Por:

Ulises Gutiérrez Llantoy

Mamá lloraba. El autobús de Papá se había desbarrancado en las escarpadas carreteras de Pazos hacía unos meses y el costo de afrontar el sepelio de los muertos, la curación de los heridos había acabado con nuestro capital, nos había dejado en banca rota, forzándonos a abandonar Huancayo, obligándonos a retornar a Colcabamba y, por si aquello no fuera suficiente, nos habían robado. El camión que traía nuestras pocas pertenencias acababa de descargar en la puerta de nuestra nueva casa y entonces nadie sabía explicar en qué momento el tocadiscos, la máquina de coser, las últimas cosas de valor que aún nos quedaban, habían desaparecido. ¡Mí máquina! ¡Mi tocadiscos!, lloraba mamá y ya no había nada, nada qué hacer.

Los veinte tomos de El Tesoro de la Juventud, las enciclopedias del Quillet, los volúmenes del diccionario enciclopédico ilustrado Sopena y la carga de los libros, en cambio, estaban intactos. Refundidos en el fondo de unos cajones, los ladrones los habían ignorado y eran parte de las pocas cosas que aún permanecían con nosotros. Durante los cuatro años que viví mi niñez en aquel pueblo, el tiempo que papá tardó en recuperarse, al mismo tiempo que descubría el mundo quechua, aquellos libros fueron mi mejor y más grande compañía. Entre el canto de los chiwillos, entre las chacras de papa y maíz, entre los cañones del Mantaro, gracias al Tesoro de la Juventud, las enciclopedias Sopena, podía ir de El Principito al teorema de Pitágoras, de la caída de Roma a las leyes de Newton, pasar por los viajes a la luna, la reproducción de las mariposas, las guerras de independencia americana, terminar entre las fábulas de Esopo.

No recuerdo donde terminaron al final, debimos haberlos perdido en una de nuestras tantas mudanzas; pero los recuerdo hoy, hoy día del libro porque fueron los primeros que leí y porque en aquella niñez andina, verde y sin televisión me enseñaron que el mundo era inmenso, ancho y ajeno. Y redondo.

* Tomado del muro personal del autor

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