Por Robert Louis Stevenson

El señor Utterson, el abogado, era un hombre de facciones duras que jamás se iluminaban con una sonrisa; de hablar frío, lacónico y desmañado; de opiniones chapadas a la antigua; enjuto, alto, un carcamal sin gracia, y sin embargo encantador. En las reuniones de amigos y también cuando el vino era de su agrado, sus ojos cobraban un brillo intensamente humano y traslucían algo que, si bien nunca se abría camino en su conversación, no se expresaba únicamente en estos símbolos silenciosos de su cara de sobremesa sino con mayor frecuencia y rotundidad en su manera de obrar en la vida. Era frugal consigo mismo: cuando estaba a solas, para disciplinar su aprecio por los vinos de buena cosecha, bebía ginebra y, aunque le gustaba el teatro, llevaba veinte años sin pisar ninguno. Con los demás, por el contrario, era tolerante. A veces pensaba, casi con envidia, en la intensidad de la pasión que impulsa a la gente a cometer sus fechorías, y en situaciones límite se inclinaba por ayudar antes que por recriminar. «Tengo predisposición a seguir la herejía de Caín —era su pintoresca explicación—. Dejo que mi hermano se vaya al demonio como mejor le plazca». Por tener este carácter, a menudo le tocó en suerte ser la última relación respetable y la última influencia sana en la vida de aquellos que avanzaban hacia la perdición. Y mientras continuaran yendo por su bufete, su actitud con ellos jamás variaba un ápice.

No cabe duda de que esta proeza le resultaba fácil al señor Utterson, pues era en el mejor de los casos poco dado a manifestar sus sentimientos, e incluso sus amistades parecían cimentarse en una prodigalidad y buena disposición similares. Es propio del hombre sencillo aceptar el círculo de amigos que la ocasión le brinda, y así era nuestro abogado. Sus amigos eran los de su misma sangre, o aquellos a los que conocía desde antiguo, y sus afectos, como la hiedra, crecían con el tiempo, al margen de las virtudes que mostrara quien los recibía. De esta especie eran, sin duda, los lazos que lo unían al señor Richard Enfield, pariente lejano suyo y hombre muy conocido en la ciudad. Eran muchos los que se preguntaban qué verían el uno en el otro o qué podían tener en común. Quienes se cruzaban con ellos los domingos, de paseo, aseguraban que iban callados, parecían extrañamente aburridos y saludaban con notorio agrado la aparición de algún amigo. Sin embargo, ambos apreciaban en grado sumo estas excursiones, las consideraban la joya de la semana, y no solo renunciaban a la oportunidad de divertirse sino que hasta se resistían a la llamada del deber para disfrutar de estos ratos sin interrupciones.

Sucedió que una de estas caminatas llevó a los dos amigos hasta una callejuela de un barrio muy concurrido de Londres. La calle era pequeña y estaba lo que se dice tranquila, aunque los días laborables desplegaba una próspera actividad comercial. Al parecer a sus vecinos les iban bien las cosas y todos tenían la ambición de que les fueran todavía mejor para gastar en coqueterías el excedente de sus ingresos; de ahí que los escaparates se sucedieran con un aire tentador como filas de sonrientes dependientas. Incluso los domingos, cuando un velo cubría sus más floridos encantos y estaba casi desierta en comparación con el resto de la semana, la calle relucía en contraste con la suciedad del barrio como una hoguera en mitad de un bosque y, con sus contraventanas recién pintadas, sus bronces bien pulidos y su nota general de alegría y limpieza, al instante captaba y complacía la mirada de los transeúntes.

A dos puertas de una esquina, a mano izquierda yendo hacia el este, interrumpía la línea de las fachadas la entrada a un patio y, justo en este punto, un edificio algo siniestro invadía la calle con su portal. Era una construcción de dos pisos, sin ventanas, con una sola puerta en la planta baja y un muro ciego y deslucido en la planta superior, que en todos sus detalles llevaba impresa la sórdida marca del abandono. La pintura de la puerta, desprovista de campana o llamador, formaba burbujas en unas partes y se había desprendido en otras. Los vagabundos se acurrucaban en el quicio y prendían sus fósforos en los cuarterones; los niños montaban tiendas en los peldaños; algún colegial había probado su navaja en los marcos, y por espacio de casi una generación no parecía que nadie hubiese ahuyentado a estos visitantes fortuitos ni reparado en los destrozos que causaban.

El señor Enfield y el abogado iban por la acera contraria, pero al llegar frente al callejón, el primero levantó su bastón y señaló con la punta.

—¿Te has fijado alguna vez en esa puerta? —preguntó, y, después de que su amigo hubiera respondido afirmativamente, añadió—: Para mí está asociada a un suceso muy extraño.

—¿Ah, sí? —se interesó el señor Utterson, cambiando ligeramente el tono de su voz—. Y ¿cuál fue ese suceso?

—Verás, ocurrió lo siguiente —contestó el señor Enfield—. Volvía yo a casa desde el quinto pino una oscura madrugada de invierno, a eso de las tres, y mi camino me llevó por una zona de la ciudad donde no había literalmente nada más que farolas. Calle tras calle, y todo el mundo durmiendo. Calle tras calle, decía, y las farolas iluminadas como si fuera a pasar una procesión, aunque todo estaba desierto como una iglesia. Bueno, pues me sumí en ese estado en el que uno escucha y escucha y empieza a tener ganas de encontrarse con un policía. De repente vi dos figuras: la de un hombre pequeño que andaba con mucho brío y la de una niña de unos ocho o diez años que corría con todas sus fuerzas por una calle transversal. Pues bien, amigo mío, al llegar a la esquina chocaron el uno con la otra, como es lógico. Y aquí viene la parte horrorosa, y es que el hombre, después de arrollarla, la pisoteó, sin inmutarse, y la dejó gritando en el suelo. Así contado no parece nada, pero verlo fue espeluznante. Más que un hombre parecía un Juggernaut[1]. Di la voz de alarma, salí corriendo, agarré del cuello a mi caballero y lo llevé de nuevo donde la niña seguía gritando, para entonces rodeada de un buen grupo de personas. El desconocido estaba completamente tranquilo y no opuso resistencia, pero me dirigió una mirada terrorífica y me puse a sudar a chorros. Resultó que aquellas personas eran la familia de la niña, y poco después llegó el médico al que habían avisado. Bueno, la niña no había sufrido daños graves, aparte del susto, según el matasanos. Y quizá creas que ahí acabó todo, pero no fue así. Se dio una curiosa circunstancia. El caballero me había parecido repugnante a simple vista. Y lo mismo le ocurrió a la familia de la niña, como es natural. Pero fue la reacción del médico lo que me llamó la atención. Era el clásico curalotodo normal y corriente, de edad y aspecto indefinidos, con marcado acento de Edimburgo y la misma sensibilidad que un trozo de madera. Era como cualquiera de nosotros, pero cada vez que miraba a mi prisionero, veía yo que el matasanos se ponía enfermo y blanco, de las ganas de matarlo que tenía. Cada uno de nosotros sabía lo que pensaba el otro, pero, como matarlo era impensable, hicimos cuanto pudimos dadas las circunstancias. Amenazamos al individuo con organizar un escándalo capaz de arrastrar su nombre por el fango de punta a punta de Londres. Le dijimos que, si aún conservaba alguna amistad o algún prestigio, ya nos encargaríamos nosotros de que los perdiera. Y, a la vez que le poníamos de vuelta y media, hacíamos lo posible por tranquilizar a las mujeres, que querían atacarlo como arpías. En la vida había visto yo un círculo de rostros más llenos de odio, y en su centro aquel hombre, con una especie de frialdad honda y despectiva (aunque se le veía también asustado), pero sobrellevando la situación como un verdadero Satán.

»—Si lo que quieren es sacar partido de este accidente —dijo—, naturalmente me tienen en sus manos. Un caballero siempre procura evitar el escándalo. Díganme cuánto quieren.

»Así que le apretamos las tuercas hasta que le sacamos cien libras para la familia de la niña. Era evidente que no le hacía ninguna gracia, pero vio que podíamos hacerle daño y terminó por acceder. Lo siguiente era darnos el dinero. Y ¿qué crees que hizo entonces? Pues nos llevó precisamente a esa puerta: sacó una llave, entró y salió poco después con diez libras en monedas de oro y un cheque extendido contra la banca Coutts, por valor de la cantidad restante, al portador y firmado con un nombre que no puedo decir, aun cuando esta sea una de las claves de mi historia, porque se trata de un personaje muy conocido y frecuente en los medios impresos. La cifra era alta, pero la firma, si es que era auténtica, valía mucho más. Me tomé la libertad de señalar al caballero en cuestión que todo aquel asunto me parecía sospechoso y que un hombre, en la vida real, no entra por la puerta de un sótano a las cuatro de la madrugada y sale con un cheque que lleva estampado el nombre de otro por un valor cercano a las cien libras. Pero se mostró de lo más tranquilo y desdeñoso.

»—No se preocupen —dijo—. Me quedaré con ustedes hasta que abran los bancos y yo mismo cobraré el cheque.

»Conque nos marchamos los cuatro: el médico, el padre de la niña, nuestro amigo y yo, y pasamos lo que quedaba de la noche en mis habitaciones. Ya de día, después de desayunar, fuimos todos al banco. Yo mismo entregué el cheque diciendo que tenía fundadas razones para creer que era falso. Ni muchísimo menos. El cheque era auténtico.

—Vaya, vaya —dijo el señor Utterson.

—Veo que piensas lo mismo que yo —contestó el señor Enfield—. Es una historia sin pies ni cabeza. Porque mi hombre era un tipejo con el que nadie querría relacionarse, un hombre en verdad muy dañino, mientras que quien había extendido el cheque es un dechado de virtudes, famoso además, y (para colmo de males) una de esas personas que se dedican a hacer lo que llaman el bien. Un chantaje, me figuro; un hombre honrado obligado a pagar por algún desliz cometido en su juventud. La Casa del Chantaje es como llamo yo a ese edificio desde entonces. Aunque ni siquiera eso basta para explicarlo todo —añadió. Y con estas palabras se entregó a sus cavilaciones.

De ellas lo sacó el señor Utterson al preguntarle de sopetón:

—Y ¿no sabes si el que extendió el cheque vive aquí?

—Sería muy probable, ¿no? —replicó el señor Enfield—. Pero resulta que me fijé en la dirección y vive en no sé qué plaza.

—Y ¿nunca te has interesado por esa puerta? —dijo el abogado.

—No, señor. He tenido esa delicadeza —fue la respuesta de su amigo—. Soy muy poco partidario de hacer preguntas. Eso es más propio del día del Juicio Final. Uno hace una pregunta y es como si lanzara una piedra. Se queda uno tranquilamente sentado en la cima de un monte y allá que va la piedra, empujando a otras, hasta que le da en la cabeza a un pobre infeliz (el último que a uno se le ocurriría) que está en el jardín de su casa, y la familia tiene que cambiar de apellido. No, señor. Para mí ya es una norma: cuanto más raro parece algo, menos preguntas hago.

—Y bien buena norma que es —concluyó el abogado.

—Pero he investigado el edificio por mi cuenta —prosiguió el señor Enfield—. No parece una casa. No hay otra puerta y nadie entra ni sale por esa más que, solo muy de vez en cuando, el caballero de mi aventura. Tres ventanas miran al patio en el primer piso; ninguna en la planta baja; las ventanas están siempre cerradas, pero limpias. La chimenea generalmente está humeando, y eso significa que ahí vive alguien. Sin embargo, no estoy seguro, porque los edificios están tan apiñados alrededor de ese patio que no se sabe dónde termina uno y dónde empieza el otro.

Los dos amigos continuaron andando un rato en silencio, hasta que el señor Utterson señaló:

—Es buena esa norma tuya, Enfield.

—Sí, yo también lo creo —replicó el aludido.

—Sin embargo —continuó el señor Utterson—, hay un detalle que quiero preguntarte. ¿Cómo se llamaba el caballero que arrolló a la niña?

—Bueno, no veo que pueda haber ningún mal en decírtelo. Se llamaba Hyde.

—Ya —dijo el abogado—. Y ¿cómo es físicamente?

—No es fácil describirlo. Hay algo raro en su apariencia, algo desagradable, algo directamente detestable. Nunca he visto un hombre que me pareciera tan repulsivo, y al mismo tiempo, no sé por qué. Debe de tener alguna deformidad. Da la sensación de que tiene alguna deformidad, pero no sabría decir cuál. Tiene un aspecto muy extraño y al mismo tiempo en realidad no puedo señalar nada que se salga de lo normal. No, señor. No veo por dónde cogerlo. No puedo describirlo. Y no es por falta de memoria, pues te aseguro que ahora mismo lo estoy viendo.

De nuevo el señor Utterson guardó silencio, visiblemente sumido en sus reflexiones.

—¿Estás seguro de que tenía una llave? —preguntó al fin.

—Amigo mío… —empezó a decir el señor Enfield, con perplejidad.

—Sí, ya lo sé. Y sé que parece extraño. El caso es que si no te pregunto cómo se llamaba la otra parte es porque ya lo sé. Verás, Richard, tu historia ha llegado a mis oídos. Si no has sido exacto en algún punto, harías bien en rectificarlo.

—Tendrías que haberme avisado —replicó su amigo con un punto de enfado—. Pero he sido exacto, como dices, hasta la pedantería. Ese hombre tenía una llave y, lo que es más, todavía la tiene. No hace ni una semana que lo vi abrir esa puerta.

Al señor Utterson se le escapó un hondo suspiro, pero no dijo nada, y su joven compañero tomó la palabra de nuevo:

—A ver si aprendo a callarme de una vez —dijo—. Me avergüenzo de tener la lengua tan larga. Hagamos un trato: no volveremos a hablar de este asunto.

—Te lo prometo, Richard —contestó el abogado—. De todo corazón.

 

CAPÍTULO 2

Aquella noche, el abogado Utterson regresó a su casa de soltero de un humor sombrío y se sentó a la mesa sin ganas. Los domingos, después de cenar, tenía la costumbre de acomodarse al lado del fuego, con un árido volumen de teología en el atril, hasta que el reloj de la iglesia cercana daba las doce, hora en que se iba a la cama sobrio y agradecido. La noche en cuestión, por el contrario, en cuanto retiraron el mantel, cogió una vela y fue a su despacho. Allí abrió su caja fuerte, sacó de la parte más recóndita un sobre que decía «Testamento del doctor Jekyll» y se sentó a estudiar el documento con el ceño fruncido. El testamento era hológrafo, porque Utterson, aunque se hizo cargo de él una vez redactado, se había negado a prestar ninguna ayuda en su elaboración. En él se estipulaba que, en caso de fallecimiento de Henry Jekyll, doctor en Medicina, doctor en Derecho Civil, doctor en Leyes y miembro de la Royal Society, todas sus propiedades debían quedar en manos de su «amigo y benefactor Edward Hyde», mientras que, si se daba la circunstancia de que el doctor Jekyll «desapareciera o se ausentara sin dar explicaciones por un período superior a los tres meses», el susodicho Edward Hyde debía tomar posesión de los bienes de Henry Jekyll sin más dilación y libre de cualquier obligación o carga, salvo el pago de unas pequeñas sumas al personal de servicio del doctor. Hacía algún tiempo que este documento se había convertido en un dolor de cabeza para el abogado. Le ofendía, como letrado y como amante de la cordura y la tradición, contrario a la extravagancia y la inmodestia. Y si hasta la fecha había inflamado su indignación no saber quién podía ser el tal señor Hyde, ahora, por un azar inesperado, era saberlo lo que provocaba su enfado. Si la cosa ya no pintaba bien cuando aquel era un nombre del que nada podía averiguar, peor aún fue cuando el tal nombre empezó a arroparse con atributos detestables. Y de la cambiante y etérea bruma que desde hacía tanto tiempo lo desconcertaba, saltó de repente el presentimiento concreto de un ser diabólico.

—Lo tomé por locura —dijo, mientras restituía el odioso documento a la caja fuerte—, y ahora empiezo a temer que sea ignominia.

Dicho esto, apagó la vela, se puso un abrigo y se encaminó a Cavendish Square, la ciudadela de la medicina, donde su buen amigo, el gran doctor Lanyon, tenía su residencia y recibía a sus numerosos pacientes. «Si alguien lo sabe, será Lanyon», había pensado.

El solemne mayordomo lo conocía y le dio la bienvenida. Sin hacerle esperar ni un segundo, lo acompañó directamente a la puerta del comedor, donde el doctor Lanyon se encontraba a solas con su copa de vino. Era este un caballero cordial, sano, atildado y rubicundo, con el pelo sorprendente y prematuramente blanco, de modales campechanos y enérgicos. Nada más ver al señor Utterson, se levantó de un salto de su butaca y lo saludó estrechándole las dos manos. Su simpatía característica podía resultar a primera vista algo teatral, pese a que respondía a un sentimiento genuino. Y es que ambos eran viejos amigos, antiguos compañeros tanto de colegio como de universidad que se respetaban plenamente a sí mismos a la vez que se profesaban respeto mutuo y, cosa que no siempre sigue a lo anterior, disfrutaban el uno en compañía del otro.

Tras unos primeros momentos de imprecisa conversación, el abogado planteó el asunto que de una manera tan desagradable ocupaba sus pensamientos.

—Supongo, Lanyon —dijo—, que tú y yo debemos de ser los amigos más antiguos de Henry Jekyll.

—Ya me gustaría ser de los más jóvenes —respondió entre risas el doctor Lanyon—, pero supongo que así es. ¿Por qué lo dices? Lo veo muy poco.

—¿De verdad? —preguntó Utterson—. Creía que os unían intereses comunes.

—Eso era antes —fue la respuesta de Lanyon—. Pero hace ya más de diez años que Henry Jekyll se volvió demasiado extravagante para mi gusto. Le pasó algo, perdió la cabeza, y aunque como es natural sigo interesándome por él, por los viejos tiempos, como se suele decir, lo cierto es que últimamente lo veo poquísimo. Esas paparruchas suyas tan poco científicas —añadió el doctor, acalorándose de pronto— podrían haber acabado incluso con una amistad como la de Damon y Fintias[2].

Este pequeño arranque de genio fue casi un alivio para el señor Utterson.

«Solo discrepan en algún detalle científico —se dijo. Y, como él no sintiera pasión por la ciencia, excepto en lo relacionado con las escrituras de transmisión patrimonial, hasta añadió—: ¡No es por algo peor!».

Dando unos segundos a su amigo para que recobrara la compostura, formuló entonces la pregunta que lo había llevado hasta su casa:

—¿Alguna vez has coincidido con un protegido suyo, un tal Hyde? —dijo.

—¿Hyde? —repitió Lanyon—. No. Nunca he oído hablar de él. Será un conocido reciente.

Esta fue toda la información que el abogado se llevó consigo a la cama grande y oscura en la que no paró de dar vueltas hasta que las primeras horas de la madrugada empezaron a dar paso al día. Fue una noche de escaso descanso para su atribulado cerebro, que se esforzaba por abrirse camino en las tinieblas acuciado por infinitas incógnitas.

Dieron las seis en el campanario de la iglesia tan oportunamente próxima a la vivienda del señor Utterson, y el abogado seguía ahondando en su dilema. Hasta aquel momento lo había enfocado desde un punto de vista exclusivamente intelectual, pero el caso atraía también ahora a su imaginación, o mejor dicho la esclavizaba, y mientras él se rebullía entre las tinieblas de la noche y las cortinas de su dormitorio, el relato del señor Enfield se desplegó ante sus ojos como una secuencia de imágenes iluminadas. Veía el amplio paisaje de farolas de una ciudad en la noche; luego a un hombre que andaba deprisa; luego a una niña que volvía corriendo de casa del médico; y luego los veía chocar: el Juggernaut humano pisoteaba a la pequeña tirada en el suelo y seguía adelante, ajeno a sus gritos. O veía el dormitorio de una casa suntuosa en el que su amigo estaba dormido, soñando y sonriendo en sueños; entonces la puerta del dormitorio se abría, las cortinas de la cama se separaban, alguien llamaba al hombre que dormía y, ¡zas!, a su lado aparecía una figura que tenía poder sobre él, e incluso a esa hora de la noche su amigo tenía que levantarse y obedecer sus órdenes. La figura en cuestión obsesionó al abogado toda la noche y, si en algún momento llegó a adormilarse, fue para ver cómo se deslizaba más furtivamente entre casas dormidas o se movía cada vez más deprisa, hasta cobrar una velocidad vertiginosa, por más amplios laberintos de la ciudad a la luz de las farolas; y en cada esquina de cada calle, arrollaba a una niña y huía, dejándola con sus gritos. Pese a todo, la figura no tenía un rostro reconocible. Incluso en sus sueños no tenía rostro, ni siquiera una cara que le causara perplejidad al derretirse delante de sus ojos, y fue así como en el cerebro del abogado surgió y fue creciendo poco a poco una curiosidad singularmente intensa, casi desmesurada, por contemplar las facciones del verdadero Hyde. Si pudiera verlo, aunque fuera una sola vez, creía que el misterio se aclararía, incluso se desvelaría por completo, como es costumbre de las cosas misteriosas cuando se examinan con atención. Tal vez viera la razón que explicase la extraña predilección de su amigo o su esclavitud (llámese como se quiera) y hasta las sorprendentes cláusulas del testamento. Además, como mínimo valía la pena ver esa cara: la de un hombre sin entrañas, sin piedad; una cara a la que le bastaba con aparecer en la imaginación del nada impresionable Enfield para suscitar un odio imperecedero.

A raíz de aquel día, el señor Utterson empezó a rondar la puerta de la bocacalle de las tiendas. Por la mañana, antes del horario laboral, a mediodía, cuando abundaba el trabajo y escaseaba el tiempo, de noche, bajo la mirada de la luna velada por la niebla: con cualquier luz y a cualquier hora, ya estuviera la calle solitaria o concurrida, se veía al abogado en su puesto de vigilancia.

«Si se escabulle como un ratón, yo lo perseguiré como un gato», se decía el señor Utterson.

Y por fin su paciencia se vio recompensada. Fue una noche de cielo raso y aire gélido; las calles limpias como el suelo de un salón de baile; las farolas inmóviles, pues no soplaba ni una pizca de viento, componían un dibujo regular de luces y sombras. A eso de las diez, cuando las tiendas ya habían echado el cierre, la bocacalle se quedaba muy solitaria y también, a pesar de que el murmullo de Londres llegaba de todas partes, muy silenciosa. Hasta el más leve ruido llegaba muy lejos; lo que se hacía en una casa se oía claramente al otro lado de la calle, y el rumor de unos pasos precedía notablemente la aparición de cualquier peatón. El señor Utterson llevaba unos minutos en su puesto cuando se percató de unas pisadas extrañas y ligeras que se acercaban. En el curso de sus rondas nocturnas se había acostumbrado desde hacía mucho tiempo al singular efecto con que los pasos de una sola persona, aun encontrándose todavía muy lejos, se desprenden de pronto del runrún y el bullicio de la ciudad. Nunca, sin embargo, un ruido había acaparado su atención de una forma tan nítida y decisiva, y fue así como, animado por un intenso y supersticioso presentimiento de éxito, se escondió en la entrada del patio.

Las pisadas se aproximaban muy deprisa y resonaron de repente mucho más fuertes al torcer en la esquina de la calle. Asomándose desde la entrada del patio, el abogado no tardó en saber con qué clase de individuo tenía que vérselas. No era alto y vestía con mucha sencillez, pero incluso a aquella distancia había algo en él que desagradó profundamente a quien lo vigilaba. Fue derecho a la puerta, cruzando la calle para ahorrar tiempo, y según se acercaba sacó una llave del bolsillo como quien llega a casa.

El señor Utterson salió de su escondite y le tocó en un hombro cuando pasó a su lado.

—El señor Hyde, supongo —dijo.

El señor Hyde se encogió, a la vez que cogía aire entre dientes. Su temor, no obstante, apenas duró un momento y, aunque no miró al abogado a la cara, respondió con bastante serenidad:

—Así me llamo. ¿Qué quiere?

—Veo que se dispone usted a entrar —contestó el abogado—. Soy un antiguo amigo del doctor Jekyll, Utterson, de la calle Gaunt. Seguro que habrá oído usted hablar de mí. Y, al verlo llegar tan oportunamente, he pensado que tal vez me permitiría usted entrar.

—No lo encontrará. El doctor Jekyll no está —replicó el señor Hyde introduciendo la llave en la cerradura. Y con repentina brusquedad, pero sin levantar la mirada, añadió—: ¿Cómo me ha conocido?

—¿Me haría usted un favor? —dijo el señor Utterson.

—Con mucho gusto —respondió el señor Hyde—. ¿De qué se trata?

—¿Me permite que le vea la cara? —preguntó el abogado.

El señor Hyde pareció dudar, y luego, como si de golpe cambiara de opinión, dio un paso al frente con aire de desafío y los dos se miraron sin pestañear por espacio de unos segundos.

—Así lo reconoceré si vuelvo a verlo —dijo el señor Utterson—. Podría ser útil.

—Sí —asintió el señor Hyde—. Me alegra que nos hayamos conocido. Y, à propos, aquí tiene mi dirección —dijo. Y le dio un número de una calle del Soho.

«¡Dios mío! —se dijo el señor Utterson—. ¿Será posible que también él haya pensado en el testamento?». Sin embargo, se guardó su opinión y se limitó a articular un gruñido por toda respuesta.

—Y ahora —insistió el señor Hyde, dígame, ¿cómo me ha conocido?

—Por las señas —fue la respuesta.

—¿Qué señas?

—Tenemos amigos comunes —dijo el señor Utterson.

—¿Amigos comunes? —repitió el señor Hyde, con cierta aspereza—. ¿Quiénes?

—Jekyll, por ejemplo —dijo el abogado.

—Él no le ha dicho nada de mí —protestó el señor Hyde, con un arranque de ira—. No le creía a usted capaz de mentir.

—Vamos —dijo el señor Utterson—. Esa no es manera de hablar.

El señor Hyde soltó una sonora carcajada y en un abrir y cerrar de ojos, con una rapidez extraordinaria, había abierto la puerta y desaparecido dentro de la casa.

El señor Utterson se quedó quieto unos momentos después de que el señor Hyde se hubiera marchado. Era la viva imagen de la inquietud. Seguidamente echó a andar calle arriba, despacio, deteniéndose cada pocos pasos y pasándose una mano por la frente como quien no sale de su perplejidad. El dilema que debatía mientras se alejaba era de una categoría que rara vez se resuelve. El tal Hyde era bajito y de tez pálida, daba una impresión de deformidad a la vez que no se veía en él ninguna malformación apreciable, tenía una sonrisa desagradable, había tratado al abogado con una diabólica mezcla de apocamiento y descaro, y hablaba con una voz ronca, susurrante y casi quebrada; todos estos detalles obraban en su contra, pero ni siquiera sumados bastaban para explicar el desagrado, el desprecio y el miedo, desconocidos hasta aquel instante, que su presencia inspiraba en el señor Utterson. «Tiene que haber algo más —reflexionó el desconcertado caballero—. Hay algo más, pero no soy capaz de nombrarlo. ¡Dios mío, si apenas parece humano! ¿No tiene algo de troglodita, como quien dice? ¿Podría ser el mismo caso del doctor Fell[3]? ¿O será la irradiación de un alma inmunda la que se trasluce en su envoltura de barro y la transfigura? Esto último, creo. ¡Ah, mi pobre y querido Harry Jekyll! Si alguna vez he visto la firma de Satán impresa en un rostro, ha sido en el de tu nuevo amigo».

A la vuelta de la esquina del callejón había una plaza bordeada de hermosas casas antiguas, ahora en su mayoría venidas a menos y divididas en pisos o habitaciones que se alquilaban a individuos de toda clase y condición: grabadores de mapas, arquitectos, abogados de dudosa catadura y agentes de turbias empresas. Una de las viviendas, sin embargo, la segunda desde la esquina, seguía intacta, y ante su puerta, que denotaba comodidad y opulencia, aun cuando en aquel momento la envolvía una oscuridad solo paliada por el montante en forma de abanico, se detuvo y llamó el señor Utterson. Un sirviente añoso y bien vestido salió a abrir.

—¿Está en casa el doctor Jekyll, Poole? —preguntó el abogado.

—Iré a ver, señor Utterson —contestó Poole, haciendo pasar al visitante, a la vez que hablaba, a una sala amplia y confortable, de techo bajo, con el suelo enlosado, caldeada, a la manera de las casas de campo, por un luminoso fuego abierto, y amueblada con caros aparadores de roble—. ¿Prefiere esperar aquí junto al fuego, señor? ¿O le enciendo la luz del comedor?

—Aquí, gracias —respondió el abogado. Y se acercó para reclinarse en la alta rejilla del guardafuegos. La pieza en la que acababa de quedarse a solas era la favorita de su amigo el doctor; y el propio señor Utterson acostumbraba a referirse a ella como la salita más agradable de Londres. Aquella noche, no obstante, el abogado sentía un estremecimiento en las venas. El rostro del señor Hyde se había grabado en su memoria. Experimentaba, cosa rara en él, una sensación de náusea y de disgusto por la vida, y en tan lúgubre estado de ánimo creyó leer una amenaza en el parpadeo de las llamas, reflejadas en los aparadores relucientes, y los inquietos brincos de las sombras en el techo. Se avergonzó de su sensación de alivio cuando Poole regresó poco después y le anunció que el doctor Jekyll había salido.

—He visto entrar al señor Hyde por la puerta de la antigua sala de disección, Poole. ¿Está bien que haga eso cuando el doctor Jekyll ha salido?

—Perfectamente, señor Utterson —replicó el mayordomo—. El señor Hyde tiene una llave.

—Parece que su señor tiene plena confianza en ese joven, Poole —continuó el señor Utterson, pensativo.

—Sí, señor. Así es —dijo Poole—. Todos tenemos órdenes de obedecerlo.

—Creo que no conozco al señor Hyde —señaló el señor Utterson.

—¡Dios mío! No, señor. Nunca cena aquí. A decir verdad, lo vemos muy poco por esta zona de la casa. Generalmente entra y sale por el laboratorio.

—Bueno, Poole, buenas noches.

—Buenas noches, señor Utterson.

Y el abogado se dirigió a su casa lleno de pesadumbre. «Pobre Harry Jekyll —pensó—. ¡Algo me dice que está con el agua al cuello! Es cierto que de joven era impetuoso, pero ha pasado mucho tiempo desde entonces. Claro que, según la ley de Dios, los delitos no prescriben. Sí, debe de ser eso. El fantasma de un antiguo pecado, el cáncer de alguna vergüenza escondida: el castigo llega finalmente, pede claudo[4], años después de que la memoria haya olvidado y el amor propio haya perdonado la falta». Y asustado por esta idea, Utterson se entregó un rato al recuerdo de su propio pasado y exploró todos los rincones de la memoria por ver si alguna antigua iniquidad saltaba de pronto a la luz como un muñeco de una caja de sorpresas. Su pasado era realmente intachable. Pocos hombres podían pasar revista a su vida con menos temor, y aun así se sintió profundamente avergonzado por las muchas cosas malas que había hecho, pero se recompuso y experimentó una serena y temerosa gratitud al evocar cuántas había estado a punto de hacer y sin embargo había evitado. Y, volviendo entonces sobre el tema de antes, vislumbró una chispa de esperanza. «Seguro que ese señor Hyde —pensó— tiene sus propios secretos: secretos negros, a juzgar por las apariencias; secretos en comparación con los cuales las peores acciones del pobre Jekyll serían luminosas como un rayo de sol. Esto no puede seguir así. Me dan escalofríos al imaginar a ese individuo acercándose como un ladrón a la cama de Harry. ¡El susto que se llevaría al despertar el pobre Harry! Y ¡el peligro que correría! Porque si este señor Hyde sospecha de la existencia del testamento, podría ponerse impaciente por heredar. Tengo que poner manos a la obra, si es que Jekyll me lo permite —añadió—. Si se aviene a permitírmelo». Y una vez más, nítidas como una transparencia, se representó las extrañas cláusulas del testamento.

 

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