Aquello de lo que estamos seguros del todo nunca es cierto. Tal es la fatalidad de la Fe y la lección que encierra todo Romance. ¡Qué serio te has puesto! No lo estés. ¿Qué tenemos tú o yo que ver con las supersticiones de nuestro tiempo? No, hemos renunciado a nuestra fe en el alma. Toca algo para mí. Un nocturno, Dorian. Y, mientras tocas, cuéntame en voz baja lo que has hecho para conservar la juventud. Debes de tener algún secreto. Tan solo te llevo diez años y estoy arrugado, ajado y amarillento. Tú estás fantástico, Dorian. Jamás habías tenido un aspecto tan encantador como esta noche. Me recuerdas al día en que te conocí. Muy descarado y muy tímido, y absolutamente extraordinario. Ni que decir tiene que has cambiado, aunque no físicamente. Me gustaría que compartieras conmigo tu secreto. Haría lo que fuera por poder recuperar la juventud, todo salvo hacer ejercicio, levantarme temprano o ser respetable. ¡Ah, la juventud! No hay nada comparable. Y qué absurdo hablar de la ignorancia de la juventud. Las únicas personas cuyas opiniones me merecen cierto respeto son mucho más jóvenes que yo. Parecen ir muy por delante de mí. La vida les ha revelado su última maravilla. En cuanto a los viejos, siempre les contradigo. Y lo hago por una cuestión de principios. Cuando se les pregunta lo que opinan de lo que ocurrió ayer, se limitan a hacerse eco solemnemente de las opiniones que primaban en 1820, cuando la gente vestía aún calzón corto, creía en todo y no sabía absolutamente nada.
Lord Henry en «El retrato de Dorian Gray»