Por George Steiner

Desde el principio ha sido un asunto sucio. Los primeros espías de los que tenemos constancia fueron enviados secretamente por Josué a Jericó. La segunda historia de espionaje, más antigua aún, es la del Libro X de la Ilíada. Se trata de un sórdido episodio de penetración y contrapenetración durante la noche, que concluyó con una silenciosa carnicería. De manera muy apropiada, los estudiosos consideran el relato como un añadido posterior, un pasaje melodramático que no se debe a Homero. Sin embargo, la fascinación del género es perenne. En la primera literatura americana madura de ficción se encuentra El espía. En esta novela, James Fenimore Cooper que da con un típico motivo moderno: el del doble agente real o supuesto. En el contexto de la Revolución americana, con su frecuente parentesco entre adversarios, la ambigüedad del agente secreto estaba presente casi por definición. Así sucedió de nuevo durante la Guerra Civil americana, cuyos correos y mensajeros de inteligencia clandestinos encarnaron en sus propias personas y turbios azares el desgarrón de la lealtad dividida.

El oficio de espiar se basa en la intimidad con la parte a la que se espía. El agente debe pasar inadvertido en la ciudad enemiga. El que rompe el código introduce subrepticiamente su propio ser en el laberíntico corazón del codificador. Atrapado en la red críptica de su propia «pantalla», puesto al descubierto, despojado de su máscara, al agente secreto se le ofrece muchas veces la escapatoria de una segunda traición. Ahora empieza a trabajar para sus captores, aunque al parecer conserva su lealtad. Como se suele decir, le han «dado la vuelta».

(…)

Sin embargo, hay numerosos casos en los que ninguna de las partes del mutuo engaño puede estar nunca segura de dónde está al final la verdad o la falsedad del agente. Un aparente espía doble escarba irremediablemente en el laberinto de sus propios propósitos ocultos. ¿Recuerda el espía mismo, como opina Joseph Conrad en El agente secreto, dónde están sus lealtades?

A esta pregunta, que puede considerarse simbólica de las incertidumbres de la identidad humana, de las capacidades para el autoengaño y el olvido selectivo que hacen que los hombres se tambaleen o tropiecen cuando descienden por la escalera de caracol del yo interior, el espionaje del siglo XX y la literatura de ficción dan una nueva respuesta.

Hasta el agente triple, que vende a sus dos empleadores a un tercer postor, hasta el más venal y camaleónico de los mirones (espiar, «mirar secretamente», es el arte del voyeur) tiene una adhesión suprema. En la nauseabunda hora antes del amanecer, cuando espera la decorosa llamada del torturador a la puerta, es leal a su profesión, a la tela de araña que tejen en una común intimidad de desconfianza todos los agentes, todos los hombres de la cámara en miniatura en gabinetes de archivo sin iluminación, sea cual sea la bandera bajo la que ejercen su oficio. Ningún espía quiere surgir del frío. Su único hogar es la tundra de la tarea compartida y su única fraternidad es la de la estima profesional, como la que hay entre perseguidor y perseguido.

(…)

En El factor humano, Graham Greene demuestra que es, desde hace mucho, un maestro de la política de la tristeza. En esto es heredero de Conrad, cuyo desolado epitafio toma la nueva novela: «Solo sé que aquel que forma un vínculo está perdido. El germen de la corrupción ha entrado en su alma». Maurice Castle (el nombre señala a Forster y a Kafka) ha formado un vínculo. Ama a Sarah, su esposa negra, y a Sam, su hijastro negro. La huida de ambos de Sudáfrica, de las leyes raciales que hubieran hecho imposibles la vida juntos y el matrimonio, fue una artimaña peligrosa. No podría haber salido adelante sin la ayuda de Carson, misteriosamente asesinado en una cárcel sudafricana, y de sus compañeros contrarios al apartheid, entre ellos los comunistas. Esta deuda une más a Castle con Sarah. Honra dicha deuda deshonrando la confianza depositada en él y su propio cargo. Es un agente doble.

Castle ocupa un hueco moderadamente alto en un polvoriento rincón sin futuro en los servicios secretos británicos. Mantiene bajo triste vigilancia las antiguas colonias africanas. Detesta las políticas sudafricanas y pasa a sus contactos soviéticos toda información que pueda ayudar a inhibir la expansión del apartheid y una mayor represión de la resistencia liberal e izquierdista en el interior de la propia Sudáfrica. Cuando Sarah habla de «nuestro pueblo», él experimenta una momentánea sensación hogareña más inmediata, más vital para su corazón de hombre que va entrando en años, que la que le producen el hecho de haber nacido inglés o sus funciones oficiales. Se detecta una filtración en el departamento de Castle. El contraespionaje sospecha que hay un «topo», la palabra que se utiliza para designar a un traidor en el propio centro secreto, alguien que excava desde dentro y trabaja bajo el mandato de una organización de espionaje extranjera. La lógica de la sospecha, fortuita al principio, luego mentirosamente coherente, señala a Davis, el segundo de Castle, disperso y un tanto descuidado. El coronel Daintry quiere pruebas sólidas antes de proceder, pero el doctor Percival, que cuida de los problemas de salud en la «empresa» (el equipo de espías), es menos sentimental. Davis muere envenenado.

Entretanto han ordenado a Castle colaborar estrechamente con el mismo hombre de los servicios secretos sudafricanos que antaño los acosó a él y a Sarah. «Tío Remus» es el nombre en clave de uno de los planes antisubversión y para mutuo provecho con los que Sudáfrica y Estados Unidos persiguen sus comunes intereses contra los rojos. Castle transmite un último dossier de información crucial y, sabiendo que los zapadores se le están acercando, aprieta el botón de eyección. Es sacado en secreto de Inglaterra. Al final de la novela, la línea telefónica que, por unos momentos, le había traído la voz de Sarah enmudece. Se nos deja inferir que pasará un tiempo muy frío antes de que Castle vuelva a verlos a ella y a Sam. En el limbo de su piso de Moscú, lee Robinson Crusoe. ¿Cuánto tiempo estuvo el marinero abandonado en la soledad del recuerdo? «Veintiocho años, dos meses y diecinueve días…». Pero Moscú es una isla más remota.

Durante toda la novela estamos en la atmósfera austera y amortiguada que Greene ha hecho suya. Hay un tono terminal. Castle es estéril. Los espías y contraespías británicos actúan desde una base de poder o relevancia drásticamente disminuidos. Los sueños del marxismo se han convertido en una pesadilla o enranciado en una serie de gestos y metáforas tan vacíos y tan corrosivos como los del liberalismo clásico occidental. (Aquí Greene se muestra todavía más desencantado que Le Carré, que hizo del «centro ausente» un elemento constante de sus argumentos). El brío que pueda haber aquí se halla en la deliberada brutalidad de BOSS (la agencia de espionaje sudafricana) o en la distante prepotencia de la ingenuidad americana. En Daintry, el elevado código del caballero y el funcionario público inglés se ha desvanecido convirtiéndolo en un inútil. (La única jugada chispeante del libro muestra a un titubeante Daintry derrotado por su autoritaria esposa, de la que llevaba largo tiempo separado, en relación con el matrimonio de su hija con un hombre de inferior categoría social). En el doctor Percival, este mismo código se ha corrompido convirtiéndolo en un asesino indiferente.

De los desvaídos clubs de St. James’s, de las librerías con sus secciones de literatura erótica, de los suburbios empapados en whisky, Greene hace imágenes de toda una sociedad que avanza sin resuello hacia algún futuro vagamente repugnante, visión esta que estaba ya en sus rudimentos en Brighton Rock, de 1938. Una conversación entre Castle y Davis, en el relato, es expresiva del sarcasmo en clave menor de la novela en su totalidad:

—¿Cuál fue la información más secreta que has tenido nunca, Castle?

—Una vez conocí la fecha aproximada de una invasión.

—¿Normandía?

—No, no, solo las Azores.

Es magistral ese «aproximada».

Pero aunque se trata de una obra enjuta y excelentemente controlada, no es uno de los grandes logros de Greene. El texto está repleto de referencias a sí mismo. Se pide al lector que dé cuerpo a la abreviatura que usa para describir motivos y personajes mediante la rememoración de episodios muy similares, fragmentos de diálogos, impulsos de pathos en Nuestro hombre en La Habana y El cónsul honorario. Como tantas veces en Greene, el tratamiento del amor conyugal, capital en la traición de Castle, es irregular. El diálogo entre Sarah y Castle se vuelve acartonado; su dolorosa intimidad se asevera, no se hace realidad. Son las estampas rápidas las que destacan: Bellamy (Philby) de visita en la casa moscovita de Castle.

El motivo más interesante, con mucho, de El factor humano es la sugerencia de Greene de que tanto el catolicismo romano como el espionaje proporcionan un instrumento de verdad y alivio que ni el protestantismo ni el racionalismo secular (su fatídica progenie) pueden igualar. Tiene que haber una escondida escucha del alma; tiene que haber oyentes ocultos con poder para reprender y consolar. El agente que informa a su control y el católico que se arrodilla ante el confesor están en el mismo y peligroso barco. Pero en esa travesía, con su desnudamiento del espíritu, con su aquiescencia a las labores penitenciales, está la solidaridad. Greene insiste en el paralelismo. Castle vio en cierta ocasión a un auténtico sacerdote, un servidor de Dios que atendía a la gente en las chabolas de Soweto, y sabe que el comunismo tiene también rostros humanos, que alguna última verdad de la visión comunista ha sobrevivido a Praga y a Budapest lo mismo que el catolicismo ha sobrevivido a los Borgia. Y en la escena crucial del libro, una escena que se escribió recordando de forma explícita la mejor obra de Greene, El poder y la gloria, Castle, que no pertenece a ninguna Iglesia, trata de robar los consuelos del confesonario. Como Kierkegaard, Greene sabe que el más solitario de los hombres es el que no tiene ningún secreto, o, más exactamente, el que no tiene nadie a quien revelar un secreto. Así, en toda traición hay una extraña comunión y una teología que se refleja en la misteriosa exhortación de Lear a Cordelia: seamos «espías de Dios» y cantemos como los pájaros en su jaula.

La idea tiene su oscuro hechizo, como lo tienen las fantasías de identidad clandestina con las que tantos de nosotros reforzamos nuestros sueños diurnos. Es el pobre Davis el que descubre el pastel: «Qué profesión más estúpida es la nuestra» (donde «profesión» conserva, como sucede siempre en Greene, la fuerza de sus raíces etimológicas). Pero es precisamente la conciencia de esto lo que evitan Greene, Le Carré y su populosa tribu. Hay artilugios de los que se rumorea que son capaces de detectar el calor del tubo de escape de un carro de combate a más de veinte kilómetros. El periodismo de investigación y el ethos, ahora universal, del cotilleo inundan los quioscos de prensa con información de alta seguridad. Hay revistas populares que contienen diagramas de cómo montar una bomba nuclear. ¿Hay algo genuinamente nuevo o decisivo entre las cosas que los espías venden a sus clientes? ¿Necesitó Josué cuatro ojos encubiertos para enterarse de que Jericó tenía murallas y de que sus moradores no acogerían favorablemente la invasión? Puede que toda la industria del espionaje se haya convertido en un juego fatuo, en una rayuela homicida dentro de una casa de espejos.

«Ojalá todas las mentiras fueran innecesarias», confía Castle a Boris, su control soviético. «Y ojalá estuviéramos en el mismo lado». Tal vez lo estemos, y tal vez Greene nos esté susurrando que, sin embargo, es el lado perdedor.

Publicado el 8 de mayo de 1978 en «The New Yorker»

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