Dorian Gray tenía el pulso de la pasión y la juventud, pero empezaba a ser consciente de sí mismo. Observarle era una delicia. Con su bello rostro y tan hermosa alma era algo que inspiraba verdadero asombro. No importaba cómo terminase todo, la clase de final que le aguardase. Era como una de esas afables figuras de un espectáculo o representación cuyas alegrías parecen remotas, mientras que sus penas conmueven nuestro sentido de la belleza con las rosas rojas de sus heridas.

El alma y el cuerpo, el cuerpo y el alma, ¡qué misterio encierran! Hay algo animal en el alma, y el cuerpo tiene sus momentos de espiritualidad ¿Quién podría decir dónde acaba el impulso y dónde empieza el ser racional, el dominarse a uno mismo? ¡Qué superficiales eran las definiciones de los psicólogos corrientes! Y, sin embargo, ¡qué difícil decidirse entre las pretensiones de las distintas escuelas! ¿Es el alma una sombra sentada en la casa del pecado? ¿O está el cuerpo realmente en el alma, como pensaba Giordano Bruno? La separación del espíritu y de la materia era un misterio, como lo es su unión.

Comenzó a preguntarse si sería posible alguna vez hacer de la psicología una ciencia tan absoluta que el más mínimo impulso vital se nos revelase. En su actual estado, siempre nos malinterpretamos a nosotros mismos y rara vez logramos entender a los demás. La experiencia carece de valor ético alguno. No es más que el nombre que la gente da a sus errores. Los moralistas, por lo general, la contemplan como una forma de aviso, reclaman para ella cierta eficacia ética en la formación del carácter, la saludan como algo que nos enseña qué camino seguir o evitar. Pero la experiencia carece de poder motriz. Tiene algo de causa activa, como la propia conciencia. Todo lo que en realidad demuestra es que nuestro futuro será igual a nuestro pasado, y que el pecado que un día cometimos con pesadumbre de nuevo lo cometeremos muchas otras veces, y con alegría.

Fragmento de El retrato de Dorian Gray

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