Autor: Alfredo Bryce
Editorial: Peisa, 2014
(RESEÑA) Acabamos de leer la nueva reedición de la primera obra de Alfredo Bryce, aquella que originalmente apareciera en 1968, tras obtener una mención honrosa en el Concurso Casa de las Américas, y en la que ya asomaba, aunque tímidamente, ese estilo bryceano, esa prosa en la que la oralidad, la ternura, el halo de nostalgia, la soledad y, sobre todo, ese tratamiento estético del humor, en conjunto, representarán un estilo peculiar en nuestra narrativa peruana, una marca propia, esa que le conoceremos con más fuerza a Bryce a partir de sus libros posteriores.
Por:
Jorge Ramos Cabezas
Para comprobarse lo que decimos, léase, por ejemplo, La felicidad ja ja (1974), segundo libro de cuentos del autor que también acaba de ser reeditado, por Peisa, el año pasado. Con ello no solo hemos releído los primeros relatos de Bryce, sino también hemos vuelto a leernos a nosotros mismos en la adolescencia. Se trata de un libro, pues, que puede y merece ser leído en dos tiempos: 1) cuando adolescentes, efectivamente, ya que muchas de estas historias devienen en un fiel espejo de las penurias íntimas de cualquier estudiante de secundaria de ayer y hoy, y por tanto operaría una fácil identificación (“Con Jimmy en Paracas”, “El camino es así”, “Una mano en las cuerdas”, “Yo soy el rey”); y 2) cuando adultos, ya que solo entonces, quizá, se puedan advertir ciertas claves en otros cuentos menos efectistas para un muchacho de trece o catorce años, además de rastrear vínculos entre uno y otro texto, y descubrir la propuesta estético-ideológica del autor modelo (“Su mejor negocio”, “Las notas duermen en las cuerdas”, “Un amigo de cuarenta y cuatro años”, “Extraña diversión”). Pero por encima de todo esto, que, en suma, es relativo, el hecho de releer estos cuentos (que alguna vez leímos de adolescentes), hoy, repito, nos regala la posibilidad de reencontrarnos con nosotros mismos, contemplarnos a los catorce o quince años tirados en la cama viendo el techo por horas, llenos de preocupaciones, y ahora comprendernos finalmente.
Conformado por doce cuentos, la mayoría ambientados en una Lima de mediados del siglo pasado, Huerto cerrado narra en sus historias el mundo interior rico y complejo de Manolo, un adolescente de clase media acomodada quien, a medida que va creciendo, y aprendiendo, va sufriendo cada vez más. Porque el amor, el colegio, la familia, el sexo, la amistad, la hipocresía de clase, y otra vez el amor y el dolor, cuando se es adolescente, se sufren más. En efecto, la adolescencia, que implica el cierre de una etapa (la niñez) y el inicio de otra —y que trae consigo precisamente las primeras experiencias del sujeto en muchos aspectos, las que a veces habrán de marcarlo por el resto de la vida: nuestra primera experiencia amorosa, el primer beso, los primeros cigarros, el primer puñetazo, la primera borrachera, nuestro primer encuentro sexual—, significa la inserción del hombre en un estadio emocional inestable y doloroso, una etapa de cambios y descubrimientos, de manejo de códigos y búsqueda de aceptación, una etapa en que comprobamos que no estará más la mamá para ayudarnos a enfrentar el mundo (un mundo que entonces solo comprende el círculo de amigos que va al club, la piscina o al cine para intentar cortejar a la chica amada); una etapa, en fin, en que comprobamos que estamos solos. Siempre solos. En la adolescencia, pues, vemos y sentimos que ya nada es fácil como antes y que debemos “demostrar” que todo lo podemos, a pesar del dolor.
“No se es feliz a tu edad. La adolescencia es algo terrible, y yo creo que tú serás un adolescente durante largo tiempo aún” (85-86). Esas palabras, del profesor de Manolo a este en “Un amigo de cuarenta y cuatro años”, podrían servir de marco para todo el libro. Y es que no se es feliz a los trece años cuando descubrimos que nuestro padre, digno representante de una clase media aspiracional y arribista, está dispuesto a cualquier tipo de humillación con tal de hacer feliz al jefe y los directivos de la empresa para la cual trabaja (“Con Jimmy en Paracas”); o cuando no logramos recorrer el camino de excursión escolar en bicicleta de la manera correcta, y nos vemos de pronto retrasados, abandonados y solos en la carretera, a oscuras, con el profesor encargado y el resto de compañeros a kilómetros de distancia de nosotros (“El camino es así”); o cuando, a los catorce años, empezamos a crearnos otro círculo de amigos y dejamos atrás al jardinero del barrio que jugaba a la pelota con nosotros y se trompeaba con quien sea para defendernos (“Su mejor negocio”); o cuando, a los quince años —edad en que no sabemos qué diablos nos pasa, pues andamos todo el tiempo apocados e inseguros—, la Navidad familiar ya no sabe a entusiasmo y cualquier mínima muestra de amor para con los padres o hermanos se vuelve tan complicado (“Las notas que duermen en las cuerdas”); o cuando estamos obligados a estrenarnos sexualmente con una prostituta en un contexto nada agradable, y con un final frustrante (“Yo soy el rey”); o cuando, ya en la universidad, a pesar de que se busque volver a ese estado de pureza en el amor que alguna vez existió en años escolares —“estaba dispuesto a decirle que entre ellos todo iba a ser perfecto y que él creía aún en tantas cosas que según la gente pasan con la edad” (122)—, nos descubrimos finalmente viles conquistadores de ingenuas jovencitas (“El descubrimiento de América”).
El único cuento que le da la vuelta al resto en el libro es “Una mano en las cuerdas”, escrito a la manera de un diario y que narra el mejor verano de un Manolo aún en edad escolar, quien entonces se enamora de la muchachita más hermosa del mundo, es correspondido y vive increíble y plenamente feliz, sin culpas ni sufrimientos a la vista más allá de lo natural en estas circunstancias. Una historia de amor que todo quinceañero templado debería leer.
Ahora, aunque en la mayoría de casos la etapa adolescente culmina con la llegada de la juventud, o a veces recién en años que corresponden a la adultez, en Manolo ello no sucederá, y así lo demuestran el primer y último cuento del libro: “Dos indios” y “Extraña diversión” (únicos cuentos en los que Manolo ya no es adolescente), relatos en los cuales el protagonista ya en edad madura “vive” aún en el pasado. Así, en “Dos indios”, Manolo, de 22 años y radicado en Europa, pareciera recién recobrar vida cada vez que bebe y entonces su mente solo retorna a su niñez peruana, de manera desesperada, pasmosa y sufriente, al punto de terminar la historia con la decisión de volver al Perú de una vez por todas; y en “Extraña diversión”, el protagonista, ya en Lima, aunque no se informa después de cuánto tiempo, vivirá atrapado en su etapa adolescente; pero esta vez ya no por la bebida sino por la locura, la que lo enviará cada día, tras largas caminatas, a contemplar a las chicas del mismo colegio, a la hora de salida, a donde iba a hacer lo mismo a los quince años. Comprobamos, así, que aquellas palabras que un día un maestro le dijo eran proféticas: “La adolescencia es algo terrible, y yo creo que tú serás un adolescente durante largo tiempo aún”.
Alfredo Bryce, con este su primer libro de cuentos, logró entregarnos el retrato del mundo interior del sujeto adolescente, más allá de toda anécdota externa a él, de una forma asombrosamente verosímil, como no se había pintado hasta entonces en la narrativa peruana, a excepción de Oswaldo Reynoso con Los inocentes (1961) —aunque, claro está, el mundo representado en este último se circunscribe a otra orilla social, totalmente distinta—. Por ello, celebramos la aparición de esta nueva reedición de Huerto cerrado, uno de los mejores libros del autor, y al que siempre será grato volver.