Por Michelle Houllebecq
La vida de un alemán se desarrolla como sigue: durante su juventud y su madurez, el alemán trabaja (normalmente en Alemania). A veces se queda en paro, pero con menos frecuencia que un francés. Sea como sea, los años pasan y el alemán llega a la edad de la jubilación; entonces puede elegir su lugar de residencia. ¿Se va a vivir a una granjita en Suavia? ¿O a una casa en las zonas residenciales de Munich? A veces, pero cada vez menos. En el alemán de entre cincuenta y cinco y sesenta años se opera un cambio profundo. Como la cigüeña en invierno, como el hippie de otras épocas, como el israelita adepto del Goa trance, el alemán sexagenario emprende el viaje al Sur. Lo volvemos a encontrar en España, casi siempre en la costa entre Cartagena y Valencia. Se avistan algunos especímenes —en general de extracción social más acomodada— en Canarias o en Madeira.
Este cambio profundo, existencial, definitivo, sorprende poco a su entorno; ha sido preparado por múltiples vacaciones, la compra de un apartamento lo ha hecho casi inevitable. Así vive el alemán, y así disfruta de sus últimos años dorados. Observé este fenómeno por primera vez en noviembre de 1992. Mientras conducía por la zona del norte de Alicante, se me ocurrió la peregrina idea de parar en una miniciudad, que por analogía podríamos llamar pueblo; el mar estaba al lado. El pueblo no tenía nombre; probablemente no habían tenido tiempo de darle uno; estaba claro que no había ninguna casa anterior a 1980. Serían las cinco de la tarde. Caminando por las calles desiertas observé, de entrada, un fenómeno curioso: los letreros de las tiendas y de los calles, los menús de los restaurantes, todo estaba en alemán. Compré algunas provisiones, y vi que el lugar empezaba a animarse. Una población cada vez más densa llenaba las calles, las plazas, el paseo de la playa; parecía animada por un vivo deseo de consumo. Las amas de casa salían de sus residencias. Hombres bigotudos se saludaban calurosamente, y parecían ponerse de acuerdo sobre los detalles de la velada. La homogeneidad de aquella población, al principio llamativa, empezó a obsesionarme poco a poco, y a eso de las siete tuve que rendirme a la evidencia: LA CIUDAD ESTABA POBLADA ÚNICAMENTE POR JUBILADOS ALEMANES.
Desde un punto de vista estructural, la vida de un alemán recuerda bastante la vida de un trabajador inmigrante. Tomemos un país A y un país B. El país A ha sido concebido como país de trabajo; todo en él es funcional, aburrido y preciso. El país B es un país de ocio, para pasar las vacaciones y la jubilación. Uno lamenta irse, desea regresar. Es en el país B donde uno hace amistades de verdad, amistades íntimas; allí se compra una casa, que quiere legar a sus hijos. Normalmente, el país B está más al sur.
¿Podemos concluir que Alemania se ha convertido en una región del mundo donde el alemán ya no quiere vivir, y de la que huye en cuanto puede? Creo que sí. Así que la opinión de un alemán sobre su país natal se parece a la opinión de un turco. No hay ninguna diferencia real; aunque quedan algunos cabos sueltos.
En general, el alemán tiene una familia, compuesta por uno o dos hijos. Como sus padres a esa edad, los hijos trabajan. Y a nuestro jubilado se le ofrece la oportunidad de una pequeña migración; muy estacional, puesto que tiene lugar durante el período de fiestas, por ejemplo entre Navidad y el día de Año Nuevo. (ATENCIÓN: el fenómeno que se describe a continuación no se observa en el trabajador inmigrante propiamente dicho; Bertrand, camarero en la cervecería Le Mediterranée, en Narbona, me ha facilitado los detalles).
Entre Cartagena y Wuppertal hay un largo camino, incluso a bordo de un potente vehículo. Al caer la noche, no es raro que el alemán sienta necesidad de hacer una escala; la región de Languedoc-Roussillon, dotada de una moderna oferta hotelera, es una opción satisfactoria. Llegados a este punto, ya ha pasado lo peor; la red de autopistas francesas sigue siendo, por mucho que digan, superior a la española. Ligeramente relajado después de cenar (ostras de Bouzigues, chipirones a la provenzal, una pequeña bullabesa para dos personas si es temporada alta), el alemán abre su corazón. Entonces habla de su hija, que trabaja en una galería de arte en Düsseldorf; de su yerno informático; de sus problemas de pareja y de las posibles soluciones. Y habla.
«Wer reitet so spät durch Nacht und Wind?
Es ist der Vater mit seinem Kind».
Lo que dice el alemán a esas horas y en ese estado ya no tiene mucha importancia. De todas formas está en un país intermedio y puede dar libre curso a sus pensamientos más profundos; y pensamientos profundos no le faltan.
Más tarde, se queda dormido; y seguramente es lo mejor que puede hacer.
Ésta era nuestra rúbrica: «La paridad franco-marco, el modelo económico alemán». Buenas noches a todos.
Tomado de: El mundo como supermercado