje es el primer poemario de Alberto Schroth. En él, queda evidenciado el intento por transmitir su propia voz, un quejido de ultratumba que expande su eco hacia las distintas ramas del placer y misterio humano. También destacan la pulcritud de sus versos y su facilidad para capitalizar en poco espacio lo que a grandes rasgos podría ser una historia de varias páginas.

Por:

Gianfranco Hereña

Alberto Schroth consigue introducirnos en su propio mundo; una habitación donde los sueños parecen flotar y ser cazados por el ojo travieso de una cámara de fotos. Esa noción, que hace visible aquello que por naturaleza tiende a estar oculto, es el mayor logro de «Sala de montaje», su primer poemario. Ya en publicaciones como «Cuentos a tajo limpio», el autor seguiría  dando  muestras de su talento para canalizar muy bien sus emociones, otorgándonos en cada línea golpes de nocaut.

«Sala de montaje» se lee sin tropiezos, rehuye naturalmente a la densidad del lenguaje y fluye a través de las páginas recuperando la esencia de lo que para mí (opinión muy personal) es o debería ser la poesía; desnudez y autenticidad, un juego de imágenes en movimiento que revelan en celuloide los sueños del autor hacia sus lectores. Dividido en tres partes (Sala de cine,  Siluetas de gato y De técnica mixta), lo que Schroth nos ofrece son escenas de thriller narradas como versos. Todos ellos siempre rozando lo mórbido, lo erótico y lo espiritual. Estos tres elementos son combinados de manera bastante eficaz, acercándonos siempre hacia ese «algo» que al final se desvanece o nunca cambia.

Me he permitido señalar en el enunciado de esta reseña, que estos poemas podrían resultar siendo historias de varias páginas y aún así no perder su esencia. Es cierto. La expectativa se mantiene hasta el final. (Nótese el poema Obiturario señalado al final del texto).

Aquí tres poemas que creo valen la pena compartirse:

 

Adán y Lilith

 

En oscuridad que raspa y seduce,

mis ojos te hallaron

frágil

muy desnuda.

 

Vestí tu piel con trazos de agua,

decidí enseñarte a cantar para que olvidaras

las manos y los ojos que no pude hacerte.

 

Todas las noches, después de quemar las flores

para nuestros hijos muertos,

acariciabas mi espalda

con tu voz mínima de río naciente.

 

Sólo ablandabas mi piel

para lanzar sobre ella las cenizas aún encendidas

y reírnos

mientras todo arde entre nosotros.

 

Romanza (adagio molto)

Tóquese

como si desnudase una manzana.

I

 

De repente los grises se deshacen.

La tarde queda sostenida

en oscilaciones de tibia luz invernal.

 

Minutos antes de la noche

halos de calidez y misterio

cubren a dos siluetas exhaustas.

 

De ellas, sólo la niebla sabe:

lleva sus marcas y guía el sueño

hacia la música

entre respiraciones

y susurros de piel rasgada.

 

II

3/4 de cielo nocturno

claro oscuro

rasgo líneas escarlata.

sobre tu cuello,

las marcas del vampiro

dicen que me acompañarás

por siempre.

III

Entre las sábanas,

un retazo de noche se agazapa

en una silueta de gato.

 

Le gusta esconderse entre los dobleces,

juguetear sobre mis hombros

y marcarlos con sus uñas color vino.

 

No se ha ido aún.

Permanece oculto entre mis pestañas

y luego regresa furtivo,

entorna los ojos de cristal pardo

o de arena

y compone el último de mis rostros

 

IV

Mientras duermes,

más dedos dibujan nuevas rutas sobre ti.

 

No hay mejor momento para llevarme tus trazos

y aprenderlos de memoria.

 

La pequeña punta de mi lápiz

conoce ya todas tus líneas.

V

3/4 de cielo nocturno

claro oscuro

párpados entre abiertos

descubren los hilos blancos de algún grito.

 

Sobre tu espalda todo permanece quieto y mudo

en nuestras bocas sólo queda viva una palabra.

 

Pero la niebla ha de tomarla,

la dejará colgada

en la infinita densidad de las ventanas empañadas.

Justo ahí la tempestad no podrá tocarnos.

 

Obituario: un retrato a distancia

I

La geografía urbana de Lince me recibe

con los gritos de sus caseras.

Una puerta suelta una carcajada de óxido

y en la prematura nocturnidad de la casa

los objetos permanecen silentes.

 

Ellos guardan para mí un luto absurdo:

rumores de muchas vidas

son archivados por su pasivo arte enciclopédico

de coleccionar baratijas y macerarlas

entre capas y capas de años viejos.

 

II

Las maderas del piso anunciaban una escalera muy empinada:

una prolongación de Babel mudo para llegar a su cuarto.

Atravieso el último reducto para sus días de descuento.

 

Sólo sus utensilios de toda una vida esotérico-cristiana

se muestran dispares, con la simple estética

de la cama vieja, el espejo y las pastillas.

En el espejo, una virgen sin ojos

ha decidido espiar a la muerte.

 

III

En el corredor, la luz de un son senil anuncia

una hora incierta

(los limeños de antaño suelen llamarla lonchecito).

Aretes largos.

Labios pintados de neón encendido.

La Mika permanece concentrada en su oficio de tía abuela.

(no me ha visto aún y no puede escucharme).

A sus manos cobrizas le siguen una escoba y un recogedor:

todas las escasas migajas de infelicidad

deben recogerse del suelo para desollarlas y cocerles la boca.

IV

En la antesala al Infierno no puede hacerse ruido.

Una pieza de carne canela es evaluada por seres extraños,

sin narices,

que visten batas largas y desprenden luz de sus cabezas.

 

Atienden la recepción de cadáveres

manipulan cables y tubos sobre ellos,

y luego les otorgan el sello final, un membrete por defunción.

 

Sábana blanca y sentidos ausentes:

severa censura del rigor mortis.

Los ávidos dedos de bruja recorrerán el cuerpo

en busca de vísceras no muy gastadas.

Se encargarán de cubrirla

con fina mordaza de piel de manzana.

 

V

En la sala, una presencia omisa.

 

El café y las coronas de flores imponen

un régimen de pena forzada y sobriedad:

los negocios y las varices son los temas de mesa.

 

El descenso siempre es más ligero.

Las mujeres deshacen los arreglos,

los ofrecerán más tarde a la tierra de muerto.

Los hombres buscan voluntarios

para un último tributo en peso.

 

VI

Anduve con la cabeza recostada en las paredes del cajón,

mi oído buscaba los latidos o aquel sonoro de vientre,

primitivo y dulce.

 

Me despedí en la carroza.

El trayecto de la cuadrilla fúnebre terminó

rodeado de lloronas.

 

Me ha entregado sus flores.

Yo las conservo secas.

Las dejo macerar entre capas y capas de años viejos.

Deja una respuesta

Regístrate

O con tu correo

Inicia sesión

O con tu correo