Por Luis Loayza
Sé que cuando voy por la calle y un conversador se inclina al oído de otro y disimuladamente me señala, está diciendo que soy el avaro. Sé que cuando llega un traficante de telas o mujeres o vinos y pregunta por los hombres de fortuna, me nombran pero añaden: «no comprará nada, es avaro». Es verdad que amo mis monedas de oro. Me atraen de ellas su peso, su color —hecho de vivaces y oscuros amarillos—, su redondez perfecta. Las junto en montones y torres, las golpeo contra la mesa para que reboten, me gusta mirarlas guardadas en mis arcas, ocultas del tiempo. Pero mi amor no es sólo a su segura belleza. Tantas monedas, digo, me darán un buey, tantas un caballo, tierras, una casa mayor de la que habito. Con uno de mis cofres de objetos preciosos puedo comprar lo que muchos hombres creen la felicidad. Este poder es lo que me agrada sobre todo y el poder se destruye cuando se emplea. Es como en el amor: tiene más dominio sobre la mujer el
que no va con ella; es mejor amante el solitario.
Voy hasta mi ventana a mirar, perfiladas en el atardecer, las viñas de mi vecino; la época las inclina hacia la tierra cargadas de racimos apetecibles. Y es lo mejor desearlos desde acá, no ir y hastiarse de su dulce sabor, de su jugo.