Por:

Alina Gadea

– Feliz año pues – te dijo Pedro, al mismo tiempo que te daba unas palmaditas en el hombro que te sentaron como un golpe en la boca del estómago. Estaban dando las doce campanadas del último día del año. Te habías arreglado con esmero. Te habías probado varios vestidos hasta escoger ése: el azul noche largo de diminutas escarchas plateadas, con la espalda desnuda. Te habías puesto tu mejor perfume, tus tacos altos y tus aretes largos de brillantes.

Felicitaciones muchachos, oíste la voz del dueño de casa. Miraste alrededor decenas de parejas besándose. Con desconsuelo te detuviste a mirar una en particular que se hablaba al oído, abrazados y con los ojos cerrados como si quisieran meter un alma en la otra. Gente con uvas en la boca, tomando champagne de unas copas de cristal alargadas que prometían algo secreto y feliz en cada sorbo. El mundo seguía sin detenerse mientras el tiempo se había congelado para ti.

Con la mirada clavada en el suelo, escapaste al cuarto que la pareja de amigos dueña de casa les había asignado a ti y a Pedro. Te desvestiste con una lástima insoportable por ti misma. Al mirarte al espejo, buscaste verte como una verdadera mujer. Te pusiste un camisón y te acurrucaste en la postura fetal de la gente que ha sido fuertemente golpeada, en el borde de la cama.

Lo sentiste entrar luego de un rato, pero fingiste estar dormida. No sabías cuanto tiempo había pasado. Te tapaste la cara con la sábana; las lágrimas rebalsaban de tus ojos y te mojaban parte del pelo y la almohada.

La noche fue una pesadilla abominable sobresaltada por carcajadas y música guarachera de fin de fiesta.

El rumor suave del mar fue interrumpido por cuetones, palmoteadas chabacanas y chistes subidos de tono que duraron hasta el amanecer. Entre sueño y sueño lo oías a lo lejos.

Un tímido rayo de luz se coló por entre las cortinas junto con el aliento salino de la madrugada del mar.

Te levantaste de la cama después de no haber dormido y sin hacer ruido, te quitaste el camisón. Te pusiste la ropa de baño y encima un vestido de playa.

Él,  cómodamente dormido, soñaba sin duda con algo muy distinto a ti    .

Llegaste a la playa vacía como un eco de tu soledad. Todos dormían excepto las gaviotas que te recibieron. Te pareció que se burlaban de ti cuando oíste sus risas sentada en la orilla. Hubieras querido aunque sea por un solo día ser como ellas, que se pasan el día contentas, volando y pescando.

La arena estaba algo húmeda y llena de cangrejos que entraban y salían de sus vericuetos. Te sentías como uno de los tantos muymuys muertos en la arena dura. Calcinada. Una calavera. Un remedo de algo que fue. Sólo una envoltura sin nada adentro. El frío que venía de adentro de ti se encontraba con el de la mañana helada. Derrengada, apoyaste tu cabeza sobre tus rodillas. Te dolía la espalda, el pecho y la frente. Cerrabas los ojos de rato en rato para no ver el mar de Paracas empozado, verdoso y velludo.

El cielo azul añil, parece que va a romperse en cualquier momento. ¿Estallará en colores?

Te levantas y comienzas a caminar. Las conchitas de la arena te arañan los pies, así que los metes al mar y sigues caminando con los yuyos enredándose en tus tobillos.

Una lancha aparece, viene del fondo del mar o del horizonte. Llega hasta la orilla y se detiene cerca de ti. El hombre que la conduce se baja sin apagar el motor.

-Hay rayas – te dice – es mejor que arrastres los pies, te pueden picar.

Tú quisieras decirle, qué más da que me piquen y me maten, pero te quedas callada. Sonríes vagamente como lejos de ti misma. Lo miras. Se le ve fresco y alegre. Te dices que parece un padre de familia y que tiene el encanto de un hombre suave, salido sorprendentemente de la nada el primer día del año al amanecer.

Te mira y te dice:

-¿Quieres dar una vuelta?

Te ves subiéndote a la lancha sin decir una palabra. Y de un momento a otro la orilla ha quedado lejos y más lejos la casa de los amigos en el malecón. Ha quedado lejos el saludo poco feliz de Año Nuevo. Vas a toda velocidad con un hombre desconocido, cortando el mar, volando libre con el viento en la cara, como una gaviota. Por unos momentos te deja de doler la cabeza y el alma. No se ha dado cuenta que has llorado toda la noche porque los lentes de sol te tapan los ojos congestionados. La lancha se detiene mar adentro. El silencio y la soledad son absolutos pero agradables.

Te sacas el vestido y los anteojos y te tiras al agua helada. Estás viva. El también se avienta. También está vivo. Nadan. El frío los hace reír. El agua parece desinflamarte los ojos y el cuello. Suben nuevamente a la lancha. El viento en tu cuerpo mojado termina de despertarte a la vida. Llegan a la orilla, te bajas y le dices:

-Gracias por el lindo paseo.

-Es bueno compartir. Que tengas un feliz año.

Lo ves partir en su lancha hasta desaparecer tal como vino. Pero la frase de un desconocido se queda contigo y con ella en tus oídos, recoges tus cosas mientras Pedro sigue durmiendo. Emprendes tu regreso a casa y comprendes que la vida no se ha terminado. Que siempre hay algo bueno por vivir. Te sientes una mujer y te dices a ti misma, Feliz Año Lucía.

 

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