En aquel año de 1925, cuando floreció el idilio de la mulata Gabriela y del árabe Nacib, la estación de las lluvias habíase prolongado más allá de lo normal y necesario, a tal punto que los plantadores, como un rebaño asustado, al entrecruzarse en las calles se preguntaban unos a otros, con miedo en los ojos y en la voz:
—¿No parará nunca?
Se referían a las lluvias; nunca habíase visto tanta agua cayendo de los cielos, día y noche, casi sin intervalos.
—Una semana más y todo estará en peligro.
—La zafra entera…
—¡Dios mío!
Hablaban de la zafra, que se anunciaba excepcional, superando con largueza a todas las anteriores. Con los precios del cacao, en constante aumento, esto significaba riqueza aún mayor, prosperidad, hartazgo, dinero a raudales. Los hijos de los «coroneles» (popularmente: ricachones) irían a los colegios más caros de las grandes ciudades a cursar sus estudios, nuevas casas se levantarían para las familias en las calles recientemente abiertas, lujosos moblajes serían encargados directamente a Río, llegarían pianos de cola para aristocratizar las salas; los negocios bien provistos multiplicándose, el comercio creciendo, la bebida corriendo en los cabarets, mujeres desembarcando de los barcos, el juego campeando en los bares y en los hoteles, ¡el progreso, en fin, la tan mentada civilización!
Y pensar que esas mismas lluvias, ahora demasiado copiosas, amenazadoras, diluviales, tanto se habían demorado en llegar, ¡tanto se habían hecho esperar y rogar! Meses antes, los «coroneles» elevaban los ojos hacia el cielo límpido en busca de nubes, de señales de próxima lluvia. Crecían las plantaciones de cacao, extendiéndose por todo el sur de Bahía, en espera de las lluvias indispensables para el desarrollo de los frutos recién nacidos, que sustituían las flores de las plantas. La procesión de San Jorge, aquel año, había cobrado el aspecto de una ansiosa promesa colectiva al santo patrono de la ciudad.
Su rica litera trabajada en oro, era llevada sobre los hombros orgullosos de los ciudadanos más notables y los estancieros más ricos, vestidos con el ropaje rojo de la cofradía, lo que no es poco decir, ya que los «coroneles» del cacao no se distinguían por la religiosidad, ni frecuentaban iglesias, y eran rebeldes a misas y confesiones, dejando estas debilidades para las mujeres de la familia:
—¡Eso de la iglesia, son cosas para mujeres!
Se contentaban con atender los pedidos de dinero del Obispo y de los sacerdotes, destinado a obras y diversiones: el colegio de monjas en lo alto de la Victoria, el Palacio Diocesano, las escuelas de catecismo, las novenas, el mes de María, las kermesses y fiestas de San Antonio y de San José.
Aquel año, en vez de quedarse por los bares bebiendo, todos ellos estaban en la procesión, con la vela en la mano, contritos, prometiendo el oro y el moro a San Jorge, a cambio de las preciosas lluvias. La multitud detrás de la litera, acompañaba por las calles los rezos de los sacerdotes. Vestido con el ropaje del ritual, las manos unidas para la oración y el rostro compungido, el padre Basilio elevaba la voz sonora, arrastrando los rezos.
Elegido para la importante función por sus eminentes virtudes, consideradas y estimadas por todos, también lo había sido porque aquel santo hombre era propietario de tierras y plantaciones, y por lo tanto, directamente interesado en la intervención celestial. Así, rezaba con redoblado vigor.
Las numerosas solteronas, en torno a la imagen de Santa María Magdalena, retirada la víspera de la iglesia de San Sebastián para acompañar la litera del santo patrono en su ronda por la ciudad, sentíanse transportadas en éxtasis ante la exaltación del padre, habitualmente bonachón pero apurado, despachando su misa en un abrir y cerrar de ojos, confesor poco atento a lo mucho que tenían ellas para contarle. ¡Tan diferente del padre Cecilio, por ejemplo!
Elevábase la voz vigorosa e interesada del cura en la oración ardiente, elevábase la voz cascada de las solteronas, el coro unánime de los «coroneles», y sus esposas, hijas e hijos, comerciantes, exportadores, trabajadores llegados del interior para la fiesta, cargadores, hombres de mar, mujeres de la vida, empleados de comercio, jugadores profesionales, y diversos malandrines, los chiquilines del catecismo y las muchachas de la Congregación Mariana. Subía la oración hacia un diáfano cielo sin nubes, donde, como una asesina bola de fuego, un sol despiadado quemaba, capaz de destruir los brotes del cacao, recién abiertos.
Algunas señoras dé la sociedad, según la promesa sobre la que se pusieran de acuerdo en el último baile del Club Progreso, acompañaban la procesión con los pies descalzos, ofreciendo al santo el sacrificio de su elegancia, pidiéndole lluvia. Murmurábanse diferentes promesas, apurábase al santo, pues ninguna demora podía admitírsele, que bien veía él la aflicción de sus protegidos: era un milagro urgente lo que se le pedía.
San Jorge no había permanecido indiferente a los rezos, a la repentina y conmovedora religiosidad de los «coroneles», y al dinero por ellos prometido para la Iglesia Matriz, ni a los pies desnudos de las señoras, tan castigados por los adoquines de las calles, pero tocado sin duda más que todo por la agonía del padre Basilio. Tan receloso estaba el padre por el destino de sus frutos de cacao que, en los intervalos del ruego vigoroso, cuando el coro clamaba, juraba al santo abstenerse un mes entero de los dulces favores de su comadre y gobernanta Otália. Cinco veces comadre, ya que cinco robustos retoños —tan vigorosos y promisorios como las plantas de cacao del cura— había ella llevado a la pila bautismal, envueltos en linón y encaje.
No pudiendo reconocerlos, el padre Basilio era padrino de todos ellos —tres niñas y dos niños— y, ejerciendo la caridad cristiana, les prestaba el uso de su propio nombre de familia, Cerqueira, un bonito y honesto nombre.
¿Cómo podría San Jorge permanecer indiferente a tanta aflicción? Desde los tiempos inmemoriales de la Capitanía (antigua circunscripción territorial) él venía dirigiendo, bien o mal, los destinos de esa región, hoy tierra del cacao. El donatario, Jorge de Figueirédo Correia, a quien el rey de Portugal había dado, en prueba de amistad, esas decenas de leguas pobladas de salvajes y de «palo-brasil», no dispuesto a abandonar los placeres de la corte lisbonense por la selva bravía, había enviado a un cuñado español para que muriera en manos de los indios, en su lugar. Pero habíale recomendado poner bajo la protección del santo vencedor de los dragones aquel feudo que el rey, su señor, tuviera por bien regalarle. Él no iría a esa distante tierra primitiva, pero le daría su nombre, consagrándola a su tocayo San Jorge. Montado en su caballo, desde la luna, el santo seguía el destino animado de ese San Jorge dos Ilhéus desde aproximadamente cuatrocientos años. Había visto a los indios degollar a los primeros conquistadores y ser, a su vez, destrozados y esclavizados; había visto levantarse los ingenios de azúcar, las plantaciones de café, pequeños unos, mediocres las otras. Había visto vegetar esa tierra, sin mayor futuro, durante siglos. Después, había asistido a la llegada de las primeras plantaciones de cacao, ordenando a los macacos «jupará» que se encargasen de multiplicar las plantas de cacao. Tal vez sin objetivo definido, apenas para mudar un poco el paisaje del que ya debía estar cansado, luego de tantos años. Lejos de imaginar que, con el cacao, llegaba la riqueza, una época nueva para la tierra bajo su protección. Vio entonces cosas terribles: los hombres matándose traicionera y cruelmente por la posesión de valles y colinas, de ríos y sierras, quemando las plantas, plantando febrilmente sementeras y sementeras de cacao. Vio crecer súbitamente la región, nacer villas y poblados, vio llegar a Ilhéus el progreso trayendo un Obispo consigo, instalarse nuevos municipios —Itabuna, Itapira—, levantarse el colegio de monjas, vio a los barcos desembarcando gente, y tanta cosa vio que llegó a pensar que nada más podría impresionarlo. Pero a pesar de eso, se impresionó con aquella inesperada y profunda devoción de los «coroneles», hombres rudos, poco aficionados a leyes y rezos, con aquella loca promesa del padre Basilio Cerqueira, de naturaleza incontinente y fogosa, tan fogosa e incontinente que el santo dudaba que él pudiera cumplirla hasta el fin. Cuando la procesión desembocó en la plaza de San Sebastián, deteniéndose ante la pequeña iglesia blanca, cuando Gloria se persignó, sonriente, en su ventana maldecida, cuando el árabe Nacib salió de su bar desierto para apreciar mejor el espectáculo, entonces sucedió el tan mentado milagro. No, no se cubrió de nubes negras el cielo azul, ni comenzó a caer la lluvia. Indudablemente para no arruinar la procesión. Pero una desmayada luz diurna surgió en el cielo, perfectamente visible a pesar de la claridad deslumbrante del sol. El negrito Tuísca fue el primero en verla, llamando la atención de las hermanas Dos Reís —sus patronas— en el centro del grupo negro de las solteronas. Un clamor de milagro se sucedió, partiendo de las solteronas excitadas, propagándose por la multitud, y esparciéndose luego por la ciudad entera. Durante dos días no se habló de otra cosa.
¡San Jorge había venido para oír los rezos, las lluvias no tardarían! Y efectivamente, algunos días después de la procesión, nubes de lluvia se acumularon en el cielo y las aguas comenzaron a caer al anochecer.
Solo que San Jorge, naturalmente impresionado por el volumen de las oraciones y promesas, por los pies descalzos de las señoras y por el espantoso voto de castidad del padre Basilio, magnificó el milagro y ahora las lluvias no querían parar. La estación de las lluvias se prolongaba desde hacía ya más de dos semanas fuera del tiempo habitual. Aquellos brotes apenas nacidos de los cocos de cacao, cuyo desarrollo el sol había amenazado, crecieron magníficos con las lluvias, en número nunca visto, pero comenzaban ahora a necesitar nuevamente de sol. La continuación de las lluvias, pesadas y persistentes, podría pudrirlos antes de la zafra.
Con los mismos ojos de temor angustiado, los «coroneles» miraban el cielo plúmbeo, la lluvia cayendo: buscaban el sol escondido. En los altares de San Jorge, de San Sebastián, de María Magdalena, hasta en el de Nuestra Señora de la Victoria, en la capilla del cementerio, se encendían velas. Una semana más, tal vez diez días más de lluvias y la zafra estaría por entero en peligro; era una expectativa trágica. He ahí porqué, cuando aquella mañana en que todo comenzó, un viejo estanciero, el «coronel» Manuel das Onzas —así llamado porque sus plantaciones estaban casi en el fin del mundo, donde, según decían y él confirmaba, hasta tigres (onzas) rugían—, salió de su casa cuando todavía era casi noche, a las cuatro de la mañana, y vio el cielo despejado, de un azul fantasmagórico de aurora abriéndose, y el sol anunciándose con alegre claridad sobre el mar, levantó los brazos, y gritó con un alivio inmenso:
—En fin… La zafra se salvó.
El «coronel» Manuel das Onzas apuró el paso en dirección al puesto de pescado, en las inmediaciones del puerto, donde por la mañanita, cotidianamente, se reunía un grupo de viejos conocidos en torno de las latas de «mingau» (comida del tipo de la tapioca) de las «bahianas». No habría de encontrar a nadie en aquella hora, él era siempre el primero en llegar, pero caminaba rápidamente, como si todos lo esperasen para oír la noticia. La alborozada noticia del final de la estación de las lluvias. El rostro del estanciero se abría en una sonrisa feliz.
Estaba garantizada la zafra, aquella que sería la mayor de todas, la excepcional, de precios en constante aumento, en ese año de tantos acontecimientos sociales y políticos.
En el que tantas cosas mudarían en Ilhéus, año por muchos considerado como decisivo en la vida de la región. Para unos fue el año del caso de la barra, para otros el de la lucha política entre Mundinho Falcão (Mundiño Falcón), exportador de cacao, y el «coronel» Ramiro Bastos, el viejo cacique local. Terceros lo recordaban como el año del sensacional juicio del «coronel» Jesuíno Mendonza, algunos como el año de la llegada del primer navío sueco, iniciando la exportación directa de cacao. Nadie, sin embargo, habla de ese año, de la zafra de 1925 a la de 1926, sino como el año del amor de Nacib y Gabriela y, aun cuando se refieren a las peripecias del romance, no comprenden cómo, más que cualquier otro acontecimiento, fue la historia de esa loca pasión el centro de toda la vida de la ciudad en aquella época, cuando el impetuoso progreso y las novedades de la civilización transformaban la fisonomía de Ilhéus.
Tomado de: Gabriela, clavo y canela – Jorge Amado (1958)