Suena la campana y el espíritu de los niños huye por la puerta principal. Sin ellos, el colegio pierde su esencia y queda algo parecido a una ciudad fantasma; anotaciones en la pizarra, virutas de lápiz tajadas a la mala y un discreto pero agobiante olor a plumón, capaz de adormecer la mente de cualquier maestro cuyo tiempo deberá transcurrir en un silencio incómodo, apenas interrumpido por el ir y venir de los sobrevivientes que van en busca de un café en la sala común.
Por:
Gianfranco Hereña
Nada va a cambiar en lo que quede del día, pienso. Decido ir a la biblioteca motivado por un sentimiento de individualidad; no importa la época, los libros (y su bibliotecaria) duermen el sueño de los justos durante todo el año. Nadie se asoma por ahí, salvo el personal de limpieza, quienes tienen la encomiable misión de liberarla de toda clase de ácaros, pulgas y otros bichos solo posibles en un espacio tan deshabitado como ese.
Me divierte quedarme horas ahí, hurgando entre libritos santurrones y uno que otro clásico. Lo mejor son los anuarios, esas revistitas de papel couché que el tiempo ha convertido en depósitos de polvo donde todavía se pueden ver las fotos de algunos alumnos que ahora son célebres personajes del espectáculo o la política. Ahí yacen en pantalones cortos y bien podría pintarrajearlos o arrancar la hoja para cobrarme una revancha inexistente. Pero no, solo sonrío con sarcasmo, imaginando la serie de atrocidades que podría hacer con sus ellas.
Puede que sea el único que vaya a la biblioteca con regularidad. Por eso me sorprendió encontrarlo ahí, oculto entre un montón de libros apiñados en un pupitre de madera. Se trataba de un niño. Calculo que de unos doce o trece años. Llevaba el rostro desdibujado por alguna tragedia personal; quizás alguna tarea de última hora, el recado de algún profesor o simples ganas de no volver a casa en el tiempo indicado. Permanecí callado un momento, dudando si acercarme o no. Tras hacerle un par de bromas acerca de la prominente panza del director y los ronquidos de la bibliotecaria, me confesó que el culpable de su desdicha era el profesor de literatura.
Desde que entré al colegio la presencia del susodicho maestro me ha resultado intimidante. Lo he visto subir y bajar escaleras del salón de fotocopias, con los dedos llenos de tinta, calculando en su reloj el tiempo justo para entrar a su clase. También lo he visto entrar a la sala de profesores con un maletín enorme que intuyo va cargado de libros. Tiene unas gafas enormes, el porte de un intelectual hecho a la antigua. Sus ojeras solo eran concebibles, en mi mundo, como el resultado de noches de desvelo leyendo esos libros gordos y llenos de palabras difíciles. Bromeé de eso con el muchacho, quien siguió su descargo.
Había pasado las dos últimas horas ahí, perjudicado por una rinitis alérgica que lo había mantenido moqueando casi todo el tiempo. Ése era el castigo por no haber cumplido con su tarea, la cual consistía en llevar un libro que le gustara. Él había cumplido el mandato. Llevó un cómic y ese fue un motivo suficiente para encerrarlo en aquel lugar donde estaban las obras pontificadas que, según su profesor, sí merecían llamarse libros.
– Me mandó a buscar esto– dijo mostrándome “Cien años de soledad”.
Era un ejemplar destartalado, con las hojas enmohecidas y cubierto por una gruesa capa de polvo. Visto así, incluso esa magistral obra de García Márquez resultaba nauseabunda. Leer por imposición implica de antemano generar un el prejuicio: la lectura como castigo. Una salida medieval para todos aquellos docentes que se precien de fomentar la lectura. En este caso cierran, a veces para siempre, la puerta de entrada al mundo literario durante la infancia.
Es probable que ese niño, lejos de leer las aventuras de Arcadios y Aurelianos, termine relacionando a la lectura con la incomodidad y el fastidio de esa cueva mal llamada biblioteca, donde los ejemplares parecen extraídos de un catálogo comprado al peso en las librerías de viejo de Quilca ( y ni aún así, ya que siendo minucioso en estos lugares pueden encontrarse verdaderas joyas a precio bastante aceptable).
¿Quién era en realidad el profesor de literatura? ¿A qué denominaba buena o mala literatura? ¿Qué tanta preocupación había por parte del colegio en invertir dinero en un lugar cómodo para leer? preguntas que trataré de responder a lo largo de todo este tiempo en esta columna.
Publicado originalmente en: http://joselinaresgallo.com/es-posible-leer-desde-la-cueva/