Por Gianni Rodari

Hoy el profesor Terríbilis es más alto de lo normal. Le sucede siempre eso los días de examen. En esos momentos, los alumnos lo único que hacen es observar su gigantesca estatura: ha crecido por lo menos veinticinco centímetros. Ha crecido tanto que se le ven los calcetines morados al final de los pantalones marrones, y por encima de los calcetines una franja de blanca.

—Ya está —suspiran las masas estudiantiles—, mejor sería irnos a jugar al patio.

El profesor Terríbilis hojea sus expedientes y anuncia:

—Los he convocado aquí para saber la verdad y de aquí no saldrán ni vivos ni muertos hasta que la verdad haya sido dicha. ¿Está claro? Que salga… veamos la lista : Albani, Albetti, Albini, Alboni, Albucci… Está bien, que salga Zurletti.

El alumno Zurletti, que es el último por orden alfabético, se aferra al pupitre para retrasar el instante fatal y cierra los ojos para hacerse la ilusión de encontrarse en una isla, haciendo pesca submarina. Por fin se levanta, con la lentitud con que se levantan las naves de siete mil toneladas y se arrastra hacia la tarima dando un paso hacia delante y dos hacia atrás.

El profesor Terríbilis le atraviesa varios puntos del cuerpo con ojeadas incandescentes y lo pincha con numerosas frases punzantes:

—Querido Zurletti, se lo digo por su bien: cuanto antes confiese, antes lo pongo en libertad. Usted sabe, por otra parte, que no me faltan medios para hacerlo hablar. Dígame, pues, a toda prisa y sin pena cuándo, cómo, por quién, dónde y por qué fue asesinado Julio César. Precise cómo iba vestido ese día Bruto, cómo era de larga la barba de Casio y dónde se encontraba en ese momento Marco Antonio. Agregue el número de zapato que usaba la mujer del dictador y cuánto había pagado esa mañana en el mercado por el queso fresco de búfala.

Ante esta tempestad de preguntas, el alumno Zurletti vacila… Sus orejas tiemblan… Terríbilis se las asaetea repetidamente con palabras como flechas…

—¡Confiese! —apremia el profesor con voz apremiante, alzándose otros cinco centímetros (ahora al final de los pantalones se ve casi toda la pantorrilla).

—Exijo un abogado —murmura Zurletti.

—No hay nada que hacer, amigo. Aquí no estamos ni en la Comisaría ni en el Tribunal. Usted tiene tanto derecho a un abogado como a un billete gratis para las Azores. Debe limitarse a confesar. ¿Qué tiempo hacía el día del crimen?

—No me acuerdo…

—Naturalmente. Me imagino que usted ni siquiera se acuerda de si Cicerón estaba presente, si llevaba paraguas o una trompetilla, si había llegado al lugar en taxi o en calesa…

—No sé nada.

Zurletti se está tranquilizando ligeramente. Nota que la clase lo sostiene en sus titánicos esfuerzos para resistirse a la presión del inquisidor. Alza la cabeza de golpe:

—¡No hablaré!

Aplausos.

Terríbilis:

—¡Silencio, o mando desalojar la sala!

Pero Zurletti ha agotado ya sus energías y se derrumba desmayado. Terríbilis llama a un bedel, que llega corriendo con un cubo de agua y lo arroja sobre el rostro del malaventurado. Zurletti abre los ojos, lame golosamente el agua que corre por las inmediaciones de los labios: ¡Dios mío, es agua salada! No hará sino acrecentar sus torturas…

Ahora el profesor Terríbilis es tan alto que choca con la cabeza en el techo y se hace un chichón.

—¡Confiesa, bribón! ¡Has de saber que tengo a tu familia como rehenes!

—Ah, no, eso no…

—Pues sí. ¡Bedel!

El bedel reaparece empujando ante sí al padre de Zurletti, de treinta y ocho años, empleado de Correos y Telégrafos. Tiene las manos atadas a la espalda. Está con la cabeza gacha. Se dirige a su hijo con un hilo de voz que no le bastaría para musitar «diga» por teléfono.

—¡Habla, Alduccio mío! Hazlo por tu papá, por tu madre que se derrite en lágrimas, por tus hermanitas en el convento…

—Ya basta —intima el profesor Terríbilis—. Retírese.

Zurletti padre se va, envejeciendo a ojos vistas. Mechones de pelo blanco se desprenden de su cabeza veneranda, caen sobre las baldosas sin ruido.

El alumno Zurletti solloza. De su pupitre se levanta entonces el alumno Zurlini, siempre generoso, y con voz firme proclama:

—Profesor, ¡hablaré yo!

—Por fin —se regocija el profesor Terríbilis—. Dígamelo todo.

Las masas estudiantiles se horrorizan al pensar que han criado un espía en su propio seno. Aún no saben de lo que es capaz el generoso Zurlini…

—Julio César —dice, fingiendo ruborizarse de vergüenza— cayó atravesado por veinticuatro puñaladas.

El profesor Terríbilis está demasiado estupefacto para reaccionar inmediatamente. Su estatura disminuye varios centímetros de una sola vez.

—¿¿Cómo?? —balbucea—. ¿No eran veintitrés?

—Veinticuatro, profesor —confirma Zurlini sin vacilar.

Muchos lo han comprendido al vuelo y apoyan su declaración:

—Veinticuatro, ¡veinticuatro, Señoría!

—Pero yo tengo las pruebas —insiste Terríbilis—. Consta en autos la célebre oda de nuestro Poeta y Vate, allí donde describe los sentimientos de la estatua de Pompeyo en el momento en que el general cae a sus pies bajo los puñales de los conjurados. He aquí la cita exacta, tal y como resulta de las actas:

Pompeyo, en el gélido

mármol calladito

piensa jubiloso:

¡Cayo, ya estás frito!

Y mientras el César

cae junto a sus pies

él cuenta agujeros:

¡y son veintitrés!

—Ya han oído, señores: veintitrés —prosigue Terríbilis—. Y no traten de enturbiar las aguas con confesiones falsificadas.

Pero de la clase se alza un solo grito:

—¡Veinticuatro, veinticuatro!

Le toca a Terríbilis, ahora, conocer los tormentos de la duda. Se empequeñece cada vez más. Ya es más bajito que la profesora de matemáticas, pero no se queda así: su frente ya está a la altura de la superficie de la mesa; para vigilar a las masas estudiantiles se ve obligado a subirse a la silla, a brincar sobre las puntas de los pies.

Ante esa visión se conmueve el alumno Alberti, que tiene un corazón de oro y todos dicen que ganará el premio a la bondad el día de Nochebuena.

—Profesor —comienza—, el testimonio de la estatua de Pompeyo puede ser comprobado con facilidad. Basta hacer un viaje de estudios a la antigua Roma, asistir al asesinato de César y contar nosotros mismos las heridas con nuestros propios ojos.

Terríbilis se aferra a esta áncora de salvación. En un periquete entra en contacto con la agencia Crono-Tours, la clase se embarca en la máquina del tiempo, el piloto ajusta los mandos hacia los idus de marzo del año 44 antes de Cristo… Bastan unos cuantos minutos para atravesar los siglos, que producen mucho menos roce que el aire y el agua… Alumnos y profesor se encuentran entre la muchedumbre que asiste a la llegada de los senadores al Senado.

—¿Ha pasado ya Julio César? —pregunta Terríbilis a un fulano que se llama Mengano. Éste no lo entiende y se dirige a un amigo suyo:

—Eh, tú, ¿de onde salen estos paletos?

Terríbilis se acuerda a tiempo de que en la antigua Roma todos hablan latín y repite la pregunta en dicha lengua. Pero los antiguos romanos no entienden una sílaba y se carcajean:

—Pero ¿se pue saber de onde han llovido estos bárbaros? Mía tú qué cosa, los puen aplastar… Vienen a Roma y no se molestan pa aprender a chapurriar romano.

Es inútil, el latín de la escuela, para hablar en latín, no sirve mucho más que el milanés o el karakalpac. Los alumnos se mueren de risa. Pero no todos. Zurlini está preocupadísimo. Para salvar a Zurletti ha dicho una mentira. Pero ahora se descubrirá que las puñaladas son efectivamente veintitrés; y él hará el papel del liante y del saboteador. Se ganará como mínimo quince años y tres meses de sanción. ¿Qué hacer? Ahí está Terríbilis que se ha preparado una hojita con veinticuatro redondelitos dibujados y tiene el lápiz dispuesto: a cada puñalada anulará un redondelito… Mambretti, el guasón de siempre, está inflando veinticuatro globos: hará estallar uno a cada puñalada y grabará los ruidos en el magnetofón… Los empollones se han traído minicalculadoras japonesas de transistores… Braguglia empuña el tomavistas para filmar el experimento con película pancromática, doble filtro y teleobjetivo.

«Maldita sea», piensa concisamente Zurlini.

En ese momento aparece en escena una caravana de turistas americanos, que hacen mucho ruido mascando chicle. Arman tal follón que tapan los tañidos de trompeta de los maceros, que anuncian la llegada de César.

Cae también por allí un grupo de la televisión italiana, que debe filmar un documental para un anuncio de cuchillos de cocina. El director se pone a dar órdenes:

—Conjurados, ¡un poco más a la izquierda!

Un intérprete traduce las órdenes al latín, el idioma del imperio romano. Muchos senadores se empujan para que los saquen, empiezan a hacer «hola, hola» con la manita. Julio César está jorobadísimo pero no puede hacer nada; ahora ya no manda él. El director le hace empolvarse un poco la calva, para que no brille. Después las cosas se precipitan. Los conjurados sacan los puñales y asestan una tanda de golpes. Pero el director no está contento:

—¡Alto! ¡Alto! Se agolpan ustedes demasiado, no se ve brotar la sangre. ¡Vuelvan a empezar!

—¡Qué rollo! —rezonga Mambretti—. He desperdiciado trece globos para nada.

¡Clack! —dice una voz—: ¡Muerte de Julio César, segunda toma!

—Acción —ordena el director.

Los conjurados vuelven a golpear, pero todo se va a paseo porque un turista americano ha escupido al suelo su chicle: Bruto resbala en él y va a caer a los pies de una señora de Filadelfia que se asusta y pierde el bolso. A repetir de nuevo.

«Maldita y remaldita sea», piensa febrilmente Zurlini.

De repente su tortura finaliza. La clase entera se encuentra de nuevo en la máquina del tiempo, de viaje hacia el siglo XX

—¡Traición! —grita el profesor Terríbilis.

—Profesor —explica el piloto—, el contrato era por una hora, y ha pasado una hora. Mi empresa no tiene la culpa si no han visto todo lo que querían; reclámenle daños y perjuicios a la TV.

—¡Sabotaje! —gritan las masas estudiantiles. Ahora se lo pueden permitir, en vista de cómo se han puesto las cosas.

—De todos modos —continúa el piloto—, tengo una buena noticia para ustedes: ¡la casa Crono-Tours les ofrece como obsequio una parada de cinco minutos en la Edad Media para asistir a la invención de los botones!

—¿Botones? —repite Terríbilis—. ¿Nos ofrecen botones a cambio de puñales? ¡Qué nos importan los botones!

—Pues son importantes —explica débilmente el piloto—. Si no tuvieran botones, se les caerían los pantalones.

—Ya basta —ordena Terríbilis—. Devuélvanos inmediatamente a nuestros días.

—Por mí, totalmente de acuerdo —dice el piloto—. Me bajo antes y me da tiempo de afeitarme para ir al cine.

—¿Qué va a ver? —le preguntan las masas estudiantiles.

—¡Drácula contra el ratón Mickey!

—¡Formidable! Profesor, ¿vamos también nosotros?

El profesor Terríbilis reflexiona a ojos vistas. Ha habido algún error durante esta perversa mañana. Pero ¿cuál? Quizá en la mística penumbra de un cine podrá meditar sobre esta pregunta y hallar la respuesta exacta.

—Vale Drácula —suspira.

Zurletti y Zurlini se abrazan. Otros entonan cantos de júbilo.

Pero Alberti, el corazón de oro, deja caer fuera de la máquina del tiempo, mientras vuelan sobre el siglo pasado, su cuchillo de caza, con el cual estaba dispuesto a asestar a hurtadillas la vigésimocuarta puñalada a César, para impedir que la mentira de Zurlini fuera descubierta. Realmente es un buen chico este Alberti: y si el día de Nochebuena le dan el premio a la bondad, harán muy bien, pero que muy bien.

 

Texto publicado en: Cuentos escritos a máquina

 

Breve biografía de Gianni Rodari

Nació en Omega, Piamonte, en 1920. Estudió y ejerció el magisterio, pero a pesar de su interés por la enseñanza la abandonó para seguir su vocación de escritor. Durante la Segunda Guerra Mundial se unió a la resistencia italiana y, después, tomó parte muy activa en la divulgación de la nueva pedagogía desde las diversas publicaciones y periódicos a los que le abrió las puertas su carrera de periodista. Empezó a escribir para niños en 1950 y alternó la publicación de sus libros con la dirección de publicaciones para adultos, jóvenes y niños, la colaboración en prensa o la dirección de una colección de libros de educación. En 1970 se le concedió por el conjunto de su obra el más alto galardón: el premio internacional Hans Christian Andersen. Falleció en 1981.

 

3 comentarios para “El profesor Terríbilis

  1. Tan terrible como divertiido el Profesor Terríbilis y como todos los cuentos de Gianni Rodari, que hace unos días se celebraron los cien años de su nacimiento, leyendo y releyendo y disfrutando parte de su obra.

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