Por:

Gianfranco Hereña

Tenía doce años, el pelo rapado y una barriga que crecía proporcionalmente a mis ganas de incendiar el mundo. Para mi viejo, en cambio, yo tenía barriga «de camionero». Cuando lo escuché por primera vez no pude evitar sentirme identificado. Los camioneros formaban parte de nuestras vidas. Conocíamos a cada uno por su nombre y aunque fueran de semblante rudo, eran quienes animaban nuestro trayecto de Tacna a Lima, por toda la carretera Panamericana Sur. Mi viejo vendía autos de segunda mano. Los manejaba él mismo porque sabía que para sacar el máximo de provecho había que reducir algunos costos y aumentar otros. Alimentar bien a los choferes no era entonces un gasto, sino una inversión.

Manejábamos de catorce a dieciocho horas y las únicas paradas que hacíamos eran estratégicas. Arequipa para  los yogures, el Yauca para las aceitunas y el Río Ingenio para el chupe de camarones. De cada una de ellas los choferes salían contentos hasta que llegábamos a la última escala, un supermercado pequeño ubicado en las periferias de Lima, donde les pagaba el total del trayecto y una canasta repleta de víveres.

De mi viejo siempre recuerdo silencios prolongados y un estricto sentido de la justicia. Se esmeraba en que cada canasta pesara la mismo y cavilaba qué lata poner en qué recipiente. Nunca me lo dijo, pero en ese ejercicio había un código secreto que me costaba mucho decifrar. Mi viejo era así. En ese tiempo nos acompañábamos mucho aunque conversábamos muy poco, casi nada. Eso sí, sus acciones revelaban un misterio casi encantador. De ese ejercicio de las latas, por ejemplo, le pregunté alguna vez qué lo llevaba a colocar determinado tipo de productos en un lado u otro y él, parco, respondió: es que unos tienen hijos, los otros no.

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Raras veces lo vi interpretarse a sí mismo durante esos viajes en los que intercambiábamos diálogos así de breves, entrecortados siempre por algunas de las playlist de salsa sensual que solía colocar en la disquera.

Pero ya lo he dicho, era un hombre justo y solía premiar mi compañía con algún tipo capricho. Dentro de la infinidad de víveres que pasaban por la caja, yo solía deslizar algún dulce. Él hacía como que no había visto nada y pagaba el total. Minutos después lo metía en mis bolsillos con un gesto complicidad.

La mayoría de esos viajes eran en verano, bordeando los primeros días de marzo. Casi siempre coincidían con el primer día de clases y yo rogaba porque fuese así. Nunca me gustó el colegio, era mil veces mejor pasarla callado, mirando el horizonte y escuchar salsa sensual a oír la letanía del cura, quemándome bajo el sol. No conocía nada del infierno pero de existir era seguramente algo parecido a eso.

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Los dulces que colocaba tenían dos caminos. El primero y más difícil consistía en comérmelos rápido para que mi mamá no los descubriera y me castigara con su sopa de verduras por todo un mes. El segundo, aún más tortuoso, era arriesgarme a llevarlos en la lonchera para que se derritan o me lo quiten «Los Tortuninjas», un grupo de la promoción dedicado al robo de comida y útiles escolares.

Tuve que padecer el mismo dilema por años. Todo cambió el día en que el Gobierno hizo quebrar a esa pequeña cadena de supermercados y tuvimos que cambiar de ruta. Así, la inflación desvió nuestro camino hacia otro establecimiento, que era más grande y en el que no habían solo dulces sino también revistas y algunos libros. Cogí uno cuya portada mostraba una pintura que me pareció inusual. Se trataba de un tipo barbudo, extremadamente flaco y con el pelo tan largo que casi le tocaba la cintura.

Parecía estar en medio de una playa mirando el sunset. De inmediato pensé en las portadas de las revistas que las amigas de mi mamá leían en la peluquería, donde gente con mucho dinero posaba con disfuerzo en lugares imposibles. Pero a diferencia de esas fotos, aquella imagen me pareció particularmente real.

El tipo de  la pintura hacía exactamente lo mismo que yo en aquellos viajes de carretera. Veía el horizonte hipnotizado por el sol y mantenía uma indiferencia al mundo tan grande que era eso seguramente lo que lo había llevado a estar así de flaco.

Los flacos de mi colegio eran así, indiferentes al mundo y aparentemente más felices. Yo no. Yo comía de más porque me sentía solo y cada dulce parecía masajear algo parecido a la felicidad dentro de mi cuerpo. Ser delgado, en cambio, era estar feliz, como los señores de las fotos de las revistas y como ese flaco de la pintura y pensé que ese tipo la pasaba realmente bien, estando así de costilludo y con una isla entera a su disposición.

Leí la descripción en la contratapa: «Robinson Crusoe:  el hombre que sobrevivió». Hacía poco que había aprendido el significado de esa palabra. «Sobrevivir» era algo así como estar vivo después de haber muerto o hacer que la plata alcanzara luego de que el ministro reajustara los precios. Mi papá la repetía a cada rato. «Nosotros no vivimos, hijo, sobrevivimos que es distinto», decía con su tono de voz neutro cada vez que quería deslizar por la caja un dulce muy caro, y su rostro, entonces, se transformaba en un gran signo de interrogación.

Nadie que sobreviviera podía estar tranquilo, entonces, ¿cómo ese hombre de la portada había logrado esa calma aparente? ¿Por qué si se acababa de enfrentar a la muerte podía tener ese semblante de quietud?  A diferencia de los dulces, mi viejo me arrebato el ejemplar y lo colocó en el carrito de compras. Nunca supe por qué lo hizo, aunque lo empecé a sospechar luego de su mirada de complicidad . Me alegro de que te dediques a leer y no a tragar, me dijo a la salida del supermercado. Y ante la crudeza de sus palabras se me hizo también una revelación.

Sería la primera vez que no tendría que esconder nada cuando llegara a casa. Mi mamá era como esos perros que olían la droga en el aeropuerto y muchas veces me vi resuelto a desvestirme delante de ella para ver si es que escondía algún dulce. Esta vez no fue así.

Apenas llegué a casa me senté en la sala y empecé a devorar el libro con la misma ferocidad con la que antes atacaba las golosinas. El texto narraba la historia de un marino que naufraga en una isla pero que nunca renuncia a la idea de ser rescatado. Cuando ya parece estar conforme con su entorno, descubre que no está solo en la isla y que hay una tribu caníbal que también reside allí y pese a eso sobrevive. Uno solo contra toda una tribu y había vencido, quedándose flaco, con su isla y un sirviente con nombre de eterno feriado, porque se llamaba Viernes. Cuatro horas de lectura después estaba dispuesto a robarme su identidad y convertirme en el superhéroe de la clase.

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Era el primer día de clases y cambié los comentarios de mis vacaciones por las historias de Robinson Crusoe. Me transformé en él. Les dije a mis amigos que el viaje con papá había sido un desastre, que se nos descompuso el auto a mitad de la carretera y que tomamos el camino equivocado, perdiéndonos en medio de una pampa tacneña en la que habitaban zorros, murciélagos y que mi papá y yo sobrevivimos comiendo ratas del desierto. Como nadie había leído era predecible que me creyeran. Era cuarto de primaria y mi vocación como contador de historias tendría un final feliz de no ser por una amenaza latente: El flaco Pinto.

El flaco Pinto era hermano de uno de «Los Tortuninjas». Ya lo dije antes, este grupo de delincuentes de probeta era el más temido del colegio. Escondían sus joyas en el baño del colegio, donde cobraban cupos para entrar al baño o revendían los productos robados a un precio menor que la bodega escolar. Aunque tenían múltiples denuncias, habían hecho alianzas estratégicas con los policías escolares de quinto y sexto año, quienes los dejaban hacer sus fechorías a cambio del pago puntual de una gaseosa Chiki y un par de piononos.

Todos parecían interesados en mi historia cuando el flaco Pinto arremetió diciendo que eso era mentira, que estaba dispuesto a desenmascararme frente a todo el mundo.

Pero empoderado como estaba, nada detendría mi paso triunfal hacia el éxito. Entonces lo reté a que lo hiciera. Me hizo una seña con el dedo y se perdió en la muchedumbre.

Durante cada recreo me escondía para releer un episodio más del libro y darle más color a mis historias. Así, cada mañana aparecía dándole retoques a mis mentiras. Mi popularidad creció, mi barriga disminuyó. Poco a poco fui siendo el centro de la atención y me empezaron a invitar a los cumpleaños, donde bailaba exageradamente y comía muy poco.

Un buen día, mientras me disponía a leer el libro en el baño, descubrí con terror que ya no estaba. No habría peligro, pensé, nadie roba libros.

Regresé a casa con la esperanza de encontrarlo en mi velador, pero tampoco estaba. Algo, entonces, empezó a crecer dentro de mí y no era precisamente ni la barriga, ni mis ganas de incendiar el mundo ni mi inquietud por los bailes. Era eso que llamaban miedo. No quise ir al colegio pero me obligaron y aunque el trayecto hasta ahí era relativamente corto, se me hizo tan largo como los viajes en carretera con papá.

El día transcurrió normal. Por un momento pensé que nada malo ocurriría hasta volviendo al aula después del recreo vi al flaco Pinto rodeado de los que solían ser mis amigos. Me acerqué a la muchedumbre. El flaco tenía mi libro y lo leía con voz gangosa, despectiva. Es cierto, nadie roba libros pero si hay algo que es muy humano: las ganas de molestar.

Me le fui encima y empezó a jugar con el libro, garabateó sus páginas y se la pasó el resto de la clase rotando el ejemplar, que acabo destripado y abierto por la mitad, con pichulitas dibujadas en la tapa y la contratapa. Me sentí devastado.

El profesor Solís intervino. Al ver que se trataba de un libro lo levantó del piso como quien levanta a un animal herido. Preguntó que de quién era y aunque con los ojos llorosos, levanté la mano.

Solís parecía uno de los choferes que mi papá alimentaba de regreso a Lima. Sus rulos y lentes gruesísimos parecían haber acumulado todo el polvo de la carretera, ya que andaban siempre sucios. Corría el rumor de que Solís era poeta y que por eso andaba así de desaliñado.

No sé si fue esa apariencia de chofer lo que me hizo entrar en confianza o lo que me dijo después lo que me llevaron a hacer lo que finalmente hice. Solís empezó a hojear los restos del libro y me preguntó:

– ¿En serio este libro es tuyo?

Asentí, con algo de miedo, observándolo de abajo hacia arriba como un oso antes de atacar a su presa.

– ¿Y lo has leído?

Nuevamente moví la cabeza en forma de aprobación. Entonces me pidió que reseñara la trama.

Poco a poco, mientras lo hacía, los chicos interrumpían diciendo que los había engañado al hacerles creer que esas aventuras eran en realidad las mías.

Ahí fue donde todo empezó a ir mal. El gordo chinchoso los mandó a callar de un par de carajos y pidió que ese libro se incluyera en las lecturas evaluadas y en consenso con otros profesores hizo que me aplaudan en la formación del día siguiente por leer algo fuera de lo que se pedía en el plan lector.

A partir de ese momento conocí esos ojos, los del odio, en especial los del flaco Pinto, que recibió una amonestación por haber fomentado al desorden.

Desde ese día, cada vez que lo veía pasaba de largo. No decía nada, pero sus gestos venían con subtítulos en idioma adolescente. «Los tortuninjas» terminaron marginándome selectivamente de toda actividad pública y las únicas fiestas a las que asistí desde entonces fueron reuniones eventuales en mi casa, con los choferes, quienes celebraban algo parecido a la caída de alguien que llamaban «El dictador».

Durante años traté de recomponer las hojas de aquel libro y cuando finalmente lo logré, gracias a la guía de un ejemplar que encontré en la biblioteca, supe que me había convertido también en Robinson Crusoe.

Allá afuera o mejor dicho, allí adentro, estaba una civilización de la que yo había sido parte alguna vez. La diferencia era que a mí me acompañaban los choferes, mi barriga de camionero y una interminable playlist de salsa sensual.

 

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