(CUENTO) Entre hacer un pequeño servicio que apenas labre huella en la memoria del beneficiado o un grave daño que le deje profundo recuerdo, elegid lo segundo. Os contaré lo que me sucedió una tarde de invierno con un pobre hombre llamado Vassielich.
Os juro que yo soy bueno, que soy un buen padre de familia, pero solo en la época en que hay sol en este cielo brumoso. ¡Oh!, la bruma invernal me hace daño y me convierte en malvado. Si yo fuera, poppe, en verano rendiría culto a Dios, pero en invierno le volvería la espalda y me entregaría a darle gusto al diablo. En el invierno le amo, siento que se introduce en mí ser, que estruja mi espíritu y aviva el fuego de mis malos instintos: entonces me siento nihilista, capaz de ser ladrón y asesino; lo rojo me excita, y lo afilado y lo agudo me fascinan. Cuando llega la época de las primeras nevadas, mi mujer me dice: «Marcof, padrecito mío, ya las malas ideas comienzan a fulgurar en tus ojos. Ya viene el tiempo en que no vives sino gruñendo y blasfemando, en que nos aporreas a tus hijos y a mí. Mira, no te alejes de la estufa, porque el hielo te hace malvado… » Pero decía hace poco que iba a referiros una aventura que tuve: ya lo había olvidado.
Escuchadme: Iba yo una tarde caminando, con mi pipa en la boca, por un largo y estrecho puente.
Un carretero sordo llamado Vassielich seguía el mismo camino que yo, conduciendo en su carro más de veinte canastos de pescado fino, que diferentes dueños le hablan comisionado que llevara al mercado para la venta del siguiente día. El carro, a causa de la curvatura del puente, se inclinaba hacia el borde derecho, pero no había peligro de que cayese, porque el pretil era suficientemente alto para impedir la caída. Con todo, hubiera querido darle un buen susto a Vassielich.
Creedme que no soy malo, pero deseaba con toda mi alma darle un susto, aunque no fuera sino arrojarle con carreta y todo al río, De repente, la cuerda que sujetaba los canastos rompió o desató … A fe que sentí un vuelco en el corazón. El puente es estrecho y largo, el carro caminaba despacio y saltaba mucho, el suelo del puente tiene una inclinación sensible del centro hacia los bordes… A los pocos segundos, ¡pum!, uno de los canastos se desprendió, cayó pesadamente sobre el pretil y desde allí se precipitó al río. Lo vi caer y una voz muy débil murmuraba dentro algo así como: «avisa a ese infeliz carretero que su carga se va al río». Pero el invierno me’ gritaba más alto: «cállate, hombre, y limítate a mirar, ¿no es curioso y entretenido ver caer veinte canastos, uno detrás de otro, como una manada de estúpidos carneros?» Y la verdad es que preferí esto. Cierto que Vassielich, un buen hombre que jamás me había hecho daño alguno, iba a sufrir mucho con esta desgracia, pero ¿a mí qué me importaba?, ¿perdía yo algo con el desastre de Vassielich? No; al contrario, ganaba una diversión durante el trayecto del puente, que tiene unos cien metros de largo-. Callé y vi caer la segunda canasta, luego la tercera y la cuarta, y la quinta y otras muchas.
El pobre Vassielich, sea porque fuera sordo, o porque iba distraído, no advirtió el ruido delicioso de los canastos al romper la superficie ondulosa del río, haciendo saltar chorros de espuma. El caballo advirtió mejor lo que pasaba, pues, al sentir el carro menos pesado, aligeró el paso. Cuando llegamos al término del puente, corrí hacia la carreta:
– ¡Eh, Vassietich, amiguito!
El carretero no me oía; tuve que avanzar más y tocarle la pierna con el extremo de mi pipa, gritándole:
– ¡vassietich! ¡Vasslelich! -¡Eh!, ¿qué deseas? Tengo prisa…
– ¡Ay, padrecito, no la tengas ya! Vaya comunicarte una gran desgracia.
– ¡Dios de Dios! ¿Ha muerto Ivanowna, mi mujer?
– No, te juro que no; es algo peor y de más trascendencia social.
– ¿Ha muerto el Zar?
– ¿Eh? ¡Así reventara!… -Habla, habla… -Pues, detén el carro, que es algo grave lo que vaya decirte.
– Pero… está anocheciendo y tengo prisa de llegar a la ciudad.
– No la tengas ya.
– ¿Por qué? Habla. ¡Dios de Dios! -exclamó Vassielich impaciente deteniendo el carro.
Yo encendí lentamente mi pipa, que se había apagado:
– Te decía, padrecito, que no tuvieras ya prisa en ir a la ciudad… Verás si tengo razón.
– ¡Maldición! Pero ¿por qué?
– Porque… Créeme que me duele decírtelo, padrecito. Óyeme bien: no debes apresurartex porque, porque el señor río se ha engullido, bocado tras bocado, tus canastos de peces. Soy testigo ocular. Te aconsejo que otro día hagas uso de cuerdas más fuertes. Vassielich volvió el rostro violentamente y al asegurarse de su desgracia se puso horriblemente pálido, luego enrojeció y apeándose de la carreta se asomó al río. ¡Eh, amigo!, ¿Buscas los agujeros que hicieron los canastos al atravesar la superficie? Ya se taparon. Vassielich se puso a llorar; no tenía dinero con qué pagar; le embargarían sus cosas. Ivanowna y sus hijos sufrirían miserias espantosas, y si no alcanzaba a pagar toda la deuda, le meterían en la cárcel. ¡Y el invierno que era tan crudo! El pobre sordo lloraba amargamente. ¡Era cosa de matarse!
– ¡Sí, padrecito, es cosa de matarse! -afirmé yo con acento filosófico. Y, en efecto, creí que iba a arrojarse al río de cabeza, pues asomó el cuerpo por el pretil. Abrí los ojos desmesuradamente para ver con toda mi alma el chapuzón. Quizás el caballo por una de esas asombrosas fidelidades de que hablan las historias se precipitaría también arrastrando consigo el carro. Y si no lo hacía yo le obligaría a ello. El puente estaba solitario y la ciudad distaba dos verstas. Pero no, lo que hizo Vassielich fue ponerse a gritar y a maldecir su suerte… Se «desvaneció mi esperanza, e irritado por la estupidez de ese carretero que por un cobarde amor a la vida no cumplía con su deber, le dije sonriéndome:
– Pude avisarte, padrecito, desde que vi caer el primer canasto. Más ¿para qué? Mañana habrías olvidado el favor que te hacía: en cambio, cuando te lleven a la cárcel, y tu mujer y tus hijos lloren en la miseria, te acordarás de mí, cierto que para maldecirme, pero te acordarás…
Vassielich no me respondió, sea porque no me oyera, sea porque estaba aturdido con su desastre.
Me encogí de hombros y proseguí mi camino, fumando mi pipa. Después de todo, el sitio de los peces era el río y no los canastos. He restablecido, pues, el equilibrio de la naturaleza.