(CUENTO) A las seis de la mañana, la obachan Miyagui abrió los ojos.Había tenido un sueño trabado. Todavía en el letargo, observó que las paredes y las sillas danzaban irreales. Esperó un momento. Sintió una garra de frío en el vientre, como siempre. Y sin saber por qué, no puedo frenar su presagio: ese día, sin falta, urgente, vendría la muerte. Transcurrieron minutos para reponerse. De manera que a sus setenta y seis años, abismada en el delirio,ingresó en la cotidianidad. Arregló la cama. Se cambió de ropa. En el baño,suspendida en el instante, se mojó la cara y cepilló sus dientes. Sin dejar de suspirar, en el espejo vio una bandada de pájaros matinales. Otra vez en el dormitorio, tras la ventana a la calle, descendió la lluvia irremediable de cangrejos. La obachan Miyagui no dijo nada, tampoco pensó nada, escrupulosa y puntual, escuchó ruidos en la trastienda: sus nietos tomaban desayuno, partían rumbo al colegio. Lo demás, las siguientes horas, era una repetición exacta delos días anteriores. Sin reconvenciones, mecánico y ritual, su hijo Yochan corría las cortinas del negocio, una tienda de abarrotes en la esquina de Huancavelica y Angaraes.

Después del frugal desayuno, la obachan Miyagui se colocó en su puesto, una esquina detrás del mostrador, sentada en un banco. Con los ojos suspendidos en la puerta, el rostro severo e inmóvil, miró ingresar a los clientes de la mañana. Trabajadores en mangas de camisa. Amas de casa rijosas.Peatones ofuscados. Eran los moradores del barrio, sí, allí estaban,marrulleros y pacíficos, en busca de leche, mantequilla, cigarros. Atendían Yochan y su mujer, la bella Fusako, una niséi amable y de pronta sonrisa. En oleadas, por turnos, la gente ingresaba y salía; se escuchaba el zumbido de palabras, el crujido de las monedas en el vidrio, los sordos cucharones en las bolsas de azúcar. Como a las nueve apareció el chofer Ródenas, bebió una gaseosa, se acercó a la obachan, y preguntó intempestivo:

— ¿Quién es el presidente del Perú, abuela?

Ella contestó rumorosa:

— ¡Leguía!

Soltó la risa el chofer. Pendeja la viejita, dijo, vive recluida en otro mundo. Atajó Yochan: está con sus dioses, en el paraíso.Festejaron. Rieron. Charlaron. La mañana bajaba sin sobresaltos, tranquila, sin asperezas. La obachan Miyagui permanecía impávida, observando la calle, el movimiento de vehículos, los transeúntes coloridos, el rumor esquinero. Fue entonces que brotó una luz amarilla, aparecieron caballitos de mar, increíbles danzaron en el aire, espolvorearon un grano fino de polvo, luego desaparecieron de su mirada. Quedó el olor a mariscos. Caducidad de lo fugitivo. Lo que no vuelve y no se repite. La obachan Miyagui sonrió, como si se sacudiera del sopor, tal vez de la irrealidad. No obstante, soltó un par de lágrimas, ella que jamás había llorado. ¿Nostalgia? Quizá. ¿Tristeza? Es posible. ¿Se despedía del mundo? No. En todo caso, en aquel momento de su letargo, a lo lejos, como sorprendida del tiempo y la distancia, escuchó a su nuera Fusako, quien la requería para el almuerzo. Así lo hizo. Regresó al comedor abarrotado de mercancías. Tomó la sopa. Pausada. Comió las verduras. Sin prisa, ingirió el arroz. Bebió el té de la mesa. Más tarde, arribaría Michan, la hija menor, para hacer el relevo de la tienda. La obachan Miyagui se sintió eximida de responsabilidades. Entonces fue a su dormitorio, se puso un camisón e hizo una siesta. Soñó. Era un yerno, atravesado por la lluvia, el intolerable vapor, las emanaciones y el silencio. Encontró un cuervo en la piedra. La obachan preguntó:¿dónde se encuentra la muerte? El cuervo dijo: aquí existe el pesar, la oscura noche. La obachan continuó una senda enmarañada. Escuchó la voz injuriante dela grulla: ¿lo torcido puede enderezarse?, ¿lo falto puede completarse?Respondió la obachan: nunca. La vida no se endereza. La vida no se completa. La perversa grulla advirtió: goza el día presente, no creas en el mañana.Encontrarás la muerte tras el páramo. La obachan continuó, sin caminos,trepando, sin norte, sin destino, asumiendo dolores, sufrimiento, vacío. No aguantaba, con sed, con hambre, con frío. Y no había un final del yerno.Entonces, encontró un guardián del tiempo. El tormento es atroz, dijo. La obachan esperó veinte años. Paciente, en el recodo siguiente, tropezó con monstruos marinos, tigres deformes, hienas descomunales. Al final, en el límite del abismo, apareció una mariposa de alas refulgentes, voló un instante. Y se disipó en el aire, dejando un reguero de escamas amarillas.

 

II

 

La obachan Miyagui despertó. Respiró profundo. No dijo nada,como siempre. Eran sus sueños intrincados. Aguardó con calma, sentada en la cama. Observó la luz de la tarde que cruzaba la ventana. Se levantó,indefinida, se concentró en sí misma. Volvieron las fuerzas. Más tarde, tomó su baño, se cambió de ropa, se observó en el espejo. Cuando estuvo lista, salió ala calle, rumbo al jirón Cañete, para visitar a la anciana Maeshiro, su compañera de la infancia. Desde hacía veintidós años, realizaba la misma caminata, en las mismas tardes abstractas, indiferente al verano o invierno,ajena a los achaques y la fatiga. Sí, era un gesto reflejo, una ceremonia puntillosa, infinitamente reproducida en el confín de los años, con el único propósito de atrapar la memoria. Y contarse, minuto a minuto, segundo a segundo,que Okinawa existía, estaba incólume, y seguiría viviendo, ilesa en el recuerdo, exactamente como la dejaron en la infancia. Porque, de algún modo, la obachan Miyagui, fiel a su coraje, absolutamente firme, nadando contra la corriente, recorrería esas calles de Huancavelica, con la misma presteza, el mismo tenaz cansancio, la misma agonía. Atravesaría los callejones destartalados, vería la ropa secándose al sol, cruzaría las paredes de quincha,tropezaría con la población de cholos blancos y mestizos color de cuervo,rondando el mercado La Aurora. Y no importa cómo, ni por qué, ni cuándo, ni el desaliento de las calles, ni el sentimiento de desarraigo, ni su presencia extranjera, pues entonces llegaría a la locería Akemi, saludando a los dependientes del mostrador, e ingresaba a la trastienda para encontrarse con la anciana Maeshiro, recostada en la cama. En la habitación cerrada, respirando el polvo guardado, a la luz de un lamparín burdo, juntas, una delante de la otra,mirándose a los ojos, recordarían patios terrosos, ventanas de bambú, casas apelotonadas de tejas, la vieja escuela de madera, aquellos frondosos gallimaru, la tierra rojiza de Nago, las espumantes nubes, en el airetranslúcido de Okinawa, con sus montes irredimibles, y el sol que jamás se oculta en el valle. Así, en las tres horas del resto de la tarde, nunca más,nunca menos, aparecería la congoja, esa herida del pasado, transformado encielos profundos, risas, caminos de tierra, olores efervescentes, frutos olorosos y días de la infancia. Sin tregua, implacable y rigurosas, se sumergían en la memoria, en ese recuerdo que a veces era un suero disolvente,una intriga trivial, un incidente anónimo, ciento de veces reinventado,exagerado, deformado, para volver a flotar en ese dormitorio oscuro, apenas alumbrado por una lámpara y esa techumbre sin aire. Porque, después de todo, la anciana Maeshiro, postrada en la cama, con el cuerpo semiparalizado, escuchaba esa voz atónita y, más que una voz, un dicterio surgiendo como un remolino.

Juntas habían estudiado la escuela, juntas atravesaron el mar océano en el Rakayu Maru, y se instalaron en Lima, rudas e implacables. Sin sal, sin viento,sin lluvia, fueron entregados en matrimonio con japoneses, que fundaban como hongos fondas, encomenderías, peluquerías y carpinterías. Y en esa vorágine,tuvieron hijos apremiantes, sin ningún reposo, en el resplandor de sí mismas,en el cansancio diario que era aspereza, pura animalidad, sufrimiento. Y, sin más, hasta el fin del mundo, enclaustrarse sin piedad en alguna esquina oscura de Breña, Rímac, Chorrillos o el Cercado. Y atender en la tienda, a esos criollos y pardos que tantos ultrajes nos infligían, sin ninguna esperanza y sin ningún respiro. Porque la piedra gira al aire, y se destroza, y se estropea,y nadie llora, nadie se amedrenta. Así estuvieron ellas, en el trajín de los años, tal vez se extraviaron o se distanciaron, y no hubo pena, no llanto, en el silencio opresivo, en el olvido, en la pesadumbre. Y en los azares del destino, otra vez se juntaron, ella, la obachan Miyagui y la anciana Maeshiro,en las proximidades del mercado La Aurora, para restaurar esas arduas visitas y hacer surgir ese mundo que las había dejado atrás, recordando con obstinación,terror y gozo en la oscura habitación sin aire. Y solamente cuando terminaba la obachan Miyagui, exhausta y aturdida, en el tiempo preciso de las seis de la tarde, ni un minuto más, ni un minuto menos, se despedía de la anciana Maeshiro. Y ejecutaba el consabido camino de regreso, sin mirar a nadie, ni los techos, ni las rejas de madera apolillada, atenta a sí misma, absorta, menuda y enérgica, impulsada por la propia resolución, respirando el aire sin atenuantes de las calles. De modo que llegar hasta la tienda, saludar a su hijo Yochan,alternar con Michan, y luego pasar al comedor-almacén, y reparar en sus nietos,con ese aire mecánico y desamoroso, de quien acostumbra verlos sonreír, jugar,esparcirse, delante del televisor. Porque ella, la obachan Miyagui, ocupando su asiento en la pared, inmune a los ruidos, ajena a las discusiones del hogar,seguiría concentrada en sus recuerdos, y en el tiempo remoto que fluye y se adhiere a la pared, entre las mercancías, el arroz, los estantes y la propia respiración. Allí estaba su pasado, su presente y su futuro, girando como una serpiente encapsulada, mezclándose con los ruidos de los nietos y el espejismo del televisor.

Podía estar invariable horas de horas, incluso dormitar, perolas imágenes de la conciencia se incorporaban, sin saber cómo, ni por qué, en aquel fulgurante mediodía de diciembre del 41, cuando Japón ingresó a la guerra. La pólvora inundó el aire y no estuvimos desprevenidos, jamás, nunca,debíamos enfrentar al destino, solos, marginados, viéndonos las caras, aquí en Lima, contra una población exasperada y que creía llegar la hora de su revancha. Sonaron tambores, voces de rencores, ella y su marido Tokichi y los cuatro niños imberbes se encerraban aterrados al fondo de un cuartucho en el Rímac. Los vecinos arrojaban piedras a la tienda de abarrotes, quebraban ventanas, escupían, indesmayables en el saqueo. Proliferaron mítines, vieron pasar banderas peruanas, escucharon denuestos, gritos provocadores. Pero ningún japonés salió a las calles, impasibles durante meses y años, agacharon las cabezas,porque nada importaba, no tenían ningún recurso, y nadie a quien apelar. Lo recordaba la obachan Miyagui, sentada en su sillón, pegada a la pared,observando distante a sus nietos. Y a las nueve de la noche, sin asombro y sin menoscabo, parpadeante y rendida, fervorosa en sus costumbres, se trasladaba a su dormitorio. Y habitual e invariable, preparaba la cama, se cambiaba de ropa,hacía una venia en el butsudán, se colocaba en posición horizontal y, cuando ingresaba al sueño, aparecían sus fantasmas. Los díscolos japoneses de la guerra, ellos, Hidenaga, Arakaki senséi, los Nishimura, aturdidos en sus casas,refugiados en las chacras de Lima, aislados y perseguidos por la Policía,vilipendiados. Los seguía imaginando, burdos perujin, mestizos colorados, azambados,hombres turbios en mangas de camisa, excitando y atropellando a los indefensos tenderos. Lo rememoraba. Asaltaron su tienda del Rímac, sí, se apropiaron y destrozaron todo, absolutamente todo, anaqueles, mercancías, hasta la tarima de dormir, ropas y menajes. Era un llanto terrible, la zozobra de un dolor inacabable, imposible de olvidar, por encima de afrentas, rencores vivos en el inconsciente, a pesar del pantano de los años. Se superponían las imágenes bruscas de los sueños, esos rostros, esos gestos resueltos que en la alta madrugada la dejaban sofocada.

 

III

La obachan Miyagui despertó a las seis de la mañana. Se encontró a sí misma en el dormitorio, como siempre, como nunca. Colocó los ojos en el desamparo del techo. Bajaron las aguas del sueño. El ropero estaba allí,también el butsudán, el velador. Sintió el cobre del frío en el vientre.Entonces, brotó la voz de su presagio: irremediable, hoy, vendría la muerte.Fue al baño. Se lavó la cara. En el espejo tuvo la impresión de un sol de 1934.Regresó al dormitorio, escuchó el arrullo de palomas y una lluvia de cangrejos se deslizó en la ventana. Inconmovible. Cuando llegó al comedor almacén, ya los nietos habían partido. Su nuera Fusako sirvió la leche. Conversaron. Yochanabrió la tienda a las siete y media. Más tarde, la obachan Miyagui ocupó supuesto, sentada en un banco tras el mostrador. Puso los ojos en dirección a la puerta, estuvo atenta al vaivén de los clientes. Inalterable. Paciente. Llegó la señora Morales, la frangollera Vicenta. Gaspar cantó dos valses truculentos,pidió un paquete de galletas. Yochan se prodigaba en movimientos, sonreía,departía. Fusako recogía mercaderías del almacén. La obachan Miyagui seguía exactamente igual, ausente, sin un gesto, lejana. La luz pálida se arremolinabaen la puerta. Crujían carros en la calle. Aparecieron los muchachos del callejón San Carlos.

Ella, la obachan Miyagui, desde hacía cuatro horas, estaba deslumbrada con su sol de 1934. El cuarto día, el cuarto mes. En la fiesta del koinobori apareció ese verde sol naranja, y alguien le dijo: aguarda sin amor,no tengas esperanzas. Era Nago, era Okinawa. Tres años después cruzó el mar.Llegó: se instaló. Vio negros extraños, casas sin techumbre, tierras y soles sin nombre. Y siempre tuvo, al margen de eventualidades, el mismo gesto adusto,la misma indiferencia pueril. Sin medida, sin descanso, sin pasión, se ubicó en una esquina cualquiera, perdida en algún tenducho de Breña, Rímac, Chorrillos o Barrios Altos. Con marido o con hijos, en el rigor del hogar, atendiendo a un público mostrenco, a veces con fervor, otras veces en la indolencia, había realizado la que mejor sabía hacer: resignarse a su suerte. No comprendía cómo,ni por qué, pero ya era bastante con respirar, caminar y mover los brazos. En el confín de los años, la obachan Miyagui, ahora, insondable en el tiempo,recuperaba ese sol limón, verde o naranja. Detrás del mostrador, sentada en un banco, absorta, impávida, tenía ese sol al fondo de los ojos, hirviendo como una flor. Estaba excitada. Pudo controlarse, no hizo mueca alguna, ni siquiera movió el rostro, estática, los labios inexpresivos.

Al mediodía, su nuera Fusako le hizo señas para el almuerzo,la obachan Miyagui abandonó su pacífico ensueño. Ingresó al comedor almacén. En la mesa, ingirió la verdura, el arroz y sopa de frejoles. Un poco antes de concluir, observó un moscardón, evolucionó en el aire y se precipitó en el plato. Entonces tomó su decisión. Irreparable. Había sosiego en sus manos.Tranquilidad en la piel. Se dirigió al dormitorio. Buscó su mejor traje. Se bañó escrupulosa. En la melancolía del espejo observó un arco iris, después descendió la lluvia de cangrejos. Se puso el traje, se empolvó. Por último, se dirigió al butsudán, colocó el incienso e hizo su reverencia. Por primera vez en veintidós años, trastocaba los horarios. Iría a ver a la anciana Maeshiro antes de las tres de la tarde, para contarle su deslumbrante sol de 1934. Salió a la calle. Allí estaba la lujuria del jirón Huancavelica. La panadería, la farmacia,la chingana de los Nako, los callejones desmadrados, la tienda del señor Mishima. La obachan Miyagui cruzó la pista, quedaron atrás patios y ventanas,la pelotera de los carros. Sin nostalgias, sin amarguras, caminaba resuelto,con la sola energía de su ímpetu. Dobló por Cañete, aspiró el fárrago del mercado La Aurora, vio ambulantes, paperos, triciclos, arribó a la locería Akemi, saludó a los dependientes e ingresó a la trastienda, al dormitorio de la anciana Maeshiro. Se sentó en la silla. Preguntó cómo estaba. Sonriente, la saludaba. Hacía señales, quería escuchar. Trajeron el té. Y sin ninguna transición, en la penumbra sin aire, la obachan Miyagui soltó su áspera voz. En el ajetreo de su respiración, sí, emergieron los caminos del olvido, ese frenético pasado fluyendo, intemperante, trasfigurado en nombres, viejos fantoches que eran personas, siluetas que pugnaban, cielos de cenizas, koen. Y aquel infante Nakandakari, esmirriado y bestial, en el patio del colegio, en el koinoboro de1934, los pájaros en las enredaderas, los frutos de la tierra, de esos días inalterables y sin nombre. Era Nago y su greda rojiza, el olor de las cementeras, las casas apelotonadas, las bicicletas en el polvo, las clepsidras,el viento zumbando las ventanas. Y era Okinawa y la arena del mar serena, los cuarteles de caña, los camotes asados, la bajada a Naha, los terrenos de nasubiy las montañas verdes. Aquel orbe fantasmal, ese sol verde y naranja quebrado por la lluvia, y ese infante brutal Nakandakari dijo: no tengas ilusiones;espera, padece, el dolor lo es todo. Y así, insensato y cruel, delgado e insufrible, más tarde, en el 44 o 45, otra vez lo había visto a Nakandakari, en los alrededores del Mercado Central. Pues también había cruzado el mar y se había establecido en Lima, altisonante, espectral y denodado. Ese Nakandakarique salía del polvo de la derrota, puesto que vino de las haciendas norteñas,de Paramonga, Supe o Huacho, y recorría el Mercado Central, astroso, sinzapatos y con sombrero que le cubría la cara. No tenía ilusiones, no tenía esperanza y se había cruzado con una criolla de estas tierras, Nakandakari,brutal, pues vendía flores en un puesto del Mercado Central. Y todos lo conocían como Nicolás, el japonés Nicolás, vagabundo, chacchador de coca y jugador de dados. Para ella, la obachan Miyagui, ese mundo existía, giraba terco,irredimible, sin perdón, sin amor y sin olvido, como el zumbido del taiko,renace y vuelve a surgir impasible.

De modo que, exhausta y agitada, la obachan Miyagui dejó de insuflar la nube del pasado. Habían sido tres horas intensas, ni un minuto más,ni un minuto menos. Naturalmente, en su reloj corporal sintió la diferencia,era las cinco de la tarde. No las seis. Tuvo un asomo de temor, no dijo nada,paciente, habitual, aspiró profundo. Se despidió. Dejó la locería, los mostradores, los dependientes. Colocó los pies en el jirón Cañete. Caminó con el mismo brío. En la luz estancada del atardecer, observó los viejos establecimientos comerciales. El desfondado mercado. Ambulantes de papas,carretilleros, vendedores de zapallo. Gente que va y gente que viene. En el descontrol de sí misma, los callejones se curvaron, los perros aullaron,colores anómalos en el cielo, rostros deformados de borrachines. Ella continuó irrevocable. Inmune. Cuando llegó a Huancavelica, apareció un camión encandilado. La obachan Miyagui no lo vio. La máquina embistió. Sintió que se elevaba en el aire y descendía brutal en el suelo. Todavía era consciente. Sin asombro. Sin ilusiones. Asomó la lástima, después una rabia infinita, pues el resplandeciente polvo de Okinawa se quebraba en el vacío, en la nada…

 

Tomado de: https://www.facebook.com/notes/pedro-f%C3%A9lix-novoa-castillo/okinawa-existe-de-augusto-higa-oshiro/571208359683291?__mref=message_bubble

2 comentarios para “Okinawa existe- Augusto Higa

  1. Personalmente me resultó un cuento muy conmovedor: Mi abuela Ushi Miyagui Higa, nativa de Nago, prefectura de Okinawa. Casó en un matrimonio concertado, vino a México. Atendió por muchos años un negocio de abarrotes, que era el sustento de la familia.

    Gran parte del cuento me pareció que estaba basado en la vida de mi abuela

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