Los primeros chimpunes se los regaló su abuelita. No porque lo proyectara como el próximo cañonero del equipo, sino porque era su nieto favorito. De esa Navidad solo quedan fotos que registran el prospecto de mascota al que se parecía Tavo. Camiseta, short corto, medias caídas, vincha y chimpunes. Tenía los brazos cruzados y el pie izquierdo sobre el balón de 32 paños. En el pecho lleva la palabra Nicolini y a la izquierda una letra enmarcada por un círculo con el mismo color: U.
Todo un fanático, pero aunque se declarara hincha acérrimo y supiese de memoria las canciones, apenas había visto jugar a su equipo. Su afán estaba en los zapatos negros con jebes en las plantas, los famosos cocos.
El desinterés inicial que mostró por la práctica del fútbol se contradijo con su capacidad para desarrollarse en el deporte. Había pateado pelotas, pero no recordaba haber marcado un solo gol, hasta que empezaron las vacaciones útiles. Mejor oportunidad para probar los chimpunes no encontró. En esos dos meses Tavo se cansó de marcar goles ante arqueros que se daban por vencidos con solo verlo. Era la estrella.
Regresó a las aulas embadurnado de un potente bronceado que le había dejado como secuela aquel verano en la cancha. Luego de dos años de apatía deportiva, era el primero en llegar al patio para el metegoltapa. Decenas de niños corrían detrás de la pelota hecha de papel y cinta scotch. Se llevaba a uno, a dos, la perdía, la volvía a recuperar y se enrumbaba hacia el arco. Chutaba, anotaba, tapaba y volvía a buscar la pelota, esquivando rivales y a los niños mayores, que disfrutaban de salchipapas e Inca Kolas.
Una de esas mañanas escuchó su apellido desde las oficinas de deporte del colegio. Se trataba de Mario, su primer entrenador. Dentro de la oficina lo presentaron ante Tijerita Rodríguez, el DT de las selecciones del colegio.
-¿Este es? –le preguntó Tijerita a Mario.
-Este es–respondió.
-¿Categoría? –se dirigió hacia la joven promesa.
-87 –contestó, algo tímido.
-Para tu papá –le dijo mientras extendía un papel bulky con letras verdes. Era una invitación para formar parte de la preselección de su categoría.
La cita era ese sábado a las 8 de la mañana. El viernes dejó listas sus cosas para la gran prueba. Al lustrar los chimpunes se preocupó de no embarrar el diseño de los zapatos. A las barritas y al logo los tapó con cinta scotch. Aplicó betún, les sacó brillo y se los probó frente al espejo ensayando temibles zurdazos.
Llegó acompañado de su mamá, quien se acomodó en las gradas detrás de los arcos, junto a padres y madres de familia nerviosos, que arengaban con bebidas rehidratantes en las manos. Era un sábado de otoño y la llovizna había hecho su trabajo. El césped estaba húmedo, por lo que Tijerita se sentó sobre uno de los balones. Llevaba una gorra con la visera hacia atrás, un chaleco de entrenamiento manga a cero, pantalón de buzo, chimpunes y el pito de árbitro colgando del cuello. Después de saludar y presentarse preguntó de qué jugaba cada quien. Casi todos señalaron ser delanteros. A su turno, Tavo calculó la inviabilidad de sumar 5 atacantes por equipo y apenas un arquero y un defensa.
-Yo puedo jugar de volante –dijo con mucho aplomo. Las docenas de goles anotados durante las vacaciones útiles le daban la seguridad de saber que podía dar lo mejor desde cualquier ubicación.
-¿Volante? –le sonrió Tijerita.- Juegas de volante, entonces.
Así se ganaría la simpatía eterna de Tijerita. Le gustó que hiciera esa pequeña concesión. Le gustó, además, porque a pesar de arrancar unos metros atrás, no tuvo problemas para llegar al gol. Anotó 3 en la práctica y su nombre quedó instalado en la selección oficial de la categoría 87.
En las siguientes semanas, con el equipo ya conformado, Tijerita ensayaba posiciones, recetaba fundamentos con el balón y armaba los partidos de cara al primer campeonato de la categoría. Los arqueros estaban definidos, pero faltaban quienes protagonizaran los quites.
-¿Puedes jugar de marcador izquierdo? –le preguntó Tijerita durante un tiempo muerto del partido, después de dar un par de indicaciones sobre la posición del equipo en la cancha.
-Sí –contestó Tavo, haciendo gala de su espíritu de equipo.
En la primera jugada de reanudación, Tijerita lanzó un pase largo para el puntero derecho. Como un viejo wing quiso penetrar por la banda, pero Tavo salió a su marca y con una barrida sumamente técnica le quitó el balón, levantó la cabeza y se la dio a un compañero.
-Ese es tu puesto. Ahí te quedas. –Las palabras de Tijerita fueron cruciales. Estaba en tercero de primaria y hasta que estuvo en quinto de secundaria fue titular por esa banda. Ganó campeonatos interescolares e incluso peleó los primeros puestos de campeonatos internacionales, que incluyen enfrentamientos con quien sería el mejor jugador de la historia.
En 9 años con la selección solo pudo hacer un gol. Fue de penal en la Copa de la Amistad. Se enfrentaban a un equipo chileno. A los 3 minutos el árbitro pitó una falta en el área y Tijerita no dudó en decirle a Tavo que él sería quien lo chute. Se paró frente al balón y luego de la orden le entró con el empeine. El balón entró por el centro del arco. Fue el primero del 8-0 final.
En los siguientes años, hasta que terminó el colegio, coleccionó medallas, diplomas y cientos de aplausos, pero nunca más pudo marcar un gol. Cuando terminó el colegio había perdido la pasión. Los goles, que eran su motivo, los festejaba por otros, nunca más por él. Un nueve frustrado, que le dicen.