Título: Moby Dick
Autor: Herman Melville
Editorial: De Bolsillo, 2009
Los animales tienen y han tenido una presencia y rol importantes –no por decir capitales– en la historia de la literatura. No solo como figuras u objetos llamativos y estrambóticos de mera alegoría, sino como símbolos perfectos en sí mismos que ayudan, con su salvaje naturaleza, a comprender la condición del hombre, su relación con el mundo y con el destino. Moby Dick es una novela que ahonda en este tema y en otros tantos que mantendrán al lector en vilo a través de sus páginas.
«Yo la perseguiré al otro lado del cabo de Buena Esperanza,
y del cabo de Hornos y del Maelstron noruego,
y de las llamas de la condenación.
Para esto os habéis embarcado, hombres, para perseguir a esta ballena blanca
por los dos lados de la costa
y por todos los lados de la tierra,
hasta que eche un chorro de sangre negra».
Por:
Alex Rivera de los Ríos
Moby Dick es una novela de argumento excesivamente conocido y, sin embargo, muy poco comprendida. La historia, que es contada en primera persona por un joven llamado Ismael, es esta: el capitán Ahab está obsesionado por dar captura a Moby Dick, una extraña ballena de piel blanca que, durante un intento anterior de captura, le arrancó una de sus piernas. Para esto, recorre todos los mares del mundo a bordo del Pequod, nave ballenera que finalmente sucumbe a consecuencia de un letal ataque de la ballena blanca (también llamada Leviatán en muchas partes del libro).
La brillante construcción y la bien calibrada prosa que Melville teje a lo largo del libro –“un logro fuera de lo común”, afirma el prestigioso crítico Harold Bloom–, han hecho de Moby Dick un clásico mundial y libro de obligada lectura en todas las universidades donde se enseñe literatura. Aunque el contexto de la novela aborda distintos temas y pasajes –llegando incluso hasta los rigores de la cetología–, su núcleo y motor es la locura y obsesión del capitán Ahab, quien ve en Moby Dick la fuente misma de todos los horrores, males y sufrimientos de este mundo.
Ahab quiere ver muerta a la ballena, y no le importa arriesgar su vida con tal de conseguir su objetivo. Cada vez que la mira nadando a lo lejos o simplemente cree que la mira, prepara los arpones, motiva a los marineros y, a pesar de su discapacidad física, se monta en los botes para ir tras ella. No duerme por las noches, camina de manera incesante por la cubierta esperando cualquier señal, habla solo; en general, se puede decir que Ahab ha perdido todas las características propias de los seres humanos: caridad, solidaridad, esperanza, amor por los demás y por sí mismo. Ha renunciado a todo por seguir a la ballena. Sin embargo, durante las escasas luchas que libra contra el Leviatán, no logra siquiera hacerlo sangrar, mucho menos provocarle temor o ira. Su lucha fluctúa entre dos figuras determinantes en el libro: la heroicidad y la insensatez. Es heroica la lucha de Ahab porque busca borrar el mal de la tierra, matar al mal supremo representado en la ballena y, de ese modo, cumplir con la premisa y naturaleza humana: actuar en función del bien y de ese modo conseguir la felicidad. Matar, pues, es el bien que busca el capitán. Y es insensata su lucha porque, en el fondo, sabe que no ganará nunca, que la ballena es mucho más poderosa que él y su tripulación, que esa es una pelea perdida desde el inicio, inútil y vana como la vida misma, pero necesaria.
“Entonces, ¿qué es o qué simboliza finalmente la ballena?”, me pregunté no bien cerré el libro. Al igual que yo, muchos se han planteado esta pregunta. Algunos afirman que Moby Dick representa a la sociedad (agitada, movible, compleja), otros dicen que simboliza al mundo (enorme, rodeado de agua, violento). No obstante, yo hice mi propia interpretación. Luego de meditar mucho, llegué a esta maniquea conclusión: Moby Dick es Dios mismo. Sí, como lo escuchan: Dios, ese ser incomprensible, lejano, al que imaginamos puro y blanquecino como las nubes, a veces ilógico, a veces irremediablemente racional, también impredecible, descomunal y, cómo no, feroz como las bestias mismas. Dios representado en un animal: es decir en una más de sus creaciones, sin duda la más inferior si la comparamos con el ser humano. Si en verdad fuera así, me dije, estaríamos ante algo inaudito: ante el libro que exalta la obsesión del hombre por matar al creador absoluto. Es decir, la novela total. Estaríamos, en definitiva, presenciando la mayor y más increíble aventura jamás emprendida y escrita por un hombre: la cacería de Dios.
No obstante, Moby Dick no es más que eso: una gran aventura. Una aventura que acaba en nuestras manos después de terminar de leer la última línea del libro. Una ficción que, como todas, se limita y tiene un obligado fin. Y que sin embargo, aunque es una aventura que concluye, se vuelve realidad: una realidad imperecedera en nuestras mentes y anhelos. Una realidad imaginada que nos libera y nutre. Y yo me pregunto: ¿Acaso no es el fin principal de las ficciones hacer realidad aquellas aventuras que nosotros, simples mortales, creíamos imposibles?
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