Por Juan Sebastián Ronchetti
Nací con un nudo de piel en la punta del pito. A los diez años me llevaron al doctor.
—Es por el tema ese —le dijo mamá a la abuela. Papá no nos acompañó porque esas cosas le daban vergüenza.
En la salita de los bomberos de Sarandí, el doctor me revisó mientras mamá, sentada en una silla, hacía que miraba para otro lado. Nos explicó que “el tema ese” se llamaba fimosis y dio una definición médica que escuché atentamente, aunque no la en tendí. Le pidió a mamá que se acercara y le dijo que era importante que yo hiciera unos ejercicios para lograr que la piel se abriera y la cabeza pudiera salir al aire. Me mostró como hacerlo, tomando mi pito con dos dedos y tirando la piel despacio para atrás, para abajo y para arriba. El nudo de carne se estiró y quedó más blanco, parecido a un ombligo: un ombligo en la punta del pito. Me dio vergüenza que mamá me mirara, pero luego el doctor dijo que mi caso era bastante grave y que de no resultar los ejercicios me iban a tener que operar. La vergüenza se convirtió en miedo.
—No hay mucho tiempo, si en un año no se corre hay que operar —dijo el doctor y la miró a mamá seriamente.
Pero no volví al doctor. Ni a los once, ni a los doce y tampoco a los trece.
Recién a los catorce. Un pene cerrado no me servía para ser hombre. Apenas, con algo de puntería, para hacer pis.
Hacer los ejercicios en casa no me gustaba. Me encerraba en el baño pero escuchaba a los demás pasar por la puerta o hablar en la cocina y pensaba que sabían lo que estaba haciendo. La mañana que papá abrió la puerta y me agarró en plena acción no sabía dónde meterme. Papá me miró y se puso serio. Cerró y lo escuché decir le a mamá que últimamente ocupaba mucho tiempo el baño y que él cada vez se tenía que afeitar más rápido
—Pobrecito —le contestó mamá— tenés que entender. —Entiendo, pero tengo que irme al trabajo. Papá todas las mañanas se afeitaba con la puerta
del baño abierta, se tomaba su tiempo y con mucha prolijidad dejaba su barba y bigote perfectos, se ponía loción y se mojaba el pelo con un pulverizador y lo peinaba raya al costado del lado de los hombres, yo, como tenía un remolino en el pelo, tenía que hacerme la raya del otro lado.
—Pa, no pasa nada —le dije cuando le dejé el baño libre.
—¿Qué? —me preguntó mientras preparaba espuma para afeitarse pasando la brocha por el jabón. —Que los ejercicios no sirven.
Papá se puso la espuma y empezó a pasarse la gilette por la cara, mirando al espejo.
—Con el tiempo se va a arreglar.
—Pero pa —quería contarle que a veces me dolía, sobre todo desde que se me había empezado a parar, pero no me animé.
—No te preocupes, sos chico todavía.
Pocas veces volví a hacer los ejercicios en casa. Solo lograba hacerlos tranquilo en el galpón de la abuela. Era mi lugar.
La casa estaba adelante y el galpón atrás. En el medio el patio de baldosas, muchos metros de pasto, el limonero y el laurel enorme que ocultaban la puerta del galpón.
Era una construcción de madera y chapa que se había levantado con los restos de la casa vieja, porque “ahora la abuela tenía una casa de material”. Estaba medio destruido, aunque en realidad creo que siempre fue así. Construido con restos y donde iban a pa rar los restos. Lo que no se usaba, lo que no servía. En el galpón las horas se pasaban volando y cuan do se hacía de noche la abuela me venía a buscar. Pero siempre me quedaba un rato más. El galpón tenía una sola lamparita, tenue, que apenas iluminaba y le agregaba misterio.
Entre las cosas guardadas, había una caja de libros. Libros enormes, diferentes a los de mi casa, con títu los extraños: Dibujo mecánico, Electrotécnica. Eran de papá cuando estudiaba en el industrial. Papá sabía de esas cosas, en casa arreglaba todo y siempre se las re buscaba con los materiales que tenía a mano. De esos libros el que más me gustaba era, Tecnología de útiles y máquinas, tenía los dibujos de las máquinas y sus partes y de los obreros trabajando y enseñaba como armarlas. Recuerdo las palabras: fresa, horquilla, hu sillo, cabezal. Era otro idioma. Un idioma que desco nocía y que después iba a conocer a la perfección: el del trabajo.
En el galpón también había rulemanes y herramientas viejas. Con el libro sobre un banco largo que se usaba solo para las fiestas, los rulemanes y las he rramientas también y yo de rodillas, jugaba a armar máquinas. Era como los obreros del libro. Era un hombre fuerte como ellos. O como papá.
En otra caja estaban los fascículos de la Enciclopedia estudiantil, los había comprado la abuela cuando mamá y la tía eran chicas. En esos fascículos había de todo, pero especialmente me atraían las láminas del cuerpo humano, dibujos y hasta alguna foto de cuerpos desnudos y de sus partes. Ningún dibujo, ni nin guna foto tenía un nudo como el mío.
Nunca entendí porque no volvieron a llevarme al doctor. Cuando nací, esperaban una nena, eso seguro, me iban a llamar Cecilia y hasta tenían los aros compra dos, quizás sería por eso, no lo sé. Lo cierto es que ya nadie hablaba en casa de mi problema, ni siquiera mamá.
A los trece empecé a hacer los ejercicios con más intensidad. En el galpón casi siempre. Me tiraba en el banco largo y me bajaba apenas el pantalón y estira ba hasta donde la piel me daba, quería que se abriera. También me metía adentro del laurel, y escondido entre las ramas retraía la piel hasta que se me paraba y trataba de masturbarme, pero no sabía qué hacer, o lo hacía como podía, o como no podía, era pasar del placer al sufrimiento en unos minutos.
Cuando empecé la secundaria, cada tarde, después de la escuela iba corriendo al galpón. A veces ni me rendaba y la abuela se enojaba por eso (pero mi apu ro era por Victoria, mi compañera de banco, abuela, nunca llegué a decírtelo).
Victoria era hermosa, blanca, con pecas, tenía los ojos grises y siempre estaba perfumada.
El primer día de clases, ya en la fila la había visto y por suerte, en el reparto de bancos me tocó sentarme con ella por no sé qué lotería de apellidos que armó el preceptor.
Me enamoré enseguida y pensé que ella ni siquiera me iba a mirar. Sin embargo, durante el año, me fui dando cuenta que Vicky se interesaba en mis cosas. Al principio yo pensaba que era porque la ayudaba con las tareas o le soplaba en las pruebas. Pero lo cierto es que cada vez pasaba más tiempo conmigo.
Cerca de fin de año, una noche, nos juntamos con otros compañeros en su casa, porque los padres de
Vicky no estaban y su abuela, que supuestamente nos cuidaba, vivía en la parte de arriba de la casa y nunca bajaba.
Comimos pizza casera que había dejado la mamá, tomamos unas Cristal y bailamos. Cuando nos cansamos de bailar me senté en un sillón y los demás se fueron al patio alentados por Vicky. Ella se sentó conmigo y casi sin dar vueltas nos besamos. Duro mucho, no sé cuánto, apenas si respirábamos para no separar las bocas. Después de varios intentos logré abrirle unos botones de la camisa blanca que tenía y le toqué las tetas por abajo del corpiño. Ella me dejaba hacer y me besaba con más fuerza. Hasta que no pude más y tuve que pedirle que frenáramos, que necesitaba ir al baño por tanta cerveza. Ella se sorprendió, pero no dijo nada. En realidad, ya no podía aguantar el dolor que me causaba tenerla parada tanto tiempo.
Esperé un poco en el baño y cuando se me bajó volví con Vicky, pero ya no estaba sola, los demás habían entrado y no volvimos a quedarnos solos en toda la noche. Ella me miró con desilusión, o eso creí, sin embargo, cuando me senté me agarró la mano y me dio un beso en la mejilla con los labios húmedos.
A esa altura cada vez que se me paraba era insoportable y la necesidad de satisfacerme y no poder era un tormento. Porque el nudo impedía eso, me impedía acabar. Los ejercicios no funcionaban y no iban a funcionar. Por más que tirara y tirara de la piel todo seguía igual. Pero yo lo intentaba, cada vez con más ganas, cada vez más seguido.
La semana siguiente al beso con Vicky fue la última vez que estuve en el galpón. Ese verano, papá lo tiró abajo y en su lugar construyó la sala de ensayo donde mis hermanos y yo nos hicimos músicos. Era increíble ver a papá haciendo esas cosas. Con solo pasar el fratacho dos veces, el revoque le quedaba parejo. Con solo dos golpes metía un clavo en cualquier superficie. Algo que yo nunca aprendí a hacer, tal vez porque no le pregunté cómo hacerlo.
Esa fue la última vez, decía, me tiré en el banco lar go y pensé en Vicky, en sus labios, en su camisa abier ta, en sus manos tocándome la espalda y me masturbé con rabia, con fuerza, con desesperación abrumadora. Hacía tiempo que no eran ejercicios, eran pajas, in conclusas y tristes.
Pero ese día pensé que había ocurrido el milagro, que la piel se había abierto, de golpe sentí un chorro caliente que me salía de la punta y caía sobre mi pan za, pensé que eso era acabar, me sentí feliz y aliviado por un instante, hasta que vi la remera manchada de sangre y el dolor me recorrió todo el cuerpo, me había lastimado hasta hacerme sangrar, pero el nudo seguía ahí, invulnerable, como al principio.
Cuento publicado en: El primer campeón del mundo. Ed. Hormigas negras (Argentina) 2019.
Todos los hombres hemos tenido esa experiencia en nuestra adolescencia, nada más que sin nudo. El cuento transmite la magia del primer beso, el primer roce de nuestros dedos, con lo blando y turgente piel de la chica que nos gusta. Es maravilloso.