Estimado Stalker:
Créeme que honra que hurgues mi cuenta de correo, aunque no sé muy bien qué buscabas. No encontrarás nada precioso, todo es morralla ahí. Si querías saber de mí, hubieras ido a mirar el mar. O empezabas por entrevistarte con mis amigos. Salen a precio ganga: una botella de cerveza la confesión, media caja y son juez de parte, una botella de ron y te animan a mandar la moto.
Por:
Jorge Díaz Untiveros
Leíste los poemas que aún no termino por desidia. ¿Buscabas un nombre en ellos? ¿Sí? ¿ No sabes que el manual Toby del escritor calichín dictamina, en una de sus mejores directrices, que uno nunca debe poner el nombre de la persona de la cual escribe en el poema, por pudor, por cuidarse de ser huachafo y por ese asunto parheliano de la temporalidad? A la donna angelicata se la respeta y se la guarda bajo siete llaves. Y conviene amarrar dichas llaves al cuello de un mastín de esos bravos, cerbérico, mulderino.
Luego, mis cartas. Carta atesorada por aquí, carta atesorada por allá. Confieso que soy un sentimental por guardar cartas. Rezagos de la época escribal que se desbarranca en HD.
¿Pero, vamos, por qué fisgonear? ¿Por qué no la pregunta directa y desnuda? Te hubiera respondido lo que quisieras ayer antes de terminar el día. Al fin y al cabo, yo no miento si es de noche, y las preguntas valientes tienen siempre respuestas valientes.
Debo decirte que merezco un stalker más acorde a mi inteligencia: has dejado más huellas que pájaro sobre cemento fresco. Dicen que uno también es sus enemigos. Gracias a ti, siento que soy Larabee, el mofletudo amigo del Superagente 86. Y siento todo este asunto un guion de Mel Brooks, y mi cuenta, la oficina de Control.
Veo que arruinaste mis conversaciones y cambiaste mi contraseña de Facebook desde mi Gmail. Muy bien. Contrataré una claqué virtual para celebrarte. Agitaré una botella de mi mejor champaña y le dispararé el corcho en el ojo al Cristo crucificado que cuelga, contristado y sediento, arriba de mi bar. Pero por otro lado debo confesarte que me has hecho un favor. Verás, desde hace algún tiempo estaba con la idea de ir desmediatizándome poco a poco. Confieso que me da más alegría la mañana pixeleada que tengo por wallpaper que la limeña mañana (tan pícara) con sus palomas caga estatuas. Red pill, blue pill: hoy soy más un avatar, ese muñequito que se parece más a mí mismo que yo, que ya voy sin mí a todos lados.
Sin el asunto de las redes sociales (tecnolatrías y tecnímodos), bien podré terminar de escribir el libro pendiente que de seguro viste en mis asuntos. Y eso es bueno, tanto como ser real.
Incluirte entre los textos será otra forma de daño. Llamémosle agradecimiento.
Alberto Beingolea, EL FÚTBOL Y MI EDUCACIÓN SEXUAL
Recordar La serie rosa es recordar Goles en acción. Bajo esa perspectiva, Alberto Beingolea ha sido polizonte en el despertar sexual de toda una generación.
Guardad celosamente ese secreto.
I
La canción que daba inicio al programa anticipaba lo que vendría después. Tantantantantan. Una base secuenciada y una notas ligeras desde un sintetizador galáctico: si el oído y la memoria genital no me fallan, dicho score era muy similar a los que acompañaban las escenas de las pornos de los años ochenta y principios de los noventa. Porque hubo un tiempo en que las pornos tenían argumento, escenografía y música propia, y no solo se trataba de embestir y darla. Tiempo en que los pelos no molestaban a nadie y eran bienvenidos. Tiempo de pocos tatuajes en las actrices.
La intro de Goles en acción anticipaba todo ello en sus 42 segundazos. El bigote púbico de Beingolea también.
Luego, el fútbol.
II
(Imaginar una lejana mañana de lunes). En la cola del colegio, unos muchachos de unos once años con ojeras de cuculí cuchichean sobre lo sucedido la noche anterior: que se vio una teta, una entrepierna, que el dejo español, que «¿qué cosa es tolete?», que mi hermano mayor me pilló pajeándome, que mi viejo también mira, que mi hermana le dijo a mi mamá que me quite la tele del cuarto, y un largo etcétera.
La serie rosa era nuestro altar a la Venus y nuestra consultoría sexual gratuita. De un colegio católico de hombres en donde ninguna voz oficial hablaba de sexo (amén la vez que un tutor audaz nos legó para la posteridad la siguiente y puñetera máxima: «La masturbación es un elemento negativo»), nadie sabía nada del asunto salvo que nuestros padres no tiraban. Por eso, cuando nos enteramos de que la pequeña Paty le lanzó una cachetada a nuestro amigo Pablo porque, mientras ella lo besaba tiernamente, él correspondió su amor agarrándole el trasero con mano imaginada de duque francés, llegamos a condolernos todos y estuvimos apenados y desconcertados.
Ahora bien, la charla de los chicos ojeras de cuculí tenía un anverso misterioso, una subtrama que se filtraba entre nos: maldito Beingolea, se pasó la hora, ¿viste el recuento de goles?, podemos tener un falso nueve en nuestro equipo, Cristal da la lucha, ¿vas a ir al estadio?, subamos marca, que buenas flacas se levantan esos huevones.
Como hipo recurrente, el recuerdo de la alcoba y la bienamada se matizaba por un regate o una falta no cobrada. Y al manual de poses, la tabla de colocaciones. Y al monte de Venus, el césped mal cortado de la cancha. Y a nuestros furores, el amor futbolero. Las conversaciones de los lunes iban por donde iban. Todos parecían estar a gusto con eso.
III
Si bien Goles en acción antecedía a La serie rosa, Beingolea, sin saberlo, era el conserje de ambas pasiones. El fútbol era sexo y el sexo, fútbol. Lo que aplicaba para uno aplicaba para el otro: así eran en los lejanos noventa nuestra educación sexual. Para más señas, recuerdo a uno de los chicos pensándose un DT antes de abordar a la chica que le gustaba, detallándonos el planteamiento. Y a otros, ejercitándose, porque querían ser como Dolmo Flores, Baroni o Puchungo; es decir, el Adonis de esas botineras que se parecían a las chicas anheladas de las pornos.
No creo errar en afirmar que, así como el mayor misterio de la sexualidad temprana de mi generación fue el coño de Cheetara, mucho de la mayor develación del misterio del sexo y el cortejo se lo debemos a esas dos horas del domingo, para bien o para mal.
Tomado de: Fuimos más que felices- Jorge Díaz Untiveros. Ed, Campo Letrado, 2016.