Autora: Eugenia Prado
Título: Objetos del silencio
Editorial: Ceibo Ediciones, 2016

(RESEÑA) Hay una cita iluminadora al inicio de este libro: “Los niños no son ángeles, ni seres asexuados, sino pequeños cuerpos habitados por una mente, una lengua. Nacen allí sobre la tierra marcados por el sexo, bajo las insidiosas miradas de sospechas de los adultos”. Digo iluminadora pero podría también decir que es una advertencia. La cita anuncia lo que viene. Este libro habla de niños que tienen erecciones y de niñas que se masturban. Si eso es para usted pecado o pornografía infantil, entonces este libro no es para usted.

Por Rodrigo Hidalgo

“Objetos del silencio (secretos de infancia)” fue publicado el 2007 por Editorial Cuarto Propio y hoy vuelve a circular, corregido y aumentado, de la mano de Ceibo Ediciones. El contexto de esta segunda edición parece siniestramente propicio: en los noticieros chilenos estallan nuevos casos policiales protagonizados por menores abusados sexualmente al interior de sus familias o al interior de instituciones en teoría creadas para su educación y cuidado. Entonces uno hace el ejercicio y trata de recordar si en 2007 no hubo también escándalos de ese corte. Y sí, claro que los hubo. Pero nuestra memoria de televidentes es corta. Lo cierto es que el sexo o la sexualidad, con su inevitable y casi inherente juego de poder y su inabarcable abanico de posibilidades, ha aparecido siempre en la agenda noticiosa de nuestros católicos y subdesarrollados pueblos latinoamericanos, asociado a hechos delictuales, bajo la mirada sensacionalista de la crónica roja o amarilla, cuando no derechamente en la prensa rosa. Pero si al vocablo/tema, al issue “sexo”, se le pone el apellido “infantil”, la cosa ya se pone gore. Niño + sexo = tabú.

Uno podría entonces pensar que estamos ante un libro de denuncia. Menores abusados. La Iglesia Católica, y sus curas pederastas. Pero no. No va por ahí. O no en un sentido literal, simple y llano. No se trata de cumplir la función que los medios de comunicación hacen mal o bien. El acercamiento literario de Eugenia Prado es distinto, más amplio. Más complejo y ambiguo si se quiere. En este libro se exhibe una galería de personajes que entregan testimonios o confesiones. Son adultos que narran sus experiencias sexuales de cuando eran niños. Todos y todas lo hacen desde el conflicto, desde la culpa, el pudor o el miedo, con mucho recelo, como parte de un ejercicio terapéutico casi. Son cosas que no habían contado nunca antes, algunas dignas de bloqueos y traumas. La mirada entonces no es de denuncia. Es una mirada expositiva sí, pero que busca auto-comprenderse antes que nada. Al borde del arrepentimiento incluso. Algunos pasajes hacen que uno evoque al Nabokov de “Lolita”. Porque no todos los niños son víctimas, algunos son incluso victimarios (suponiendo válido este binomio víctima/victimario en sujetos no imputables, menores de edad inmaduros desde el punto de vista de la conciencia).

Ahora, en lo medular, hay tres personajes principales: dos hermanos y su madre. Los hermanos nos recuerdan a Todd y Rod Flanders (de Los Simpsons, nuestra posmoderna Biblia), por el hecho de que tienen una relación homoerótica. Durante la infancia se entregaron a sus impulsos naturales, exploraron sus cuerpos, aprovecharon las condiciones que su contexto sociocultural les brindó. Crecieron y nunca más hablaron de aquello. La incomodidad y la complicidad, ya adultos, se mantiene. Es un dolor. ¿Y mamá? Mamá ahora habla. Pero entonces, cuando eran niños, mamá calló. En el fondo siempre lo supo, nos dice ahora, culposa. Para no ver, basta con no querer ver.

Pero la galería es amplia y diversa como ya adelantamos. Niñas y niños desnudos metiéndose a la cama de sus nanas, nanas y adultos aprovechándose de niños y niñas, niñas jugando con sus mascotas, niños jugando con sus hermanas menores… siempre desde la inocencia desprejuiciada del descubrimiento. Pareciera que no hay abuso mientras el niño no lo sienta como tal. Y sólo es el mundo adulto el que puede determinarlo. El que debe determinarlo. Entonces hasta dónde es que se supone se puede o se debe aguantar cuando en un país se ha naturalizado el abuso. Un país que tengo la tentación de llamar continente. Donde siempre ha sido así: los hombres le pegan a las mujeres, papá le pega a mamá, papá me toca el pene, papá me toca la vagina. Mamá: papá me toca. Y mamá calla, porque para mamá es así, a ella también la tocaba su papá. Siempre ha sido así. Generaciones completas de bastardos, de hermanos, primos, tíos, abuelos abusadores. Una sexualidad reprimida, clandestina, puertas adentro, y otra completamente distinta el domingo en la iglesia, algo digno de la familia Flanders.

“Hay un límite que rompe el deseo”, cantaba una pésima banda chilena de los años 90. Y uno piensa en los límites. ¿Cuál es el límite del abuso? ¿No era acaso abuso el beso a la fuerza y en la boca que siendo niños no soportábamos de una tía? ¿Y la obligación de sentarnos en las piernas del abuelo en su piyama con olor a fluidos de hombre maduro? ¿Era abuso el juego de dominación mediante el cuál nos obligábamos a tragar la saliva del otro, y que jugábamos con una prima que en el fondo nos gustaba? A medida que hemos ido creciendo hemos ido dándonos cuenta de cada uno de los pequeños abusos de que fuimos víctimas ante la mirada cómplice de nuestras familias. Ése es sin duda uno de los méritos de este libro: hacernos ver esas zonas oscuras, esos objetos de silencio. Por supuesto, el límite depende de cada caso, de lo violento del acto, de cómo lo hayamos procesado, de cómo uno haya crecido, desarrollando o sin desarrollar traumas. Hablo desde de mi sentido común, sin pretensión de entendido o de experto. Pero aún es necesario decir algo más. Porque Eugenia Prado es una escritora que en sus anteriores libros ha dado cuenta ya de lo que tendríamos que reconocer como una de sus características, un estilo. No es escritura fácil. Hay indagación en el lenguaje, hay fascinación con la materia. Eugenia es en ese sentido una seguidora de Diamela Eltit, aunque toda comparación resulte odiosa. Hablamos de escrituras densas, no sólo desde el tema, ya de por sí un caldo espeso, sino que además hay un trabajo con los textos, dijéramos, en el plano formal. Es, por ejemplo, el uso del fragmento. Como los fractales que componen un copo de nieve. Para que se entienda: por un lado el lector va recibiendo estos testimonios de personajes. Son fragmentos de un tipo. Pero por otro lado, intercalados, van apareciendo otros textos, fragmentos de otro tipo, con otro idioma, legal o jurídico, sicológico y social, histórico. Es desde esas intervenciones casi foucaultianas, que se va entendiendo lo que le interesa al autor en el plano del discurso. Este libro no es un mero conjunto de cuentos testimoniales, ni la mera reconstrucción de la historia de los hermanos Madrigal Salvatierra y su madre Josefina. Hay, ficticio o no, un procedimiento político a la vista.

Pregunto entonces de nuevo: en la sexualidad infantil ¿no hay abuso mientras el niño no lo siente como tal? El libro de Eugenia Prado es lo suficientemente inteligente como para agotarse en una denuncia de abuso, y antes bien, nos permite visibilizar cuánto más complejo puede ser el asunto, provocando incluso que el lector revise su propio pasado, como en un espejo terapéutico. Visto así, me parece que “Objetos del silencio (secretos de infancia)” merece sin duda un lugar entre las narrativas más interesantes del momento.

 

 

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