(CUENTO)  «Otra más» le dice al cantinero. Con una mano en el bolsillo logra cerciorarse si la plata aún le alcanza para otra rondita de pisco. El chino Tito asiente sonriendo desde la barra. Hudson gusta sentarse en esa mesa cuya placa distinguen todos los que estrecharon un vaso con el desaparecido actor Hudson Valdivia. Él ignora quién es Valdivia y, sin embargo, no tiene inconvenientes en brindar en su memoria cuando algún amigo le invita un trago.

 

Por:

Diego Trelles Paz

1

«Otra más» le dice al cantinero. Con una mano en el bolsillo logra cerciorarse si la plata aún le alcanza para otra rondita de pisco. El chino Tito asiente sonriendo desde la barra. Hudson gusta sentarse en esa mesa cuya placa distinguen todos los que estrecharon un vaso con el desaparecido actor Hudson Valdivia. Él ignora quién es Valdivia y, sin embargo, no tiene inconvenientes en brindar en su memoria cuando algún amigo le invita un trago.

Hudson tiene el pelo largo y las uñas crecidas pero limpias. La tez blanca, empalidecida en los contornos de su cara alargada, disimula las primeras arrugas. Sus delicadas ojeras asoman verdosas a los extremos de los ojos y contrastan con el negro impetuoso de ambos iris. Su postura encorvada, el rostro lampiño de adolescente y ese caminar sereno que le da un aire fino a su apariencia extraña, descubren a quien lo observa, un deterioro premeditado aunque atractivo. Se desconoce su edad. Hudson dejó de contar los años que cumplía, ni bien entendió que era inútil desesperarse al sentir pasar el tiempo mientras la extraordinaria novela que creyó escribir a los treinta, no atravesaba las fronteras de un primer capítulo.

 

Aunque tiene un par de novelas cortas que nadie se atrevió a publicar, no se dice escritor por pudor, porque el talento lo abandonó ni bien traspasó las barreras del hogar y se estableció en el Centro de Lima. Desde el momento en que comprendió que sus palabras nunca le darían de comer, decidió aprovechar las ajenas para hacer de su clase de lenguaje en un colegio fiscal, el simulacro de una cátedra literaria y la benefactora de sus madrugadas de desvelo.

 

Esta noche, como otras, llega al local del jirón Quilca con su saco de corduroy marrón y una cafarena negra, sus jeans Levi Strauss clásicos y unas botas de minero que se consiguió a buen precio en el mercado Las Malvinas. Separa una silla de la mesa de Valdivia, ocupada por tres caballeros que ni se inmutan ante su maniobra, y desde el rincón contrario observa con indiferencia el tumulto mientras intenta divisar a algún viejo conocido. No lo encuentra. Aunque el movimiento de este viernes parece el de un sábado violento, toma las cosas con calma y, chasqueando los dedos, ordena un par de rondas.

 

«¡A tu salud, Hudson Valdivia: tu voz persiste!» dice en voz alta, adrede. «¡A tu salud!» vitorean contentos los tres caballeros de la mesa aludida, esta vez prestándole atención y encorvando sus vasos de cerveza a la altura de sus frentes. El chino Tito, desde la barra del primer ambiente, es el único que advierte la ironía.

 

Hudson bebe solo, en silencio. Su única diversión consiste en observar a los demás y fingir que no lo hace. No es esa manía incontrolable por mirar de soslayo lo que lo satisface, sino el hecho de pensar que nadie lo advierte. Ha descubierto por ejemplo que hay una mujer, al medio de una mesa atestada de hombres, que no deja de mirarlo. Ha descifrado su nombre al leerlo furtivamente de sus labios: Rebeca. Le parece fea, casi horrible, mas su mirada desenfadada lo encandila y lo envilece. Y es que ella pone en evidencia su frágil método para pasar inadvertido mientras observa. Sabe que Hudson también la mira y se ríe de su timidez adolescente. De un momento a otro, Hudson decide obviarla. Le da la espalda cambiándose de silla y, luego, de un sorbo, bebe otra pequeña copa de pisco que lo obliga a eructar.

 

¿Es que Hudson ha bebido mucho? Podría decirse que sí. Numéricamente las cifras lo desfavorecen (13 vasos de pisco) aunque no es como esos hombres que suelen medir su borrachera de acuerdo a la cantidad de veces que se llevan un vaso a los labios. Él puede beber toda la madrugada y estar sobrio, o por el contrario, sucumbir a la embriaguez después de un primer vaso. Depende de su ánimo, de si quiere estar borracho. Y cada vez que lo hace su reacción habitual es quedarse en silencio. De esta manera, siendo algo más de la una de la madrugada, cuando el bar está lleno, Hudson calla. Desde la mesa del costado, tres jóvenes y un anciano, discuten sobre el fútbol peruano.

 

—¡Ah no carajo, un momentito! ¡Qué vas a comparar la clase de Valeriano, el toque de Cubillas, la fineza de Cueto, la fuerza impresionante del Lolo, el temple de Chumpitaz con los fumones de ahora! ¿Tú estás loco, qué tienes?…  Waldir, el Puma, Chévez y hasta hay uno que le dicen Churre… ¿Churre?… Churretas son todos, ¡es una vergüenza ir al fútbol, señor!

 

—Así es, amigo —coincidió uno más joven— pero no me negará que la habilidad del Chorri es impresionante y ni qué decir del Ñol.

 

—Fumones señor: fu-mo-nes —el hincha de Municipal escupe—. Dime una cosa mocoso, ¿tú alguna vez lo viste jugar al cholo Sotil? ¿Tú sabes lo que es la magia?

 

—El cholo Sotil se quedó misio por serrano y también por fumón, no me venga.

 

—¡Vuelve a decirle fumón y te reviento el hocico por insolente!

 

—¡Fumón, pe’! ¿Qué pasa?

 

La discusión se prolongaría largas horas. Las mentadas de madre podían intercalarse con elogiosos ‘compadre’ o ‘hermanito’ porque de eso trataba la dialéctica criolla cuando se debatía en una cantina. Sin embargo, un sonoro «¡váyase a la gran puta, viejo maricón!» de parte de un borrachín ajeno al pleito, remeció los cimientos del local y las cosas estuvieron a punto de irse a los golpes, por lo que el chino Tito, con su inmenso cuchillo para cortar carne, decidió botarlos a todos.

 

Hudson, con el semblante al ras de la mesa, había estado observándolos y sintió náuseas cuando el desconcierto quebró de súbito el ánimo de los expositores. ¿Debió partir con ellos? Seguro. Sin embargo se mantiene sentado y con una mano en el bolsillo logra cerciorarse de que la plata aún le alcanza para otra rondita de pisco. «Otra más» brama al cantinero con la insolencia de un adolescente. El chino Tito le sonríe paternalmente. «Esta va por mi cuenta señor Hudson» pronuncia con sutileza y ríe, ríe mucho. Como solo los chinos con plata saben hacerlo en Lima.

 

2

 

Debieron ser las copas sonando, o quizás esa luz tenue que alumbraba su rostro. Debió ser la música criolla o el olor a naftalina que penetraba lentamente por sus fosas nasales y le obstaculizaba el respiro. Hudson ha despertado, aún es de noche pero alrededor el movimiento ha perdido vitalidad. El chino ha desaparecido y en la barra solo queda una mujer oscura que vierte aserrín sobre el piso mientras canta. Hudson desea recordar.

 

¿Qué hora sería? ¿Cuánto tiempo se quedó dormido sobre la mesa? En su borrachera interminable se presentan difuminados los recuerdos. Primero, ese señor de terno oscuro que le ofreció un cigarro y aseguraba ser un ejecutivo importante. El mismo que le invitó un par de tiros en el baño y, por último, le insinuó una noche salvaje a bordo de un Ford Taurus mientras, observándolo orinar, le acariciaba una mano. Se mira los puños hinchados y presiente que resolvió el asunto con violencia; en el bolsillo aún le queda un poco del falso que logró quitarle.

 

Hudson siente asco. Aun así puede incorporarse. Bastante tieso, con las mejillas rígidas y la boca seca, se levanta de su mesa y logra sentarse en la primera que encuentra en el camino. Nadie llama su atención ni pregunta quién es, incluso el gordo pelucón de al lado le alcanza la cerveza que está dando vueltas y con un «salud gringo» lo induce a servirse. Agradeciendo el gesto, se introduce en la conversación ofreciendo cigarros. Todos aceptan gustosos y así puede conocerlos: serían seis o siete hombres y tres mujeres. Estas parecen entusiasmarse con su llegada. Hudson cree reconocer a una de ellas pero su memoria flaquea y prefiere olvidarse. Los hombres sin embargo empiezan a interrogarlo con cierta admiración.

 

—Somos de Javich, en San Martín de Porres —le dice Juan, uno de los más habladores—. ¿Conoces gringo? Es por la Cayetano, la universidad de los médicos.

 

—Mi abuela vive en el Barrio Obrero —responde Hudson con una ligera tartamudez.

 

—¡Chucha brother, entonces tú eres barrunto! Yo soy del Barrio Obrero, cerca de Piñonate ¿conoces? —Tavo parece ser el menor, es el más blanco de todos y tiene los ojos verdes. Siente una ligera simpatía por él.

 

—No sé. Yo conozco La Sociedad, mi abuela vive arriba de ese club.

 

—¡Ah, sí, La Sociedad!… ¿Has escuchado a Manuel Donoso, el Diamante de Oro?

 

—No.

 

—Es un cantante criollo famosísimo. Antes salía en el programa de Ferrando y a veces viene a cantar a La Sociedad….  Ese negro marica es nuestro broder.

 

—Cállate Tavo —lo interrumpe Johnny, mirándolo furioso.

 

—¿Tú, causa, de dónde eres?

 

—Yo soy de Magdalena pero estoy viviendo por un tiempo en el Centro. Tengo un departamento cerca de la avenida Abancay, no queda lejos de acá.

 

—¿Y qué haces por la vida?  —pregunta Johnny con curiosidad.

 

—Soy escritor.

 

—Puta ¡qué chévere! —asiente Johnny— sin vainas gringo, puta, no sé, yo quiero estudiar en la uni, así como tú, y tener mi chambita y poder casarme con la Rebeca —le da un beso en la mejilla a la chica que Hudson había reconocido—. ¡Y lo voy a hacer, ah! Estas mierdas creen que me voy en floro…

 

—No seas mentiroso oe que siempre que estás en borrachera dices lo mismo… —denuncia Juan.

 

—No me vengas a fregar envidioso que estoy alegre —replica Johnny mientras eructa—. ¡Chino!  Tráete cuatro más y ¡arriba Alianza carajo!…

 

Johnny sentencia la fiesta horas más tarde con ocho cervezas más hasta que su cuerpo cede y se derrumba en el asiento. No puede impedir vomitar el almuerzo de la tarde mientras Hudson advierte que, en un balbuceo de frases sueltas, le dice ‘puta’ a su futura esposa, la adorada Rebequita.

 

Pero Rebeca ni se inmuta, parece bastante acostumbrada al trajín. Hudson la observa una sola vez: senos caídos aunque abultados; piernas y caderas carnosas apenas cubiertas por una falda de jean nevado; piel mestiza, oscura. Decide, sin embargo, no mirar su cara. Imagina que no tiene, que al llegar su mirada hasta el cuello, la borrachera funcionará para él como un cepo que le impedirá seguir subiendo. Por esa razón, no advierte que Rebeca le devuelve la mirada con el mismo descaro de antes. Decide olvidar la situación, se dirige al baño para terminarse el falso, cuando una suave mano logra detenerlo. Al voltear se sorprende. Una de las amigas de Rebeca le pide, con el movimiento pendular de sus dedos, que acerque una oreja a su voz.

 

—Rebeca quiere hablar contigo —le dice apurada.

 

—¿Quién es esa?

 

—Rebeca pues.. la novia de Johnny.. apúrate que está medio dormido.

 

No supo porqué pero accedió. Rebeca lo esperaba en un pasadizo oscuro que precedía la entrada al baño de mujeres. Quizá fuera la inercia, quizá un impulso suicida lo que lo indujo a ese inesperado encuentro mientras las voces de los amigos de San Martín y los balbuceos histéricos de Johnny, parecían escudriñar su entrada. Hudson se introduce al pasadizo y siente que tras de él, la chica que llamó su atención hace una guardia celosa. Ni siquiera se anima a mirar a Rebeca cuando esta le habla.

 

—¿Qué ocurre?

 

—Tengo miedo de Johnny… cuando toma demasiado se pone violento.

 

—¿Y qué puedo hacer yo?

 

—No quiero que hagas nada —Rebeca baja la mirada— es solo que, a veces, cuando estoy mareada, siento que no lo quiero.

 

—¿Y eso a mí que me importa?

 

—Eres bien malo conmigo ¿no? —Rebeca sonríe confusamente ante su mirada indiferente—. Ni siquiera sé tu nombre… ¿Cómo te llamas?

 

—Hudson

 

—¿Hudson?… ¡Qué bonito nombre! ¿Es de acá?

 

—¿Para qué me has llamado?

 

—¿No te has dado cuenta verdad? ¡Qué va a ser, si estás recontra duro!

 

—¿Quieres un poco? —sonríe con amabilidad, por primera vez.

 

—No, gracias —Rebeca se excita ante este gesto—. A mí no me gusta esa vaina, me pongo muy loquita.

 

—De eso se trata pues loquita, de eso se trata…

 

—¿No tienes miedo de que venga Johnny, verdad?

 

—No… me llega al pincho Johnny.

 

—Por eso me gustas flaquito —le dice sonriendo— porque eres bien avezado.

 

—Ah, qué.. ¿te gusto?

 

—Claro pues huevón, para qué crees que te he llamado.

 

Rebeca lo toma del pelo y, abriendo la puerta del baño que está tras de ella, lo introduce agarrándolo por la nuca. Intenta besarlo pero Hudson la aparta con violencia. Indolente, la arrima cogiéndola de la cintura con ambas manos y, levantándola en peso, deposita su cuerpo encima de uno de los retretes mientras desnuda sus piernas de la falda que las cobija. Las abre. Ella intenta besarlo de nuevo y esto lo enfurece, coloca una de sus manos sobre la boca de Rebeca mientras con la otra jala su calzón dando tirones, intentando romperlo. Lo logra. «Ya no estoy para huevadas mocosa» le dice vehemente, mientras se saca el cinturón y baja su bragueta con torpeza. Impulsa el cuerpo de Rebeca contra la fría pared mientras siente que unas manos desesperadas le golpean la espalda. Le duele.

 

—Eres una puta —le dice mientras se sube el pantalón—. Con coca o sin coca igual eres una loca de mierda.

 

Rebeca queda a oscuras, oculta la cara entre las piernas mientras escucha los pasos que se alejan raudamente por el pasillo. Alrededor de ella, las paredes de cemento parecen hablarle, olerla, mirarla aún desnuda, sentada sobre ese retrete resquebrajado y húmedo. Desde el interior del bar, resuenan las voces de sus amigos y un conjunto de música criolla ha empezado a entonarRegresa. Rebeca se viste con rapidez. Ensaya una nueva expresión antes de regresar al salón. Al llegar sonríe. No puede dejar de fingir ante sus amigas que Hudson ha sido para ella todo lo que había planeado y más; ellas se ríen de Johnny que sigue balbuceando mientras duerme. «Mi amor, ya vamos» le dice Rebeca al oído con ternura y desprecio. Corresponde el beso de Johnny mientras el olor a vómito de su boca le produce vértigo. Se pregunta por Hudson.

 

De pronto, mirando hacia la puerta de entrada, Rebeca advierte la presencia de su amante en la calle. Logra captar su atención. Le sonríe. «Te amo» pronuncian sus labios pero Hudson, aunque la observa, esquiva su mirada y huye. La mujer queda mirando la calle vacía, lentamente su sonrisa empieza a apagarse. La cabeza de Johnny cae de pronto sobre uno de sus hombros, golpeándola. Rebeca, sin apartarlo, coge el último vaso de cerveza que queda sobre la mesa y, de un sorbo, lo termina. El líquido helado le llena los ojos de lágrimas.

 

3

 

¿Quién es esa mujer mayor que duerme al costado de Hudson ahora que el frío lo incomoda? ¿Dónde está su chaqueta y cómo es que regresó de nuevo al bar del chino Tito? ¿Dónde se fueron Rebeca y los amigos de San Martín? ¿Qué hora es? ¿Está ya sobrio? ¿Es este el mismo día? ¿Aún le queda cocaína? ¿Dinero? ¿Cigarros?

 

La mujer abre los ojos.

 

«Hola gringo bello» le dice y Hudson la observa: lleva una camisa fosforescente y desteñida que está abierta a la altura de su pecho; su sostén es blanco pero tiene manchas de óxido en uno de los tirantes. El colorete de sus labios es marrón. Su olor es especial, le recuerda al agua patchulique usan los asistentes a los conciertos subterráneos del Averno en el jirón Quilca. Logra recordar su nombre.

 

—¿María?

 

—¡Qué María cojudo!, soy Rosa ja ja ja ja… —su risa es un berrido, Hudson observa que le faltan dientes.

 

—¿Rebeca?

 

—Rosa carajo, Ro-sa…

 

—¿Qué haces aquí? —enciende los ojos desorientados.

 

—Tú me trajiste pe’.

 

—¿Sí? Ah… ¿Y por qué te traje?.

 

—Puta blanquito, estás tieso ¿ah?… no te acuerdas que estabas afuera mechándote con un borracho.. ¡Pobre hombre, casi lo matas!

 

—¿Sí?

 

—¡Sí!… Johnny le decías al cojudito.

 

—¿Y tú qué tienes que ver?

 

—Yo estaba parada al costado. Tú me llamaste pe’ blanquito ¿no te acuerdas?

 

—Ah sí, sí, sí, claro.. y… ¿Quieres una chela?

 

—La tía ya cerró, no vende nada.

 

—¿Qué tía?

 

—La ñora pe’, la esposa del chino…

 

—Ah… Vámonos de acá entonces.

 

—Vamos pe’.

 

Salen del bar y caminan por la avenida Colmena, hacia la plaza San Martín. Él la tiene abrazada para no resbalar. Observa que aún hay prostitutas y travestis en la calle. Oye que llaman a Rosa pero esta hace como que no escucha. «¡Vieja pendeja eres!» le grita uno de los maricones que muestra sus senos. Los pirañas ya no duermen en la plaza pero sí en las bocacalles que desembocan en el parque. Hace frío.

 

—Yo pude haber sido un gran escritor —decide confesar.

 

—Uy carajo… yo pude haber sido profesora, secretaria, ama de casa, cualquier mierda y mírame ahora… una vulgar puta.

 

—¿Puta?

 

—Puta pe’ gringo, puta… ¿Quién crees que soy? ¿Rossy War? ja ja ja ja…

 

—Nunca publiqué nada.

 

—Ajá… —escucha Rosa desinteresada.

 

—Al comienzo por maricón. Tenía miedo a abandonarme, confiaba en mi juventud, en mis lecturas, pensé que quizá luego… —Hudson no sabe llorar frente a otra persona—. Pero luego.. Luego no llegué ¿me entiendes? Creí poder hacerlo pero fallé. Me caí…

 

—No quiero interrumpirte gringo bello pero, ¿falta mucho?

 

—…no rechazaron ninguno de mis libros. Simplemente no los publicaron. Una y otra vez había alguien detrás mío que debía publicar cuanto antes, yo tenía que esperar. Y esperé. Sigo esperando…

 

—Mira gringo, no entiendo ni un carajo de lo que dices pero algo he escuchado. Invítame un par de tiros más y te digo lo que pienso ¿sale..? —Rosa jala— …la verdad gringo, no pienso ni mierda solo quería parcharme ja ja ja ja…

 

—No tengo ni un cobre, Rosa  —Rosa ni lo mira, él busca en sus bolsillos al llegar a la puerta de su casa—. ¿Dónde está mi falso?

 

—Tú me invitaste lo último pe’ blanquito ¿Qué dijiste? ¿Todo gratis?… ¡Ah no carajo, yo seré puta pero no cojuda: me pagas con guita o me paras la pichanga!

 

—¿Te lo has choreado?

 

—No te loquées gringo. Los loquitos aquí en el Centro mancan…

 

—Sube sube, aquí es.

 

—¡Uy blanquito! Está bonito, ah, está bonito.

 

Se encierra en el baño, se lava la cara varias veces, decide no observar su rostro en el espejo ovalado ubicado sobre el lavatorio. Se quita la cafarena y la deja en el perchero de la puerta. Está duro. Desea seguir jalando pero la coca se terminó entre las narices de Rosa. Sentado sobre la tapa del retrete se coge los cabellos como si, en un arranque de furia, pudiera arrancárselos. ¿En qué piensa? Seguro en morirse. Hudson piensa en morirse y se acuerda de que alguien le contó que a Hudson Valdivia lo mató la noche. ¿Y a él? ¿No era esa misma noche la que lo estaba consumiendo? Hudson siente orgullo de estarse muriendo de a pocos, de llevar el mismo nombre del famoso declamador Valdivia. Decide salir del baño.

 

En la cama descansa Rosa con la boca abierta, duerme desnuda. Se para frente a ella y la observa con detenimiento. Rosa es tan marrón como el colorete de sus labios. Lo primero que advierte es que sus pezones son grandes, negros y están llenos de espinillas. Sus senos caídos parecen divorciados, cada uno apunta en dirección distinta y las arrugas los han cuarteado por lo que parecen chirimoyas gigantes de barro. Rosa es una abuela gorda y deforme que ronca con la boca abierta y a la que le faltan dientes. Tiene celulitis en la panza, sus pies grandes y sucios están ennegreciendo las sábanas. Hudson le observa el rostro y siente pánico. Rosa despierta y sonríe al mirarlo.

 

«Ya pe’ gringo, bájate el pantalón, qué esperas, ¿invitación?». La mujer deja caer saliva entre sus dedos mientras con la otra mano empieza a masturbarse, se frota los ojos con uno de  sus antebrazos y bosteza. Con los dedos de los pies escala por sus piernas hasta llegar a su ingle. Hudson ni se inmuta, se aferra rígidamente al barandal trasero de su cama. No se mueve. Rosa se pone de rodillas rápidamente, las bolsas de grasa se contornean en su barriga mientras acerca la cara a su bragueta. Le coge la cremallera, manipula su cierre. Hudson levanta su mirada hacia el cielo. Se abandona pensando en las excelentes posibilidades que esta escena macabra le brindaría para escribir un cuento. Desea escribir en ese mismo instante. Ya es de mañana y si Rosa se fuera, escribiría una historia sobre ella. Mejor aún, escribiría una historia sobre Rebeca, otra sobre Johnny, otra sobre Tavo, el gordo pelucón y el chino Tito. Piensa escribir un libro de cuentos sobre el jirón Quilca y terminar esa novela extraordinaria que solo tiene un capítulo y dedicará a la memoria de Hudson Valdivia.

Hudson se descubre feliz. Baja la mirada y ve los escasos pelos rizados de Rosa moviéndose pendularmente hacia su vientre. Está excitado. Coge con suavidad los cabellos de la anciana y, mientras se baja por completo el calzoncillo pensando en su futura mesa en el bar del chino Tito, susurrándole al oído, le pregunta por segunda vez su nombre.

 

 

 

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