(CUENTO) Hace dos horas que él debió llegar a casa y ya estás desesperada: la televisión no te distrae, la música que elegiste para esa solemne ocasión no tiene sentido sin él y nunca te gustaron las canciones de las emisoras de radio. Has intentado varias veces retomar el fascinante libro de autoayuda que estás leyendo, pero tras cada párrafo terminado tu mente volvía a salir de casa, como si aquél renglón vacío fuera una ruta de escape para tu trastornada imaginación.
Qué más puedes hacer ya. Sabes que salió del trabajo a la hora de siempre, porque así te lo confirmó su secretaria. Te comunicaste con los de recepción, aun sabiendo que él se molestará cuando se entere. ¿Qué le dirás, que te preocupaste hasta el punto de querer tomar esas pastillas nuevamente? Sabes que eso no funcionará. Mejor justificación es decirle que hiciste esas llamadas, porque él no contestaba su celular. “Seguramente se te agotó la batería”, le dirás. “¡Cuándo se te quitará esa maldita costumbre de no recargarlo a tiempo!”, le reclamarás. Pero eso será cuando llegue, cuando cruce esa puerta blanca que de tanto mirarla parece que se va a abrir. Por ahora sólo te queda esperar. ¿Llamar a sus amigos, a sus amigas? No, empeorarías las cosas. Respira profundo, abre las ventanas de la salita, que ingrese aire fresco, mira la calle a través de ella, distráete con la gente que va y viene. Juega desde la altura a inventar historias con las personas que aguardan en el paradero, que transitan, que conversan. Claro, eso te hace recordarlo porque solían hacerlo juntos, pero qué otra cosa puedes hacer. Tienes que concentrarte, esforzarte para que pasen los minutos sin que te des cuenta. Ya no debe de tardar.
Está haciendo frío. Mejor cierras las ventanas. No pudiste construir buenas historias, pero al menos quemaste varios minutos. ¿Qué hora será? No quieres mirar tu reloj, ni el de pulsera que tienes puesto ni el de pared. Un movimiento descuidado de la cabeza y verás la hora. Has cerrado las ventanas y sientes nuevamente el vaho de tu casa, una fragancia dulzona, cálida, resultado de tu olor con el de él. Siempre tuvieron la curiosidad de saber cómo olería su casa, sobre todo él, tan especial en esas cuestiones, y tú tan complaciente. Ahora recuerdas que fue un error abrir las ventanas y exponerte a la intemperie. El aliento de la ciudad pudo desvanecer el aroma de tu cuerpo, tu esencia. Así que regresas a tu habitación oliéndote los brazos, la ropa, para comprobar si continúas oliendo a ti. Del closet, sacas un par de prendas frondosas y esta vez te untas solamente los brazos, el cuello, los senos, y luego hundes tu rostro en esa especie de enorme rosa marchita que sostienes con ambas manos. Te vas al espejo, te acomodas el cabello, el leve maquillaje y sales nuevamente a la salita. Pero ahora no puedes evitarlo: diez minutos para las diez. Te detienes en seco, sin embargo reanudas tu andar casi inmediatamente, pretendiendo fingir que no estás preocupada.
“¿Por qué no viene, por qué tarda tanto?”, balbuceas frotándote las manos. Has empezado a dar vueltas alrededor de la salita, tropezándote con los muebles. Empiezas a creer seriamente en una desgracia; no hay otra explicación. Él nunca se había demorado tanto, siempre había llamado para avisarte de alguna tardanza, porque sabe cómo te pones. Y hoy, que es una fecha especial (cumplen un año de casados), tenía que llegar en punto. En la mañana, antes que saliera a trabajar, le hiciste recordar la cena de esta noche, y él te sonrió como siempre: hasta hacer aparecer los hoyitos en sus mejillas. La noche anterior habían hecho el amor después de quince días y lo habían disfrutado mucho. Recuerdas que le dijiste que lo amabas tanto que tenías mucho miedo de ese amor. Después de eso volvieron a hacerlo pero ninguno de los dos concluyó: te quedaste dormida sobre el vaivén de su pecho creyendo que navegabas. Al despertar no lo encontraste en la cama y el leve hormigueo en el rostro cesó lentamente cuando escuchaste el chapaleo de la ducha. A los pocos minutos lo viste volver, cubierto en una diminuta toalla que apenas le llegaba al ombligo. Verlo así, de pie, secándose despreocupadamente y resoplando de frío, te despertó el deseo. Te incorporaste en la cama y le pediste que se acercara. Lo besaste de esa inconfundible manera y el no esperó que se lo pidieras. Abrió el cajón del velador y te arrojó el sobrecito reluciente. Mientras le encajabas el látex con la dificultad de siempre, él te olfateaba como un animal en celo y se embriagó con tu olor de la mañana. Tu cabello largo y oscuro era una selva espesa y él creía extraviarse en ella. Su nariz exploró cada fuente de olor antes de entrar en ti. “Nunca te bañes”, te dijo con su último aliento y terminó. Mientras se recuperaba sobre ti, sentiste miedo nuevamente. No podías evitarlo, y pensaste que estabas recayendo. Él volvió a la ducha con inusitada agilidad y desde la cama se lo dijiste: “No te olvides que esta noche cenamos juntos”. Él asomó la cabeza, sonriendo: “Cómo voy a olvidarlo”.
Más tarde fuiste al supermercado, de buen humor; almorzaste comida china y compraste todo lo necesario. Al llegar a casa, y antes de ponerte a cocinar, lo llamaste a la oficina para recordarle otra vez y él te contestó de buen talante, asegurando que llegaría temprano. Preparaste la comida que a él más le gustaba y era la que mejor te salía: qué coincidencia. Adornaste la mesa con mucha dedicación, dejando los platos vacíos listos para servir, y te diste cuenta que el miedo había desaparecido. Pusiste frutas en un par de bandejas, un candelabro para cada uno, apagaste las luces principales de la sala y encendiste las amarillentas de la pared. Programaste en el estéreo los temas con los que se enamoraron, cerraste las ventanas, apagaste la última hornilla de la cocina y te fuiste a vestir, sin bañarte. Sólo cuando empezaste a sentir hambre, mientras intentabas leer tu libro de turno, te diste cuenta que estaba tardando.
Entonces hiciste las llamadas venciendo el temor a provocar una discusión. Sabes muy bien que a él le disgusta la idea de que la gente sospeche lo que tienes. Desechaste la idea de las pastillas cuando pasó una hora de espera y trataste de ver la televisión. No había nada que te distraiga. Apagaste el artefacto y encendiste la radio, en un último intento por calmarte. Nada, no lo conseguías. Te acercaste a la mesa y decidiste apagar las velas, derretidas hasta la mitad. Recuerdas que tu vela se apagó con facilidad, al primer soplo, mientras que la de él se resistía a morir. Soplaste dos veces, tres veces, hasta que, reuniendo una gran cantidad de aire, lograste apagar la llama.
Ya se han cumplido tres horas y ni cuenta te has dado de la nueva melodía del reloj. “No puede ser, no puede demorarse tanto”, dices con los ojos cerrados. Sabes que a lo mucho le toma una hora llegar desde el trabajo. Piensas en una infidelidad, pero esta idea carece de fuerza ante la falta de pistas, de antecedentes. Una cosa es segura: le ha pasado una desgracia y sabes que no puedes hacer nada. Tratas de convencerte de lo contrario, de hacerle frente a una idea que tiene más fuerza que cualquier otra y aprietas los dientes con amargura. Un escalofrío característico recorre tu espalda y sabes que falta muy poco, que estás al borde de la crisis.
Vas hasta la mesa, te apoyas en ella y observas los platos vacíos, los cubiertos y las copas, colocados cuidadosamente en perfecta simetría. Observas las uvas en la bandeja, los candelabros individuales que apagaste cuando la preocupación era apenas una tímida y dubitativa sombra en tus pensamientos. ¿Y ahora, cómo estás? Súbitamente te descubres allí, sola, en medio de la salita iluminada con el ámbar de las lámparas de pared, que horas antes daban al ambiente un aire de intimidad y sensualidad. De pronto, la insulsa melodía que emite el reloj hace brincar tu corazón y te avisa que ya van cuatro horas de inexplicable tardanza. Cierras los ojos y te sujetas fuertemente de la mesa porque sientes que el piso empieza a desaparecer. Tratas de controlarte en la oscuridad momentánea que tú misma te impones, pero sabes que no podrás superarlo. Está viniendo, contaminando tus pensamientos, entorpeciendo tus actos. Sin saber cómo relacionas la resistencia de la vela de su candelabro con su vida. Entonces te crees responsable de su desgracia, de su muerte, al apagar su vida con ese soplido final. Pronto empieza el vahído y haces un último intento: abres los ojos, te alejas con determinación de la mesa, inspiras tan profundamente que sientes una punzada en el pecho, exhalas lentamente y grande es tu desesperación al saber que no da resultado.
Entonces dejas de resistirte, soplas entrecortadamente a la nada y despides un quejido que materializa tu terror por primera vez. Una retahíla de suspiros, hipos y exhalaciones sin control sacuden tu cuerpo. Flotas hasta el sofá y te tumbas sobre él. Pareces una niña juguetona revolcándose distraídamente. Obvio, las lágrimas empapan pronto tus manos y nublan cada vez más tu visión. Has perdido el control de tu garganta que ahora produce sonidos guturales, y a la humedad de las lágrimas se suman tus mocos elásticos y transparentes. Ya sin darte cuenta, lloras ensordecedoramente y tu presión ha subido tanto que estás sudando. Arrodillada sobre la delgada alfombra, te asemejas a una momia: tu expresión de dolor y terror otorgan a tu acuosa mirada la inequívoca señal de la demencia. De tu campo visual han desaparecido los pequeños adornos, los cuadros, los artefactos e irremediablemente la salita completa. Sólo una frenética secuencia de imágenes distorsionadas se proyectan en tu desaforada imaginación, convirtiéndote en una privilegiada espectadora de cine gore. Así te explicas la tardanza de tu marido: asesinado por un asaltante, arrollado por un camión, cercenado por el volante de su propio auto, estrangulado por ti misma, suicidado porque se ha cansado de ti. Esta última imagen te aterra tanto que te impulsa a salir a buscar su cuerpo. Tu mente vuelve a la salita, triste, descolorida, sin gracia. Te incorporas y dando tumbos buscas su cuerpo por toda la casa, muchas cosas se caen y se salen de su sitio durante tu frenético recorrido. Resuelves que no está en la casa, sino en algún lugar de la ciudad. Pero lo amas tanto que no puedes resignarte. Lo tendrás de nuevo contigo, a tu lado, lo recuperarás y todo será diferente. Sonríes y ríes en una mueca que expulsa más mocos. Te precipitas a tu habitación, entras al baño y te lanzas contra el recipiente de los papeles. Lo destapas con desordenada ansiedad y empiezas tu búsqueda. Por unos segundos no encuentras nada, entonces vacías el contenido sobre el piso frío y, triunfante, rescatas un envoltorio de papel de entre los desperdicios. Te incorporas, agitada y jubilosa, desarmas el paquete amorfo y descubres una bolsita transparente, reluciente. Ya no lloras más pero sobre tus mejillas y ropas han quedado vestigios de la crisis. Ahora ríes, ríes y muerdes con voracidad la bolsita de látex. Le has hecho un orificio y rocías ese líquido espeso en la palma de tu mano derecha, mientras que con la otra te vas aflojando el pantalón.
A horcajadas y desnuda de la cintura para abajo, ríes y crees recuperado el amor, que te has dado una nueva oportunidad, que esta vez sí podrás vencer esa invulnerable enfermedad tuya. Arrojas el condón al inodoro y jalas la cadena. El escandaloso ruido no te permite oír cuando se abre la puerta, y por quedarte allí parada no puedes ver cuando él asoma muy serio, haciendo un esfuerzo por dibujar en su rostro, una mueca que produzca el par de hoyitos.
Mención honrosa en concurso El Cuento de las 2000 palabras, organizado por la revista Caretas.