Suele decirse que los sucesivos traslados de casa a lo largo de la vida no estimulan el afán acumulativo sino lo contrario, pues resultan ser ocasiones propicias para satisfacer la necesidad de reemprender el camino cada vez más ligero de equipaje… Se dice también que si cada traslado es como un pequeño naufragio el último es lo más parecido a un incendio del que escapas con lo puesto y lo que buenamente te quepa en las manos.
Las víctimas tradicionales de los traslados suelen ser esas bibliotecas reunidas a lo largo de toda una vida y que a partir de un momento determinado dejan de ser un orgullo para convertirse en una pesadilla, y quienes hayan vivido la experiencia de intentar donar sus libros a una universidad, una biblioteca pública o a un museo saben hasta qué punto es acertado hablar de pesadilla.
La existencia de esos ingeniosos dispositivos electrónicos de almacenamiento y lectura de textos, o la relativa facilidad de acceso a los fondos informatizados de las mejores bibliotecas del mundo (hablo por ejemplo de la British Library de Londres o la Biblioteca Pública de Nueva York), no acaban de ser un sustituto satisfactorio de la biblioteca propia, pero al menos palian en parte la angustia que se siente en casa al levantar la mirada y ver unas estanterías casi vacías.
Pero hablo de estanterías “casi vacías” porque hay libros que parecen resistirse a quedar atrás, y al mirar hacia donde solía estar la literatura castellana compruebo que por ejemplo siguen ahí los familiares ejemplares de El Quijote (en la edición de Francisco Rico para Crítica), la Fundación del Monasterio de El Escorial, de fray José de Sigüenza (Aguilar) o Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo ( Biblioteca Castro, transcripción de Carmelo Sáenz de Santamaría). También siguen juntos, casi hombro con hombro, Antonio Machado (Espasa Calpe), Rafael Sánchez Ferlosio (Destino) y Juan Benet (Destino, La Gaya Ciencia, etcétera), tres autores que según pasan los años aumenta mi convicción de que el suyo es un solo discurso interpretado a tres voces que se complementan, matizan y enriquecen mutuamente.
Por lo que advierto al revisar mis existencias, más que una azarosa acumulación de pecios lo que permanece son esos autores con los que se establecen relaciones de por vida
También me reconforta comprobar que siguen ahí el Tesoro de la Lengua, de Cobarruvias (Turner), El Dioscórides revisitado, de Pío Font Quer (Labor) y el Diccionario Duden (Juventud). Cada uno a su manera esos libros me siguen siendo imprescindibles y por eso figuran entre los (valientemente) defendidos contra los embates externos, al igual que libros de viajes como Eothen, de William Kinglake (Editorial Fama), o novelas como El cielo está rojo, de Giuseppe Berto (Janés) y Max Havelaar o Las subastas de café de la Sociedad Comercial Holandesa, de Multatuli (Los libros de la Frontera). Los tres han pasado tantas pruebas de selección que empiezo a estar convencido de que saltan por sí mismos a las cajas de embalaje en cuanto las ven aparecer por casa.
Por lo que advierto al revisar mis existencias, más que una azarosa acumulación de pecios lo que permanece son esos autores con los que se establecen relaciones de por vida (sin ir más lejos Homero, Horacio o los inagotables Sonetos de Shakespeare entre otros muchos) o bien porque se trata de ediciones excepcionalmente bien hechas y materializadas en un soporte agradable a la vista y al tacto, como pasa por ejemplo con los Ensayos, de Montaigne, en la edición que Jordi Bayod Bau preparó en 2007 para Acantilado bajo la atenta mirada de Jaume Vallcorba. Sea cual sea la página que elijas, el libro se abre como quien ofrece un abrazo fraterno y encima su contenido siempre ofrece algo que parecía no estar ahí la última vez que lo visitaste.
De mis contemporáneos son inevitables Javier Marías y Eduardo Mendoza; me interesan mucho, y creo que todavía están por dar lo mejor, Ignacio Vidal-Folch y Jordi Ibáñez, pero considero excepcional el Diccionario de las Artes, de Félix de Azúa (Anagrama), uno de los exponentes más lúcidos de la atormentada sensibilidad artística del siglo XX. Como le pasa al Dioscórides de Font Quer, es un libro de alguien que no sólo sabe de lo que habla sino que encima escribe bien, lo cual hace que leerlo sea un verdadero regalo. El mexicano Jorge Ibargüengoitia, sobre todo con novelas como Las muertas o los relatos de Revolución en el jardín, es un buen ejemplo de lo que cuesta que salga otro buen escritor capaz de ocupar dignamente el lugar de los caídos. También Argentina parece a la espera de nuevos aires, aunque primero César Aira y ahora Patricio Pron ya han dejado atrás la categoría de promesa, y en especial los relatos de La vida interior de las plantas de interior, o la novela El comienzo de la primavera (ambos de Patricio Pron y ambos en Mondadori).
Entre los anglosajones me ha sobrevivido casi íntegra la producción de Thomas Pynchon (Tusquets Editores) con una reiteración que antes solo me había pasado con Faulkner. En cambio, con gente como Philip Roth, Cormac McCarthy, Don DeLillo, David Foster Wallace o Jonathan Franzen mantengo esa relación que en política se llama de “puerta giratoria” porque cada vez que los pierdo vuelven a mis manos debido a la insistencia de los editores por mantenerlos en el escaparate. Ojalá pasara lo mismo con los irlandeses, unos narradores que se pueden leer casi a ciegas por la gran calidad de sus representantes.
Y ahora rarezas: por diversos conductos me llegaron unos cuentos excelentes de Marina Perezagua titulados Leche y que al final encontraron un hueco en Los libros del Lince. Pero también tengo manuscritos de novelas de gente joven y animosa como Jaime Royo-Villanova, Antonio Mercero Santos o Leonardo Cano que pese a su calidad no encuentran quien crea en ellos. Y ahí los tengo, en manuscrito y en plan anónimo porque, por lo que me dicen, no es bueno airear sus títulos antes de tiempo. Por si las copias.
Tomado de: El país