Por Emily Bronte

—¿Ningún libro? ¿Cómo puede usted arreglarse para vivir aquí sin libros, si me permite que se lo pregunte? Aun teniendo una buena biblioteca, a menudo estoy triste en la Granja, si se me llevaran los libros me desesperaría.

—Cuando los tenía estaba siempre leyendo. Heathcliff no lee nunca y se le metió en la cabeza destruir mis libros. No he tenido vislumbre de uno sólo desde hace semanas. Sólo una vez busqué por los de teología de José, con gran irritación suya; y una vez, Hareton, di con un secreto depósito en tu cuarto, algunos griegos y latinos, algunas narraciones y poesía; todos viejos amigos. Yo los traje aquí y tú los recogiste, como coge la urraca cucharas de plata, por el mero afán de robar. No te sirven para nada, a no ser que los escondiera con la mala intención de que, ya que tú no los puedes disfrutar, que nadie más lo haga. ¿Acaso tu envidia aconsejó al señor Heathcliff que se me robaran mis tesoros? Pero la mayoría de ellos los tengo escritos en mi cabeza e impresos en mi corazón y de ésos no me privaréis.

Earnshaw se puso como la grana al hacer su prima esta revelación de sus secretos tesoros literarios, y balbuceó indignadas negativas a sus acusaciones.

—El señor Hareton está deseoso de aumentar su caudal de conocimientos —dije, acudiendo en su ayuda—. No es envidia, sino emulación lo que le inspira su cultura. Dentro de pocos años será culto e inteligente.

—Y quiere mientras tanto que yo me convierta en una estúpida. Sí, ya le oigo deletrear y leer a solas, y bonitos disparates que dice, yo quisiera que repitieras Chevy Chase, como hiciste ayer; era muy divertido. Te oí… y te oí mirar el diccionario, y buscar las palabras difíciles, y después maldecir porque no podías leer la explicación.

El joven creyó, evidentemente, que era cruel reírse de su ignorancia y luego reírse porque intentaba remediarla. Yo pensaba lo mismo y recordaba la anécdota de la señora Dean de sus primeros intentos de iluminar las tinieblas en que había sido criado, y observé:

—Pero, señora. Todos hemos tenido nuestros comienzos, y todos hemos tropezado y hemos vacilado en el umbral y, si hubiéramos tenido el desprecio de nuestros maestros, en lugar de su ayuda, estaríamos siempre tropezando y vacilando.

—Sí, yo no quiero limitar sus progresos, pero no tiene derecho a apropiarse de lo que es mío, y ponerlo en ridículo ante mí por sus groseros errores y mala pronunciación. Esos libros, prosa y verso, son sagrados para mí por otros recuerdos, y odio que se rebajen y profanen en su boca. Además, como con malicia deliberada, entre todas ha escogido mis obras favoritas, que me gusta repetir.

El pecho de Hareton se hinchó en silencio durante un minuto; luchaba bajo un intenso sentimiento de mortificación y de ira que no era fácil de reprimir. Me levanté y, por una caballerosa idea de aliviar su turbación, me paré en la puerta contemplando la vista exterior, allí de pie. Siguió mi ejemplo y salió de la habitación, pero al poco rato volvió cargado con media docena de libros que echó en el regazo de Catalina.

—¡Tómalos! No quiero leerlos, ni pensar, ni saber nada de ellos.

—Ahora no los quiero. Los asociaría contigo y lo detesto.

Fragmento de «Cumbres borracosas»

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