Por Jorge Monteza
Pasó toda la noche sentado a su escritorio carraspeando frases que tachaba y volvía a escribir con el fervor de quien cree que las palabras pueden salvar o condenar. En ese trance se quedó dormido en la silla. Despertó sólo cuando sonó el celular y ya se habían metido en su cuarto, por una ventana sin cortinas, el zumbido de la ciudad y el sol de pleno día. Apenas tomó un café, salió.
Mientras caminaba por una estrecha vereda iba leyendo de nuevo aquellas líneas. Tropezó con alguien. Dobló el papel y volvió a guardarlo en su bolso. La gente iba y venía, los autos chillaban y el sol, casi en el cenit, quemaba.
Lo habían llamado del periódico. Era lo que se temía. Su trabajo era contar historias de crímenes y lo hacía ya con cierto estilo. Pero esa llamada, pensaba, no tenía que ver con su estilo, sino con lo que suele llamarse una «bomba». La noticia tenía algo de jugoso, que el ojo de su jefe había detectado seguramente. Eso pensaba él. Y para «sacarle ese jugo» había que «aderezar», como decía su jefe.
Quiso cruzar a la otra acera porque a medida que la calle se torcía el sol le daba de lleno en la cara, pero el tránsito de autos era copioso. El periodista prevé las cuadras que faltan (cuatro) y no se anima a cruzar.
Piensa en apurar el paso, pero termina por sacar de nuevo aquella hoja, arrancada de su cuaderno de apuntes. Es el borrador de su crónica. Es la segunda vez que escribe sobre el caso. La primera, sólo fue una pequeña nota informando el hallazgo; tampoco se sabía más. Está estudiando qué más puede variar. Sabe que todo texto —incluso el periodístico— tiene una lógica de la que normalmente carece la «vida real», por eso teme que el burdo aderezo de su jefe vaya a coincidir con los hechos; es decir con el hecho que él, extrañamente, quiere ocultar. ¡Por qué se le había ocurrido mencionar al hijo cuando la historia estaba cuajando sin él! Seguramente pensaba.
La noticia es harto conocida: la muerte del empresario y político Eusebio Tejada, hombre acaudalado, viudo y sin más familia que algunos parientes en la sierra central. Fue hallado muerto en su casa dos días después de su cumpleaños (sábado) con una herida en la cabeza producida por un objeto contundente (un pisapapeles de bronce). El periodista recorre de nuevo los sucesos en su borrador. Los sospechosos: dos amigos con los que discutió ásperamente (tragos encima) la noche de la fiesta por viejas rencillas políticas; unas prostitutas que, según los invitados, «se quedaron hasta el último», y un personal de servicio que dormía en la casa y se fue al amanecer (domingo) sin saber del hecho, según declaró. Si hasta parece un thriller, piensa, como no le va a sacar el jugo. ¿Y cuál era la necesidad de mencionar al hijo? Ese desgraciado que estaba logrando hacer su vida fuera del régimen del padre. No vivía con él desde hacía tres años, e infortunadamente esa noche lo visitó con su novia, estuvo sólo unos minutos y se fue. Porque el padre en vez de alegrarse con su aparición, se molestó. Ella, se imagina el periodista, estaba nerviosa y se había incomodado con la presencia de las «mujeres de compañía». El padre se burla de la fragilidad y retraimiento de la chica. El periodista veía en su mente. El hijo, ofendido, se la lleva; desde la puerta grita con voz quebrada algo que nadie alcanza oír. El padre, según declaraciones, quedó con los ánimos caldeados y no paró de beber y alzar la voz. En esas circunstancias llamó traidores también a los dos «amigos». Ellos no se quedaron callados y los invitados empezaron a irse. El periodista redactó estas líneas la misma noche que conversó con el hijo (25) —como él—. Al tercer día del crimen ningún medio lo había mencionado. Era un joven amable y lacónico que al conversar alzaba y escondía la mirada alternativamente detrás de unos agudos lentes, con palabras acongojadas y entrecortadas recordaba al padre, lo paternalista y exigente que solía ser, lo abrumador y excesivo que podía llegar a ser, pero siempre en la creencia de estar en lo correcto, decía el hijo para justificarlo. Abandonó la casa al acabar sus estudios porque su padre había trazado una vida para él y él otra para sí. Su carrera era tomada por el padre como el único capricho que le consentiría, porque no estaba de más que sea profesional, decía. Pero él se fue para hacerse otra vida a la sombra, lejos de la dictadura paternal. Consiguió un trabajo en una pequeña ciudad y también una pareja. Después de un tiempo logró ser trasladado a Arequipa, la ciudad de origen. Las cosas marchaban bien y se perfilaban mejor, entonces se convenció de que era necesaria la reconciliación con su padre para continuar. Aprovechó que se aproximaba su cumpleaños.
Está casi seguro que la morbosidad de su jefe está apuntado al hijo, porque hasta la pura especulación aumentaría las ventas.
Ha llegado al edificio. Se detiene. Le parece que la ardiente luz del sol ahoga el día. Debe entrar, subir las escaleras y hacer una noticia caliente. Pero no lo hace. Sabe que eso es jugarse el empleo. Pero qué más da. El hijo merece el derecho a la persistencia a pesar del infortunio, del infortunio de buscar explicaciones y regresar al día siguiente, de aún conservar las llaves de la casa, de aún encontrar a su padre ebrio y arrogante; del infortunio de coger ese pisapapeles de bronce. Eso nunca dijo el hijo, pero es algo que el periodista sabe perfectamente. Así como ahora también sabe que esas palabras carraspeadas durante toda la noche ya no son borrador de ninguna crónica sino borrador de su conciencia monologante que no le servirán a nadie más que a él. Alza la vista y el sol le daña los ojos. Vuelve a guardar el papel. Sólo dice: este maldito sol, por fin cruza la calle, hacia la sombra, y se vuelve.
Del libro Sombras en el agua (Cascahuesos, 2011).
Créditos de la imagen: https://www.youtube.com/watch?v=8goZPT-fPAg