Autor: Juan Manuel Silva
Editorial: Calabaza del diablo- Santiago, 2015
(RESEÑA) Volver los pasos sobre la infancia siempre traerá consigo alguna anécdota. En este caso, el responsable es un álbum de figuritas del Mundial de Italia 90. Cada recuerdo va surgiendo de manera espontánea y nos transporta, de inmediato, a peinados extravagantes y derrotas que solo la prosa de Silva es capaz de hacer más llevaderas.
Por:
Gianfranco Hereña
Hay eventos que sacuden nuestras vidas y luego de eso todo cambia. Nuestra percepción de la vida se deforma porque de pronto hemos adoptado un punto de vista que no tiene fecha de retorno. Pero ahí, en esos lugares donde alguna vez transitamos, la memoria parece quedar suspendida; basta una imagen, el sonido de alguna canción o un objeto en particular para calzarnos otra vez el traje que un día decidimos abandonar. Aquel que habla de la infancia, de tiempos donde los problemas eran otros y donde todo nos quedaba grande; las habitaciones, el pensamiento adulto, las normas que había que seguir sin entender el porqué de su obediencia.
Quienes hemos coleccionado álbumes hemos podido ver en ellos el acercamiento más inocente con nuestros ídolos. Obtener ese mágico cromo que completaba la colección tras arduos meses de intercambio significaba la culminación de una tarea, el fin de un periodo que para ese tiempo parecía ser una eternidad. Queda claro que en la literatura, como en la vida misma, la consecución de estos objetivos es también un trabajo difícil y la única manera de lograrlo es puliendo una buena prosa.
A medio camino entre la nostalgia y asociando a diversos cromos con recuerdos muy específicos, Silva ha logrado contar dos historias. En capítulos alternados, la del fracaso amoroso de su personaje y en otros, los caminos que fueron llevándolo hacia el lugar donde se encuentra ahora. Solo en la literatura, las derrotas pueden resultar cautivantes y aquí, estas se van tejiendo lentamente, como una teleraña del fracaso que se va desenvolviendo página por página dejándonos, en vez de un sinsabor, la idea de que éste forma parte de nuestras vidas y no existe un punto final, sino que se sigue viviendo.
Los mejores momentos de esta publicación pasan por las narraciones de hechos que acontecieron en ese mundial y van asociados a determinados jugadores.
Por ejemplo.
«Valderrama. Cómo decirlo sin las vocales y las consonantes, sin los acentos que merecería un nombre tan largo y de un juego tan pausado. Carlos, digo, porque Carlos ya es casi mi amigo de tanto nombrarlo, toca la pelota y no la toca. Piensa, dirían las personas que nunca han jugado fútbol. Porque es tan fácil decir que un oficio es llegar y repetir un movimiento. Carlos Valderrama debe haber repetido en innumerables ocasiones un pase en profundidad, entre los defensas, en Unión Magdalena, y su técnico lo debe haber felicitado. Todos tenemos la posibilidad de hacer bien las cosas en el momento en que nadie nos las pide. Pero Carlos Valderrama estaba en Santa Marta, y no contra Augenthaler o Buchwald, no en el Giuseppe Meazza, no en Milán, no en Italia. Valderrama se dio vuelta para ver a su compañero, Freddy Rincón, quien entre los defensas, a grandes zancadas, se fue, el minuto 47, en busca de Bodo Illgner, monstruo bajo los tres palos, que nada pudo hacer con su suave penetración de derecha. Non e’ una favola e dagli spogliatoi escono i ragazzi e siamo noi». (P.48)
«(…)Como una araña sembrando de huevos los rincones, conocí el olvido aunque no pude darle nombre, sin ser capaz de detener su congoja, como el equipo argentino el 8 de julio de 1990 cayendo con la oscuridad de la noche, aunque también la cara de idiota de ese niño que fui, emblema patrio del pueblo alemán y sello de agua en esos marcos esparcidos por el viento o el aire, digamos, llenos de aire y humo, vendidos a todo el planeta como el progreso viril, los límites de las capacidades humanas y la semilla de un nuevo mundo, lleno de gente que se olvidaría de llorar, como yo, con la frente en alto y la idiota efigie iluminada». (P,35)
«No sé qué palabra usar para describir cuando vi por primera vez a un sobreviviente de las Malvinas. El joven que venía semana a semana a la casa de mi abuela –al que daba una cierta cantidad de australes–, salvo por la ausencia de su brazo izquierdo, parecía no diferenciarse de un chico de su edad, al menos en una primera mirada. Pero eran sus ojos el punto en que se establecía su diferencia; su mirada no reflejaba ni se detenía: seguía adelante sin encontrar nada. Años después supe que se había suicidado y la frase que repetían en mi casa (“Ingleses de mierda”) cuando se mencionaba alguna cosa sobre la isla, me hizo sentido, casi tanto como cuando conocí a un escocés que me dijo lo mismo». (P.63)
Pese a todo, se trata de una publicación con altibajos y así como cautiva, por momentos se deja envanecer por lo obtenido y cae en explicaciones intrascendentes. Y aunque apela al mismo recurso: la nostalgia. Muchas veces la prosa se logra empantanar, sumergiéndonos en un letargo que solo se cura cuando se vuelve la vista hacia las páginas que siguen y uno se topa con momentos similares a los citados en párrafos más arriba.
Queda claro que no es posible materializar una jugada en una línea de texto. Pero si hay un símil capaz de describir lo que ocurre en Italia 90, es algo parecido a un partido de fútbol; ritmos distintos de narración y definiciones que conviene leer para luego comentar en la sobremesa del domingo. Recomendable.