George Orwell terminó de escribir Rebelión en la granja (el original: Animal Farm) hacia fines del año 43, pero admitió en el prefacio de la misma, la idea de retratar los desaciertos y consecuencias tras la revolución rusa.
Por:
Diego Triveño Rivas
Es cierto que lo había visitado ya un par de años atrás. Pero la premisa de esta fábula es sencilla y despierta un inagotable número de interpretaciones: Los animales de la granja Manor, entusiasmados tras el eufórico discurso de un viejo cerdo, conspiran para tomar la granja y sus alrededores, liberarse de la cruel mano humana e instaurar para ellos un nuevo orden libre de opresiones.
Para entendidos en historia política, el desarrollo de la trama representará y hará referencias a hechos y personajes lo bastante célebres como para ser identificados.
Pese a las bajas y a la desgracia que acompañó el aprendizaje para simples mamíferos y aves sobre labores del hombre, los animales logran disfrutar de un periodo de felicidad y satisfacción. Son libres, sin lazos ni ataduras, dueños de la granja que alguna vez fue su prisión y lejos del verdugo tan temido por ellos. Pero la utopía que crean los cerdos Snowball y Napoleón tiene una vida breve y en lo que resta del libro no es más que una nostálgica época que progresivamente se va disipando en la memoria de la mayoría. Las constantes discrepancias entre los dos cabecillas de la revuelta se hacen en un punto insostenibles y acaban con el exilio que Napoleón decreta sobre Snowball, lo cual no es otro guiño más a la censura del temprano orden soviético a posibles elementos indeseados (Trotsky).
Para entendidos en historia política, el desarrollo de la trama representará y hará referencias a hechos y personajes lo bastante célebres como para ser identificados. En la dirección de la granja del señor Jones, Orwell quiso ejemplificar al régimen zarista (más concretamente el periodo de Nicolás II). Lo mismo sucedió con el promotor de la rebelión, el Cerdo Mayor, en cuyo mensaje es inevitable retroceder a la imagen, ya sea marxista o leninista, de un prematuro revolucionario que, aunque tardíamente, impulsaría muchos de los movimientos del siglo pasado.
En la rebelión organizada, la divinización de un ‘‘elegido’’ político, la inserción de aparentes reglas que garanticen la igualdad social y la proclamación de la búsqueda del bien general como única política de gobierno, todas consecuencias de la toma del poder por parte de una masa dócil, o mal orientada, no hacen sino recordar la fragilidad estructural de un sistema comunista o la facilidad con la que su versión socialista, poco más digerible, lograría derivar en modelos de corte extremista.
Justificando su acciones con su inteligencia por encima del promedio, los cerdos son quienes se hacen con el control, al principio parcial y discreto, de la granja, luego son estos los que adquieren funciones por mucho privilegiadas en la vida diaria del lugar y los auténticos protagonistas del relato. Napoleón, quien representa un modelo ideológico en apariencia perfecto, es en un inicio sensible y empático, pero luego se torna autoritario y egoísta; Snowball, por otro lado, es el cerdo realmente consciente de la necesidad de sostener a los animales con el esfuerzo del común, pero incapaz de sobreponerse a su adversario directo; al final se encuentra Squealer, el cerdo encargado de la sucia propaganda y de convencer a los animales de que el camino que labra Napoleón es el correcto. A todo ello se sumará la pasividad con la que el resto de habitantes de la Granja admite a la restricción de libertades, la desigualdad frente a los beneficios de algunos y las individualistas pretensiones de su gobernante. Por si eso bastara, cada uno de los componentes, expuestos o en latencia, de cualquier revolución venida a menos halla de modo alguno su correspondiente en la Granja Animal: la parte intelectual, pero indiferente, del burro Benjamín; una cruda parábola del proletariado y su abnegada entregada en el caballo Bóxer y la aparición de una promesa religiosa, falsa e hipócrita, en las palabras del cuervo Moses.
El final de la sátira, si bien es algo incierto, demuestra que los cerdos en el poder han perdido en absoluto los rastros de su identidad, al tiempo que el resto empieza a concebirlos de igual modo que concebían al señor Jones. Así, los animales terminan de contemplar su sumisión la noche en la que los granjeros y los cerdos comparten una mesa de noche, atónitos, conocen el destino que les depara y al que solo queda esperar.
Las páginas de la novela, tras varios rechazos editoriales, finalmente verían la luz en el 45, apenas un par de semanas antes del término de la Segunda Guerra Mundial y, lejos de la idea original de Orwell, alcanzarían popularidad como arma en contra de modelos políticos antagónicos al capitalismo americano. A pesar de que puede saborearse la política en la obra, esta no la manifiesta en su totalidad, y quizás sea ese uno de sus mayores méritos, ahora, cada vez que pienso en Rebelión en la granja, comprendo que Orwell no optase por un ataque frontal contra la dictadura stalinista, es esa sutileza de su historia la que definitivamente la convierte en una certera estocada hacia los sistemas totalitarios y una alegoría, para ser preciso, a la deformación que el poder puede ejercer sobre la voluntad.