Por:
Charles Bukowski
Peste, s. (del latín pestis, plaga, peste; de donde pestilente, pestífero; la misma raíz que perdo, destruir [PERDICIÓN].) Una plaga, pestilencia o enfermedad epidémica y mortífera; toda cosa nociva, maligna o destructiva; persona destructiva y maligna.
La peste es, en cierto modo, un ser muy superior a nosotros: sabe dónde encontrarnos y cómo hacerlo… normalmente en el baño o en plena relación sexual, o dormidos. También te puede agarrar justo ahí, mientras cagas. Si está en la puerta al menos puedes gritarle: «¡Espera un momento, no fastidies, ahora mismo salgo!» pero el sonido de una dolorida voz humana no hace más que alentar a la peste.
La peste suele llamar y tocarte el timbre. Entra y cuando se va (al fin), te deja enfermo una semana. La peste no solo te mea el alma sino que deja su agua amarillenta en la tapa del inodoro. No sabes que está allí hasta que te sientas y es demasiado tarde.
A diferencia de ti, la peste tiene tiempo de sobra para fastidiarte y todas sus ideas son contrarias a las tuyas, pero ella nunca lo sabe porque habla constantemente y aun cuando aproveches una oportunidad para discrepar, la peste no oye tu voz. La peste prosigue su diálogo y mientras lo hace te preguntas cómo es que siempre consigue meter su sucio hocico en tu alma. La peste también sabe de tus horas de sueño y te telefoneará una y otra vez cuando duermes y su primera pregunta será como la de ese amigo odioso que te dice: «¿te desperté?» o irá a tu casa y estarán todas las persianas cerradas, pero te llamará y te dirá salvaje, orgiásticamente. Si no le contestas te gritará: «¡sé que estás ahí! ¡he visto el carro afuera!».
Esos destructores, aunque no tienen la menor idea de tu forma de pensar, perciben que los detestas, pero por otra parte esto no hace más que estimularlos. Comprenden también que eres un determinado tipo de persona: es decir, ante la disyuntiva de herir o ser herido, aceptarás lo último, y las pestes corren detrás de los mejores filetes de humanidad porque saben dónde está la buena carne.
(…)
En fin, la peste no necesita ser una persona que te conozca por el nombre o la dirección, está en todas partes, siempre, dispuesta a lanzar su apestoso y envenenado rayo mortífero. Recuerdo una época concreta en la que tuve suerte con los caballos. Estaba en Del Mar con auto nuevo.Todas las noches después de las carreras elegía un motel nuevo, y después de una ducha y de cambiar de ropa, me metía en el carro y recorría la costa y buscaba un sitio bueno para comer. por un sitio bueno quiero decir un lugar en el que haya poca gente y den buena comida. parece una contradicción. quiero decir, si la comida es buena, habrá mucha gente. Pero como muchas aparentes verdades, esta no lo es necesariamente, a veces la gente va en manadas a sitios donde dan absoluta basura. así que todas las noches hacía el peregrinaje buscando un sitio en que diesen bien de comer y que no estuviese lleno de chiflados. me llevaba tiempo. una noche tardé hora y media en localizar un sitio. estacioné el carro y entré. pedí una tajada de carne a la neoyorquina, patatas fritas, etc., y allí me quedé sentado tomando café y esperando que llegara mi comida. el comedor estaba vacío; la noche era maravillosa. luego, justo cuando llegó mi filete a la neoyorquina, se abrió la puerta y allá entró la peste. Por supuesto, te lo suponías. Había treinta y dos taburetes allí, pero TUVO QUE coger el que estaba a mi lado y empezar a charlar con la camarera mientras comía su dona. Era un auténtico imbécil. El diálogo me rasgaba las tripas. Tragué el filete Nueva York y luego salí y me emborraché tanto que perdí las tres primeras carreras del día siguiente.
La peste está en todo lugar en que trabajes, en todos los sitios en los que estás empleado. Yo, por ejemplo, soy carne de cañón para la peste. una vez trabajé en un sitio en que había uno que llevaba quince años sin hablar con nadie. Apenas llevaba dos días allí cuando me soltó un rollo de más de media hora. Estaba completamente loco y cada frase que soltaba estaba desconexa una de otra. Lo que me parece muy bien era que lo conservaban en su puesto porque era un buen obrero. «Un buen día de trabajo por un buen jornal», decía. En todo lugar de trabajo hay siempre un loco y una peste, lo curioso es que siempre me eligen a mí. «Les gustas a todos los locos», es una frase que he oído en trabajo tras trabajo y no es alentadora.
Quizás las cosas mejoraran si todos comprendiéramos que quizás hayamos sido pestes para alguien una u otra vez, aunque no lo supiéramos. Mierda, qué horrible pensamiento, pero es muy probable que sea cierto y quizás nos ayude a soportar la peste. No hay, en realidad, un hombre que sea íntegro. Todos poseemos locuras y taras de las que no somos conscientes pero todos los demás sí. ¿Cómo íbamos a quedarnos quietos con este pensamiento a cuestas? Sin embargo, debemos admirar al hombre que toma medidas contra la peste, frente a la acción directa, la peste tiembla y pronto se aferra a otro sitio. Conozco a un hombre, una especie de poeta—intelectual, del tipo animoso y lleno de vida, que tiene un gran letrero colgado en la puerta de su casa. No lo recuerdo exactamente, pero más o menos dice así (y lo dice en una maravillosa letra imprenta):
A quien pueda interesar: telefonéame, por favor, para concertar una cita cuando quieras verme. no contestaré a quien toque en mi puerta a menos que hayamos acordado la visita. necesito tiempo para mi trabajo. no permitiré que asesines mi trabajo. comprende, por favor, que lo que me mantiene vivo me hará más agradable contigo y para ti cuando por fin nos veamos en condiciones cómodas y sin restricciones.
Admiré aquel letrero. No lo consideré algo presuntuoso o una sobrevaloración egoísta. Era un buen hombre y tenía el valor y carácter necesarios para afirmar sus derechos naturales. vi el cartel por primera vez por casualidad y después de mirarlo y de oírlo a él dentro, volví a mi carro y me largué. El principio de la comprensión es el principio de todo y hora es de que algunos de nosotros empecemos. Por ejemplo, nada tengo contra las orgías públicas siempre que NO SE ME OBLIGUE A ASISTIR. Ni siquiera estoy contra el amor, pero hablábamos de la peste, ¿verdad?
Incluso yo, que soy carne de peste selecta, me enfrenté una vez a una peste. Andaba, por entonces, trabajando doce horas de noche, Dios me perdone y Dios perdone a Dios, pero, aun así, aquella apestosísima peste no podía evitar telefonearme todas las mañanas hacia las nueve. Me acostaba sobre las siete y media y, tras un par de botellas de cerveza, solía arreglármelas para dormir un poco. Lo tenía todo minuciosamente cronometrado. y él me hacía siempre la misma vieja y vulgar jugada. solo quería saber que me había despertado y oír mi voz destemplada contestarle. él tosía, maullaba, carraspeaba, escupía. «escucha», le dije por fin, «¿por qué demonios me despiertas siempre a las nueve? sabes que trabajo toda la noche. ¡tengo un turno de doce horas! ¿por qué diablos insistes en despertarme a las nueve? »
—Creí —dijo— que pensabas ir a las carreras. quería cogerte antes de que salieras para el hipódromo.
—Escucha —dije—, la primera apuesta es a la una y cuarenta y cinco, además ¿cómo diablos piensas que voy a apostar en las carreras trabajando doce horas de noche? ¿cómo demonios crees que puedo trabajar tanto? tengo que dormir, cagar, bañarme, comer, coger, comprar cordones nuevos para los zapatos. toda esa mierda. ¿es que no tienes sentido de la realidad? ¿no te das cuenta de que cuando llego del trabajo me han estrujado totalmente? ¿no te das cuenta de que no queda nada? no podría llegar siquiera al hipódromo. no tengo fuerzas ni para rascarme el culo. ¿por qué diablos sigues telefoneándome a las nueve todas las mañanas?
Su voz tembló de emoción, como se dice…
—Quería cogerte antes de que te fueras al hipódromo.
Era inútil. Colgué el aparato. luego cogí una caja grande de cartón. y cogí el teléfono y lo metí en el fondo de aquella caja grande de cartón. y rellené la maldita caja sólidamente con trapos. lo hacía todas las mañanas cuando llegaba y sacaba el teléfono cuando me despertaba. así maté a la peste. vino a verme un día.
—¿Cómo es que ya no contestas al teléfono? —me preguntó.
—Meto el teléfono en una caja de trapos cuando llego a casa.
—¿Pero no te das cuenta de que al meter el teléfono en una caja de trapos, simbólicamente estás metiéndome a mí en una caja de trapos?
Lo miré y dije, muy lenta y calmosamente:
—Sí me doy cuenta.
Nuestra relación nunca volvió a ser igual a partir de entonces. un amigo mío, un hombre mayor que yo, pero lleno de vida y no artista (gracias a Dios) me dijo: «McClintock me telefonea tres veces al día. ¿aún te llama a ti?
—No, ya no.
Todos se ríen de los McClintocks, pero los McClintocks no se dan cuenta nunca de que son los McClintocks. es muy fácil distinguir a un McClintock: llevan todos una libretita de tapas negras llena de números de teléfono. si tienes teléfono, cuidado. la peste se apoderará de tu teléfono, asegurándote primero que no es conferencia (lo es) y luego empezará a descargar su interminable y venenosa perorata en el oído del desdichado oyente. esos tipos peste-McClintock son capaces de hablar horas, y aunque intentes no escuchar es imposible no hacerlo y sientes una especie de melancólica simpatía por el pobre individuo que está al otro agónico extremo del hilo.
Quizás algún día se construya, reconstruya, el mundo, de modo que la peste, en virtud de la generosidad de sistemas claros y vida decente no sea ya la peste. existe la teoría de que crean la peste cosas que no deberían existir. mal gobierno, atmósfera viciada, relaciones sexuales jodidas, una madre con un brazo de madera, etc. nunca sabremos si llegará o no la sociedad utópica. pero de momento aún tenemos esas áreas jodidas de humanidad con las que hay que tratar: las hordas del hambre, los negros los blancos y los rojos, las bombas que duermen, las orgías públicas de los hippies, los no tan hippies, Johnson, las cucarachas de Albuquerque, la mala cerveza, la gonorrea, los editoriales apestosos, esto y lo otro y lo de más allá, y la Peste. la peste aún está aquí. yo vivo hoy, no mañana. mi utopía significa menos peste AHORA. y estoy seguro de que me gustaría oír tu historia. estoy seguro de que cada uno de nosotros soporta uno o dos McClintocks. puede que me hicieses reír con tus historias sobre la McClintockpeste. ¡coño, ahora me doy cuenta!!! ¡NUNCA HE OÍDO REÍRSE A UN MCCLINTOCK!!!!
Piénsalo.
Piensa en todas las pestes que hayas conocido y pregúntate si se han reído alguna vez. ¿Se han reído?
Ahora que lo pienso, no es que yo tampoco me ría gran cosa. no puedo reírme más que cuando estoy solo. ¿habré estado escribiendo sobre mí mismo? una peste apestada por pestes. piénsalo. toda una colonia de pestes retorciéndose y clavando colmillo y haciendo sesenta y nueves. ¿haciendo sesenta y nueves? encendamos un cigarrillo y olvidemos el asunto. hasta mañana. mañana te veo. metido en una caja de trapos y tocando tetitas de cobra.
– Hola. ¿no te desperté, verdad?
– Ajá, no creo.
Fragmento de: «La máquina de follar»- Charles Bukowski
Divagaciones de la cotidianidad.Todos tenemos esa relación q siempre nos hace creer,pensar que en este mundo existen mucha estupidez, más de la que podría ser mediana mente soportable..