Dos escritores chilenos jóvenes, íntimos en París en los 60, discípulos de José Donoso. Uno vivía ganando premios literarios de poca monta; el otro se las buscaba como podía. Uno era amigo de Jean Pierre Faye y utilizaba un vaporizador nasal. El otro, situado al margen del mundo, con el hechizo del fracasado, era un típico personaje chejovniano. Publicaron su primer libro con un año apenas de diferencia. Pertenecían a una misma generación expatriada, algo así como insectos acuáticos errantes. Creció subterráneo el que volvió a Chile y ya viejo lo consideraban un escritor secreto, raro, de culto. El que vivió afincado en Europa se hizo muy famoso, además de un francotirador punzante contra la dictadura. Hasta que un día murió Pinochet.

Por:

Carlos Calderón Fajardo

Muchos años habían pasado, casi treinta. El escritor establecido en Santiago había publicado la mayoría de sus obras con su propio peculio y lo veneraban un puñado de lectores. Sus libros eran inhallables en librerías; la crítica los ignoraba. En cambio, el exilado destacaba como la vedette de una importante editorial catalana.

Medio siglo sin verse. Y cualquiera habría dicho que sus caminos no se volverían a cruzar. El escritor radicado en Chile se jubiló de la Universidad Pública donde trabajaba desde su regreso y vivía dedicado a pergeñar a tiempo completo el libro de su vida. Un día terminó de escribirlo. Era una novela, nada menos, y la publicó sin mucha ansiedad ni expectativas. El ser bien acogido por un sector independiente de la crítica lo hizo suponer cosas erróneamente. Se sentía realizado. Quiso compartir su alegría, que su novela la leyesen sus amigos. Empezó a buscar direcciones, sobre todo de aquellos que no veía hacía mucho tiempo. Les envió un correo individual.

Algunos dieron excusas extrañas para no verlo. Y aquel escritor desconcertado con lo  que ocurría, sin esperarlo, consiguió el correo electrónico de su viejo amigo de París, que ahora no tenía ningún impedimento para regresar a Chile.

Sin mucha expectativa, le envió un correo muy sobrio, diciéndole que era muy probable que no se acordase de él, pero había publicado una novela y deseaba hacerle llegar un ejemplar y conocer su opinión. El afamado escritor chileno respondió el e—mail. Una respuesta sorprendente, inesperada.

Por supuesto que se acordaba de él. Durante todos esos años radicando en Europa había tratado de ubicarlo. Lo felicitaba por su novela. Le pidió que le dejase un ejemplar en su casa de Santiago. Iba a estar para navidades, momento en el que podían volver a verse y conversar tantas cosas.

El escritor casi secreto inmediatamente llevó un ejemplar de su novela a la residencia santiaguina de su amigo de juventud, ubicada en el barrio Los Condes, con una dedicatoria: “Con la esperanza de vernos pronto, porque el espíritu de Pepé Donoso nos convoca”.

Durante unos meses ambos escritores intercambiaron correos muy cordiales. Hasta que por fin llegó la Navidad.

El laureado autor viajó a Chile. Estaba en Santiago. Pasaron quince días, un mes. No contestaba los correos. Se hacía negar por teléfono. Entonces, el escritor de culto le envió un e—mail manifestándole su deseo de verlo. Sólo quería saludarlo, darle un abrazo, tomar un café, y no lo iba a molestar nunca más.

La respuesta no demoró en llegar. El reputado escritor le informó a su antiguo amigo y colega que al verse asediado en Chile por mucha gente y deseando terminar una novela que tenía retrasada, se había trasladado al Perú, a una lejana playa, llamada Playa Ballena, en Tumbes. Refugiado, de incógnito en ese lugar, pensaba escribir intensamente. Y añadía en el e—mail que no se preocupara si advertía su presencia en los periódicos respondiendo a entrevistas, que no le llamase la atención, porque las había dejado todas grabadas. Sin embargo, una semana después de ese correo, ese mismo escritor apareció en los periódicos, participando de reuniones sociales. Tenía que estar en Santiago.

El oculto escritor sintió una profunda decepción. No podía creer lo que pasaba. Recordaba que su amigo había heredado de su madre el miedo a los pájaros y murciélagos. Sólo le había pedido quince minutos. Después cada uno proseguiría su camino, y si se volviesen a ver sería en el más allá, en la insondable eternidad, donde los estaba esperando don Pepe Donoso que tanto los quiso cuando eran jóvenes.

Lo de la Playa Ballena parecía una mala broma. Los caminos se hicieron muy blancos, como dice el poeta. Y aquel hombre sintió como jamás el peso del fracaso. No lo podía aceptar. No podía digerirlo. No le alcanzaba la inteligencia para comprenderlo. ¡Playa Ballena! Su amigo era asmático de nacimiento. De no existir esa playa, eso agravaría la afrenta.

El desairado hizo lo posible por superar su desencanto sin lograrlo. Pensaba todo el día en Playa Ballena. No podía dormir. Su famoso amigo, el exitoso, se había reído de él con una ocurrencia tan a su estilo. ¡Playa Ballena! ¿Así era de triste la vida? ¿Se hacía tan escasa la generosidad cuando se volaba a gran altura? Y de pronto se coló la duda: ¿Y qué si Playa Ballena realmente existía? ¿Qué si todo era verdad? No podía vivir tranquilo hasta no estar seguro si había sido groseramente desairado o no. Tomó un avión a Lima. Y de Lima se dirigió a donde estaba su antiguo compañero de tempranas aventuras.

Llegó muy agotado a Tumbes. Lo primero fue dirigirse a una oficina de turismo y preguntar por Playa Ballena. Para su sorpresa, el lugar existía. Justamente en la tarde salía un mini bus en dirección a esa playa llevando a algunos turistas.

En ese camino, el chofer del vehículo le comentó que esa playa llevaba ese nombre porque alguna vez en sus orillas el mar había varado una ballena gigantesca de color blanco, que justamente por la tonalidad de su piel había causado estupor entre los pescadores de la zona.

El escritor chileno desconocido, muy aficionado a leer antiguas crónicas de viajeros por América Latina, sobre todo aventuras marítimas, —quizás porque Chile es más mar que tierra – recordó enseguida una crónica de un marino francés que contaba sobre la existencia de una enorme ballena albina de nombre Uncle Tom, que había asolado la costa norte del Perú y que existía como leyenda en las tabernas del puerto de Paita a finales del siglo XIX. Cuando este viajero francés visitó dicho puerto, era la misma época que el escritor norteamericano Herman Melville, a la sazón marino ballenero, llegaba por ese lugar.

Un escozor invadió todo su cuerpo. La playa donde se dirigía era el lugar donde el mar había varado el cadáver de Moby Dick. La más legendaria de las ballenas de la historia había ido a dejar sus huesos en esa playa desolada y desierta. Desde ese día a ese lugar se le llamó Playa Ballena.

El pequeño ómnibus llegó a su destino. La playa era bella pero como en muchas de las del norte del Perú, no había un hotel sino apenas un albergue para jóvenes mochileros. Ninguno estaba enterado de que en esa playa había exhalado su último suspiro Moby Dick.

Por supuesto que su amigo, el consagrado, no estaba alojado en dicho sitio. Pero, por alguna razón, sintió que había desaparecido de él toda decepción y amargura. Ese albergue rebosaba de seres vivos: jóvenes alegres, bronceados, de pelos largos que zambullían sus cuerpos dorados en las aguas celestes y transparentes de esa hermosísima playa.

La mayoría de los alojados en el albergue eran norteamericanos y europeos, pero había una pareja distinta a los demás. En los ojos de ambos se notaba claramente el brillo del amor. Ella, de tez morena, belleza latinoamericana inconfundible, andaba abrazada con un rubio larguirucho. Él se llamaba Nicholas, y ella le decía Niké, oriundo del estado de Virginia, sus padres cultivaban tabaco. Ella, ecuatoriana, se llamaba Jamilia. Se habían conocido en un pequeño pueblito del Cantón de Ibarra, en Atuntaqui, cerca de las lagunas de Imbabura. Niké era un gringo mochilero, errante. Jamilia estaba por recibirse de odontóloga y se encontraba haciendo medicina rural en ese pequeño pueblito reputado por sus textiles. Ambos hablaban inglés. Niké apenas si masticaba el español. En un pueblos de los andes ecuatorianos se conocieron. En ese lugar se enamoraron y uego de un corto tiempo decidieron visitar una playa del norte del Perú.

El viejo autor no se presentó como escritor sino como lo que realmente era: un profesor universitario chileno de literatura jubilado.

Entonces Jamilia cogió su mochila y sacó un libro. Ante los ojos estupefactos del escritor de culto, ella le mostró uno de los libros del otro escritor. Estaba en Playa Ballena, como le dijo por el correo electrónico, pero en la forma de un libro suyo. Un libro de cuentos y en uno de los relatos el escritor célebre mencionaba la Playa Ballena. Era el cuento de un hombre viejo que corrompido por la fama, agobiado por la soberbia y la frivolidad había encontrado paz en esa playa solitaria. El cuento llevaba como epígrafe un pensamiento de budismo Zen: En el silencio, la soledad se desvanece. Era por ese motivo que Jamilia y Niké habían elegido visitar esa playa.

Ella había leído todos los libros del famoso novelista chileno, incluso sus interminables y aburridas novelas; recordaba los nombres de los personajes, pasajes enteros de cada texto; algunos cuentos se los sabía casi de memoria. Es un escritor muy humano, y ustedes los chilenos deben sentirse orgullosos de ser su compatriota, dijo Jamilia.

Al escritor se le aclararon los extraños misterios que envuelven la creación literaria y su relación con la vida. El escritor consagrado era conocido por dedicarse a injuriar a la gente, y a no dejar pájaro con cabeza. Pero era un gran escritor. La literatura no hacía mejores seres humanos a las personas, sobre todo a aquellos dotados de genialidad. Al contrario, los hacía más egoístas, más arrogantes. Pero su obra los salvaba y la inmortalidad les estaba destinada.

Y luego transcurrieron quince días de una vida paradisíaca. Por primera vez en su vida ese escritor desdeñado por la crítica y por sus amigos fue feliz. Se bañó dichoso en el mar. Con Nicholas, pescó cangrejos. Los tres, con Jamilia, jugaron cartas, cantaron canciones de Nat King Cole a la luz de una fogata. En Playa Ballena, en Tumbes, al norte del Perú, disfrutó del más hermoso atardecer de su existencia.

Hasta que llegó el momento de la despedida. El hombre que siempre vivió escribiendo historias casi en secreto, antes de subir al pequeño ómnibus sintió el llamado de la playa.

Dejó su maletín y fue a despedirse de la bellísima ensenada que no olvidaría jamás. Al llegar a la orilla se quitó los zapatos y las medias. Empezó a caminar descalzo sobre la arena húmeda; el agua de mar acariciaba sus tobillos y hacía desaparecer sus huellas. Atardecía. Un grupo de jóvenes se zambullían bajo las olas. Pero el viejo escritor chileno tenía la vista fija en un recodo de la playa. Le habían informado en el albergue que a ese lugar venían desde tiempos inmemoriales a morir las grandes ballenas. Y allí estaba a la vista el enorme cuerpo de un gigantesco cetáceo en descomposición, pero los rayos del sol que caían sobre el cadáver no producían un espectáculo desagradable a la vista. Todo lo contrario.

Lo que parecía verse era un inmenso esqueleto tallado en oro que fue haciéndose negro a medida que llegó la noche.

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