Por:
Rossana Díaz Costa
Ella se despertó un poco antes, como casi todos los días, aunque él nunca se había dado cuenta. Era la última noche del viaje. A partir de ese momento, ya no volverían a dormir juntos en una cama. Tomarían un bus por la noche y dormirían en él, cruzando todo Marruecos hasta llegar a Tánger. Luego, en esa ciudad fronteriza, tomarían un ferry que los llevaría nuevamente a Europa.
Ahí acabaría el desierto y la ilusión de una vida mejor en medio de gente tan distinta a ellos, pero que por uno de esos milagros de la vida, habían llegado a comprender. O al menos, eso creían ellos, que se sintieron durante diez días parte del desierto. Diez días que habían parecido una pequeña otra vida, como si el tiempo tuviera a veces la facultad de adquirir otra esencia, en la cual las horas, los minutos, no existen, y son reemplazados por otra cosa, que hace sentir a las personas más vivas, en un tiempo más largo y más hondo, algo que tiene que ver con un sentimiento de paz, felicidad y comprensión mutuas, y que se aleja mucho de la vida occidental. Algo que también tiene que ver con el descubrimiento de un alma un poco gemela, con el cariño que se desprende de este hecho y con la rara sensación de estar con alguien que creías no conocer y que de pronto está ahí, al lado de uno, como si lo hubiera estado siempre.
Él abrió los ojos y ella se hizo la dormida. Luego ella también abrió los ojos. Se encontraron cara a cara nuevamente, como si lo hubieran estado durante toda la vida. Se rieron, con la sorpresa diaria de estar juntos en una cama sin realmente estarlo, porque habían dormido durante esos diez días como hermanos, sin tocarse, o como amigos de verdad, si es que esta posibilidad existe. Pues tal vez esta posibilidad sí existía en la vida y ellos lo habían demostrado, aunque con esfuerzos, porque no era fácil para ninguno de los dos no tocarse, ser hermanos, en medio del calor del desierto, al abrigo de una tierra roja y caliente, tan lejos del país de donde venían, donde nadie hubiera sabido nunca cómo se es ahí, en la arena. Pero había alguien que esperaba en España, alguien a quien le habían hecho promesas y le habían dicho palabras de amor. Ese alguien era una mujer. De ahí que ella se hacía la dormida y solo sonreía y hablaba muchas veces sin parar, todo esto con el eco de una lengua incomprensible y maravillosa, con el deseo de quedarse ahí para siempre y no volver, como si el desierto la llamara y la obligara a formar parte de él y olvidar para siempre todo lo que no fuese desierto. Porque ella venía también de un lugar así, muy lejos de España, muy lejos de Marruecos, un lugar donde el tiempo también tenía otra esencia muchas veces, eran tiempos más largos y más hondos, donde la vida adquiere las características de épocas remotas, de tiempos idos, de historias pasadas.
Esa era la última mañana que pasarían juntos en una cama. Y por eso la noche anterior se dijeron todo lo que no se habían dicho durante los últimos diez días, y se abrazaron, en un abrazo largo y fuerte, en el cual estaban todos los besos no dados y el amor, el cariño que se había desprendido pero que no se habían podido demostrar realmente. Fue hermosa la despedida, en la oscuridad rojiza de esa habitación a las puertas del Sáhara, que estaba ahí, frente a ellos, pero que no podrían ver hasta que saliera el sol, al día siguiente. Y así fue. Luego de decirse hola esa mañana, descubriendo que habían dormido con las piernas entrelazadas y la sonrisa obligada por ello, se levantaron y salieron al sol. Y se encontraron frente a frente con el desierto más grande del mundo, en todo su esplendor, en toda su belleza, casi naranja, con una arena finísima e infinita, algo así como el fin del viaje, porque más allá del desierto qué podía haber, solo más desierto. Aquí, en el fin del mundo, se sentaron a tomar el desayuno, en pijama, con el sol en la cara y en compañía de unos camellos que los observaban a una cierta distancia; fue algo así como la verdadera felicidad, lejísimos de todo y de todos, un fugaz instante en el cual no se necesitaba de nada más.
Más tarde, ya cambiados y protegidos del sol con unos turbantes en la cabeza al modo árabe, empezaron la caminata por el desierto. Una duna, otra, hasta llegar a la más alta, desde donde se veía el Sáhara en toda su grandeza. Ahí se tumbaron a descansar en la arena, acompañados por el silencio del fin del mundo, por la brisa proveniente de lugares insospechados y lejanos. Y descubrieron que estar en el desierto era casi como estar en el mar: tan infinito como el océano era la arena casi naranja. En medio de este descanso, comieron mandarinas y recordaron todo el viaje, sorprendidos de que hubiera pasado en realidad tan poco tiempo, porque en ese momento se sentían como si hubieran estado siempre en lo alto de esa duna del desierto más grande del mundo, que solo los traicionaba el color de su piel, tan poco curtida por el sol, y el idioma que no podían hablar, pero que se internaba a diario en sus oídos como una sinfonía agradable de lo desconocido.
Recordaron que se habían encontrado por primera vez hacía diez años en el país de ella, y que no se habían visto nunca más hasta ese día en Madrid, después de tanto tiempo sin saber de la vida de ninguno. Ahí, entre amigos, en un bar madrileño, se dieron cuenta de que podían ser más amigos, y por eso volvieron a verse, y un día, al poco tiempo, sin saber cómo, salió la idea de ese viaje a Marruecos, como si los dos hubieran sabido desde antes que ese viaje lo tenían que hacer ellos dos y no en compañía de otras personas, por esas extrañas necesidades de la vida. Él venía de un amor terminado y otro que acababa de empezar. Ella venía también de un amor terminado y otro que podía empezar, allá, en su tierra lejana. Pero nada de esto importó al hacer el plan, hecho casi con la inconsciencia de dos adolescentes. Muy seguros de los amores pasados, presentes y por venir, viajaron por necesidad, porque el destino así lo quería, en busca de algo aún desconocido en ese momento. Un sentimiento nuevo, una aventura, una amistad, un amor, todo era posible tan lejos de casa.
Quedaron en Algeciras una tarde de fin de año. Ella venía desde Madrid y él desde su casa en Córdoba, donde había pasado la Navidad con su familia. Ella aún desconocía la historia de sus amores pasados y de aquella mujer a quien hacía muy poco tiempo le habían hecho promesas de amor. Pero fue durante el primer día del viaje que él le contó todo. Ella se sorprendió de que él estuviera ahí con ella, a pesar de la existencia de esa otra mujer que se suponía él quería. Entonces ella también le contó las historias de sus amores pasados y del amor que ella creía por venir. Y así, en ese ferry que atravesaba el estrecho que tantos africanos tenían que cruzar en pateras en busca de una supuesta vida mejor en Europa, ellos se sintieron más cerca que antes, con esa complicidad que da el contarse aquello que no siempre se le cuenta a otras personas. Podían ser buenos amigos, eso era una certeza que se desprendió de aquel primer día, en el cual no sólo viajaron en ferry, sino que también alcanzaron el tren nocturno que atraviesa Marruecos, yendo de Tánger a Marrakech. Ahí conocieron a varios marroquíes que rompían por completo con la idea que de ellos tiene mucha gente en Europa. Gente amable, educada, sonriente y pacífica que, por sobre todo, eran seres sencillos que aún conservaban esos valores de la vida de antes, perdida para siempre en el desarrollo de los países ricos. Y ella se sintió feliz en aquel tren, no solo porque a ella le encantaban los trenes, sino porque esa gente le recordó a su país, también con gente sencilla y viviendo una vida de antes. Por eso no le importaron las pequeñas cucarachitas que se paseaban por el vagón de tercera clase en el que iban, ni la ausencia de un baño limpio; todo le remitía también a sus viajes de antaño, a sus trenes sudamericanos que se caían de viejos y sucios, pero que también estaban llenos de vida y color; y de pronto ahí estaba Ulises, su eterno compañero de viajes, con quien había compartido tantas aventuras cuando aún eran todos unos inocentes.
Se despertaron con la luz del sol que entraba por la ventana del tren. Ahí estaban, en un paisaje ya muy desértico, en aquella tierra roja y caliente, que contrastaba de una manera hermosa con el azul intenso del cielo. Era África, sin lugar a dudas, y Europa se encontraba ya muy lejos. Tanto así, que empezaron a sentir en ese preciso momento el cambio del concepto del tiempo, que de pronto como que se despojó del reloj europeo y se instauró en unos días larguísimos y soleados por siempre; sí, fue justo en el momento en que bajaron del tren, cuando pusieron los pies en la tierra roja y se internaron entre la gente, con su idioma incomprensible, con su ropa diferente, con sus niños de ojos enormes y expresivos, que sintieron que el viaje no sería como otros. Y supieron que ellos no volverían a ser las mismas personas después de este viaje.
Tomaron el desayuno en un mercado y luego buscaron un lugar donde poder dormir. En ningún sitio encontraron una habitación en la cual pudieran dormir en camas separadas. Tampoco tenían el dinero como para dormir en diferentes habitaciones. Y entonces se pusieron de acuerdo en que dormirían juntos, sin que esto quisiera decir nada más que eso. Fue así como empezó el asunto de la cama, el asunto de dormir juntos, pero como hermanos, que terminó justo en aquella mañana diez días después junto al Sáhara. No sólo empezó lo de la cama, sino la certeza y la feliz preocupación de sentirse demasiado bien juntos en este país lejano y no tanto, en total comunión y armonía con el desierto.
Después de un día de paseo por la ciudad de Marrakech, en el último día de aquel año, conociendo a la gente del lugar más que los lugares históricos, sin orden ni planes, yendo un poco por donde el instinto los llevaba y, sobre todo, riendo a cada paso que daban, se preguntaron cómo recibirían el año nuevo, aunque sin preocuparse realmente. Cuando llegó la noche, decidieron recibir el nuevo año al modo marroquí, comiendo cosas ricas y baratas en medio de D´Jemaa el Fna, la plaza principal de la ciudad, y brindando con Hawaii Tropical, la bebida sin alcohol más popular de Marruecos y que a partir de ese momento se convirtió en el brebaje oficial del viaje. Recibieron el año hablando con la gente del lugar, riendo con esos niños de ojos enormes y pestañas larguísimas.
Y sobrevivieron a la primera noche en una cama, sin tocarse. Y así a la segunda y la tercera, hasta llegar a la última. Todo esto en medio de más viajes en la tierra roja y caliente. Después de Marrakech decidieron ir más al sur, porque mientras más al sur, más cerca del verdadero desierto se encontraban. Tomaron un taxi hacia la costa, un taxi viejo que se caía en pedazos, con el cual llegaron a Essaouira, pueblo conocido porque alguna vez Orson Welles estuvo ahí. Era un lugar con calles blancas y una brisa constante que traía la humedad y la sal del océano. Todo era diferente, a pesar de que también era un poco igual a muchos pueblos españoles del sur, donde aún se dejaba sentir tanto la presencia árabe.
Llegaron tarde en la noche, sin saber dónde dormirían, y lo único que encontraron fue una habitación enorme, de paredes blancas y ventanales desde donde se podía ver, escuchar y oler el mar. Era una casa vieja, con suelos de madera crujientes, con ropa de cama con agujeros, con muebles de hace casi un siglo, pero llena de luz, y donde también vivía una familia entera de marroquíes, siempre sonrientes, como casi todos, que pensaron una vez más que eran pareja y no dudaron en ofrecerles esta habitación con una cama enorme. Cuando entraron por primera vez, las ventanas estaban abiertas; las cortinas blancas, casi transparentes, se agitaban con el viento marino; la luz de la luna entraba por las ventanas; se escuchaba el mar que reventaba con toda su fuerza en las paredes de piedra frente a la casa, y todo era como de otro planeta, como de una película, en la cual era imposible no ser feliz.
Fue a la mañana siguiente que él le confesó que era un gran esfuerzo no tocarla, que realmente sentía que la conocía de siempre. Entonces ella le recordó una vez más que había una mujer esperándolo en Madrid. Se lo dijo con grandes esfuerzos, traicionando a sus instintos y a la tierra roja y caliente, pero sabiendo en el fondo que así el daño sería menor para todos. Porque casi no conocía a esa mujer que esperaba lejos de ahí y sabía que sin su existencia todo hubiera sido diferente. Pero existía, tenía un nombre y una cara, que se aparecía a cada momento, cada noche, cuando había que dormir como hermanos, cuando había que hacer bromas para no dar un beso, cuando había que hablar hasta el cansancio para no acercar su mano a la de él y hundirse bajo las sábanas y no volver nunca más de ahí, quedándose para siempre en África, convirtiéndose en una de esas dunas de suaves formas del desierto.
De Essaouira salieron en otro taxi, con rumbo a Marrakech nuevamente. Conocieron en él a una señora de velo y sonrisa árabe, que también rompía con la idea que en Europa se tiene de las mujeres con el pelo siempre cubierto. Era coqueta, alegre y conversadora, parecía feliz. Les contó que hacía un tiempo había estado en España, en casa de unos parientes que vivían en Madrid, y que ésta había sido la primera vez que pudo andar sola por las calles, de noche, como las mujeres en Europa. Al contar esta historia sus ojos empezaron a brillar, y de pronto como que el velo desapareció, y vieron a la mujer joven que aún estaba detrás de tanta ropa. Luego se quedó sumida en un silencio acompañado de una sonrisa extraña, mientras miraba por la ventana. Cuando la señora se bajó del taxi se despidieron de ella con sonrisas amables. Ella les sonrió con un aire de nostalgia y sacó de la maletera del taxi unas bolsas enormes llenas de víveres. Desapareció en una calle llena de gente, caminando con dificultad, cargando sus bolsas, que se enredaban con su ropa, con aquel vestido largo que le tapaba todo el cuerpo, pero a través del cual pudieron intuir que aún conservaba un cuerpo de mujer joven que debía ser expuesto a los ojos de los otros antes de que envejeciera realmente.
En Marrakech tomaron otro taxi, esta vez lleno de bereberes con quienes fue imposible comunicarse más allá de la sonrisa, porque no sabían ni una palabra en francés ni en ninguna otra lengua europea. Con ellos cruzaron las montañas, acercándose cada vez más al verdadero desierto. Llegaron a Ouarzazate, pueblo hecho de tierra, del color de ella, tierra roja que una vez más contrastaba con el azul intenso del cielo, que nunca, durante esos diez días, mostró una nube que pudiera cubrirlo. Era el sol africano auténtico, un sol que alimenta a las personas con su fuerza y que tal vez era el motivo principal de sus sonrisas.
En Ouarzazate decidieron llegar al desierto verdadero a dedo. Ella recordó sus buenos tiempos de viajera incansable y lo animó a él a llegar así al Sáhara. Fue entonces que se pusieron en medio de la carretera infinita. Y siempre los llevaron, aunque el desierto estaba muy lejos aún y no pudieron llegar durante el día. En un pueblo perdido de nombre imposible tomaron entonces un bus lleno de corderos, con olor a cúrcuma, con más niños de sonrisa y ojos hermosos, donde vieron una puesta de sol que no volverían a ver nunca más. Mientras ella contaba sus historias acerca de su tierra lejana, él le miraba el pelo con destellos rojos y también sus ojos, que habían cambiado de color con la luz del atardecer.
El bus finalmente los acercó al desierto, aunque ya era tan de noche que no pudieron verlo realmente. Solo se quedaron con aquella imagen de las siluetas de las dunas, con la brisa que provenía de lugares remotos, con un cielo estrellado como muy pocas veces habían visto antes en sus vidas, y con el idioma incomprensible que una vez más se internaba en sus oídos como una sinfonía agradable de lo desconocido.
Y a la mañana siguiente, comieron mandarinas en lo alto de aquella duna del desierto más grande del mundo mientras recordaban todo el viaje, luego de haberse dicho todo lo que no se habían dicho antes, después de darse aquel abrazo largo y fuerte que suplantaba a todos los besos no dados, a aquel fundirse bajo las sábanas hasta convertirse en duna, en arena, en desierto.
Ése fue el fin del viaje. Había que llegar a España al día siguiente y se encontraban tan lejos de ahí que poco faltó para decidir no ir y quedarse ahí para siempre. Pero bajaron de aquella duna y volvieron de a pocos al concepto del tiempo del reloj europeo, que marca los días cada vez más cortos. Tic tac tic tac tic tac, había que salir de ahí de inmediato, volver a la realidad, dejar de ser duna, y por eso se subieron a un bus tan viejo como los taxis, que los llevaría a través de todo Marruecos, durante miles de horas, deshaciendo el camino andado, hasta llegar a Tánger, desde donde se podría ver Europa nuevamente, con sus nubes y frío, con su ausencia de desierto. Y fue ahí en ese bus que ella decidió no volver a Europa, que quiso ser duna y arena para siempre. Por eso, cuando él la vio saliendo por la ventana del bus con rumbo desconocido, él no hizo nada por evitarlo, porque sabía que ella estaría bien ahí, en compañía del sol infinito y eterno.
Ella salió volando, sí, casi como en un cuento de Las mil y una noches, en una alfombra dorada que la llevó lejos de aquel bus, mientras veía como él llegaba a Tánger, se bajaba del bus, tomaba el ferry de vuelta, llegaba a su casa, saludaba a su familia como si nada hubiera sucedido, buscaba a la mujer que lo esperaba, que pedía explicaciones con sus ojos aunque para no perderlo puso una sonrisa, y todo volvía a ser realidad, si es que la realidad existe como tal. Y ella lo siguió desde lejos con su alfombra, pero sin tocar la tierra fría nuevamente, buscando un destino parecido al desierto. Al poco tiempo se dio cuenta de que el hombre en su tierra lejana que ella confiaba que iba a ser un posible amor tampoco lo sería, todo desde su alfombra dorada y desde arriba, porque el posible amor andaba demasiado cerca de la tierra, poco roja y sin azul contraste cielo, y ella andaba como suspendida para siempre, eternamente volando, y entonces volvió con su alfombra de Las mil y una noches a Europa, para ver qué había sido de su compañero de viaje al desierto. Y ahí estaba, en tierra fría aún, tratando de entender la sonrisa y las posteriores lágrimas de la mujer que lo esperaba, sin saber que ella, sin haber estado en el desierto, podía intuir la comunión, el abrazo, de ahí la desconfianza, y el frío de la tierra, el frío de la tierra, porque así es en Europa. Pero hay que volver al momento de la alfombra dorada, suspendida a la espera de una tierra caliente, de un volver al desierto, cuando la espera se hace eterna y se decide finalmente volver al propio desierto, que no es el Sáhara pero también es duna, arena y sonrisas, y es entonces que ella un día conoce a alguien, un hombre con quien sueña esa misma noche, un hombre que viene de un país del norte en busca de tierras más calientes, para no morirse, para ser también un poco duna, y ella al fin baja de su alfombra dorada, la deja aparcada en lugar seguro, lejos de los curiosos y demás transeúntes, diciéndoles que no, no es de las mil y una noches, es que me quedé en el Sáhara y por eso es dorada, y no la toquen, no se la roben, porque es mía y no tengo coche, solo alfombra, y así es como ella vuelve a poner los pies sobre tierra europea, siempre a la espera de volver al Sáhara en su alfombra dorada.
Se fundió una buena noche de verano europeo con aquel hombre del norte que también buscaba el desierto, y se convirtieron en duna de suave forma bajo las sábanas, para a la mañana siguiente subir a la alfombra dorada y deshacer el camino andado hacía ya un buen tiempo, y así ella le dijo te voy a llevar al desierto conmigo, a la tierra eternamente roja y caliente, y él le dijo que sí, vamos al desierto.
Así fue como luego una chica, desde su balcón en pleno centro madrileño, en pleno barrio de Lavapiés, divisó algo así como un pájaro en el cielo, no, no es un pájaro, es un ovni, no, tampoco es un ovni, qué es entonces, una alfombra voladora, le dijo su compañero de piso, y entonces ella le dijo eso es imposible cómo va a ser una alfombra voladora cuántos porros te has fumado tío, y él le insistió en que era una alfombra con un hombre y una mujer, y ella decidió meterse al piso a pesar de los calores del verano, porque estaba harta de las tonterías que tenía que escuchar; fue así que este chico fue el último en ver a esta parejita, que cruzó el cielo madrileño con rumbo al sur, y que incluso le hizo hola desde las alturas y entonces el chico sonrió feliz, sin saber que también había sido el último en ver a la última alfombra dorada de estos tiempos, cual las mil y una noches, sí, alfombra que pronto ya estaba en Tánger y luego en Marrakech y a la mañana siguiente amaneció volando sobre el desierto más grande del mundo.
Cansadísimos del viaje, esa noche durmieron sobre una duna.
Ella se despertó un poco antes, como casi todos los días a partir de ese momento, aunque él nunca se dio cuenta porque ella siempre se hacía luego la dormida. Era la primera noche de un viaje que no sabían cuánto duraría, porque había que cruzar todo aquel desierto, naranja e infinito, para luego enrumbar al desierto de ella, aquel que también es duna, arena y sonrisas. Sintieron la brisa que provenía de lugares muy lejanos. La sinfonía agradable del idioma desconocido. Y subieron a su alfombra dorada y empezaron a volar, volar, volar…
Rossana Díaz Costa
Madrid, junio de 2008.