(Cuento yanqui)

I

Harry Black es riquísimo. Su cuñado es millonario y le dispensa una gran protección. Harry gasta el dinero de una manera alarmante. Una tarde en Harford City remató en diez mil dólares el archivo de cartas de una bailarina; y durante el tiempo que tiene convidados en su casa hace echar perfumes en las fuentes del jardín.

–Pero Harry, amigo mío, usted va a concluir pronto con su fortuna—, le reprochaba yo.

–La fortuna de mi cuñado es eterna. Descuide usted. No se concluirá nunca…

–¿Cómo? ¿Es socio de la Niágara Electric? ¿Su patrimonio corre a cargo del Estado?…

–¿Pero usted no sabe cómo se hizo millonario mi cuñado Richard?… Espere…

Hizo que el ayuda de cámara pusiese en el automatic una goma de The Merry Widow y empezó de esta manera:

–Los negocios del señor Kearchy marchaban mal. Kearchy, un hombre ingeniosísimo, era ante todo un yanqui. Acostumbrado a ver el mundo desde los edificios de cuarenta pisos de nuestro país, buscaba por encima de todo la resolución del problema de su redención pecunaria… A un sudamericano -y perdone usted mi franqueza, que es pecado de raza- se le habría ocurrido pedir un ministerio o un puesto en Europa. Una tarde, después de tomar un chop en un beer saloon de la Quinta Avenida, concibió una idea y se dirigió presuroso con ella donde Kracson, antiguo y sincero amigo suyo, que había llegado a poseer cerca de cien mil dólares en una negociación de cueros con sucursal en Boston y casa central en Wall Street.

El ayuda de cámara dejó instalado a Kearchy en una antesala correctísima. A poco apareció Kracson con su calva augusta y sus labios depilados. Kearchy principió bravamente. Le recordó su vida pasada, una sucesión de triunfos y de fracasos. Le dijo como había llegado a poseer tierras y estadios en Coney Island, cómo aquellos valores llegaron a hacerle millonario y cómo últimamente la quiebra fraudulenta de su administrador lo había reducido a la miseria.

Kracson creyó a su amigo, y como lo era de verdad, terminó ofreciéndole un puesto en Boston.

–¡Cómo! ¿Un puesto en Boston?… ¿Y mis sueños de grandeza?… ¿Y mis expectativas para lo porvenir?… Mira, Kracson: en enero de 1906 era yo segundo corredor de Barclay Brothers. En julio del mismo año hice un balance total al asegurar mi vida. Hoy es doce de agosto de 1906, tengo 34 años y he aquí el presupuesto de lo que debo ser en la vida hasta los setenta.

Y alargó a Kracson un pliego tintado en rojo y negro como una factura comercial. Kracson, con la mayor naturalidad del mundo leyó:

Alex Kearchy, a su firma:_______Debe.

1905 ……… Enero 15 ………. Segundo corredor de Barclay

Brothers… Seis dólares semanales y gratificación.

1905 ……… Julio 18 …….… … Primer jefe de la sección de

importación… Veinte dólares semanales.

1906 ………. Agosto 12 …………………………………..

1906…………Enero 18 ………. Contratista con el Estado como empresario del Niágara.

Y seguía una larga lista de puestos ascendentes que concluían en 1942 con los puestos inclusivos de Secretario de Estado y de contratista de empréstitos a varios países sudamericanos.

–Pero en 1906, agosto doce, hay una partida en falso…

–He venido a llenarla precisamente, respondió Kearchy…

–Pero esa debe ser una partida monumental… Y yo…

–No te mortifiques. Lo he previsto todo. Aquí está la garantía para la partida, dijo Kearchy.

Y sacó un segundo pliego que Kracson leyó ávidamente. Decía:

 

ALEX KEARCHY SE COMPROMETE A ASOCIAR A JOHAN KRACSON EN UNA EMPRESA HUMANITARIA QUE PRODUCE DINERO ETERNAMENTE. LA EMPRESA DEBE EXPLOTAR UN ESPECTÁCULO EN EL CUAL MUERE UN HOMBRE DIARIAMENTE.

–¿Y a eso llamas empresa humanitaria, Kearchy?… Yo no puedo entrar en ese negocio. Mi conciencia, mis costumbres… Yo soy hijo de gentes de buen natural…. Yo creo en Dios. Yo no puedo aceptar tu propuesta… Y se salía de la habitación. Kearchy se vio obligado a tomarlo del brazo:

–Kracson -le dijo-, ¡escucha! Tengo el secreto de nuestra verdadera fortuna. Vamos a realizar un espectáculo en el cual muere, a la vista del público, diariamente, un hombre. Va a ser un espectáculo que reunirá en un circo más espectadores que los hubo en los circos romanos de Claudio y de Calígula. Nuestras posiciones de Coney Island serán estrechas para cobijar al público. Naturalmente cada uno de los asociados de la Unión paga para ver el espectáculo. Y nosotros somos los únicos dueños del negocio.

–Pero ese espectáculo no puede realizarse. ¿Quién se dejaría matar?… ¿Es que piensas hacer hombres artificiales?…

–Se dejarán matar voluntariamente. Además, en cuanto a tu conciencia, no te importunará nunca, y yo estoy seguro de que cuando, por las noches, tu cabeza descanse en la almohada, lejos de desfilar sombras acusadoras por tu mente, sentirás el baño fresco y la caricia inefable del deber cumplido. Es una obra altruista. Sí, a Washington se le habría ocurrido…

–¿Altruista con un hombre muerto cada día?… Yo no te comprendo…

–Te diré. Tendremos el aplauso del público y de las instituciones de beneficencia. Los diarios aplaudirán entusiasmados nuestra obra. Y quién sabe si cuando pasen los años nuestros cuerpos enlazados en el bronce de la fama se exhibirán en una plaza de la City. Seremos dueños de una fortuna inmensa. He calculado las entradas diarias: palcos, galerías, butacas, sillones de orquesta y bastidores, para las señoras encinta que no podrían ir a la vista del público sin accidentarse. Seis mil dólares de entrada bruta la primera tarde. Diez mil la segunda, y así sucesivamente. De esta manera yo llenaré la partida de hoy y podré seguir cubriendo mi presupuesto hasta mil novecientos cuarentidós…

–¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!… Pero lo principal, dijo Kracson. ¿Quién se deja matar?

–¡Lee!

Y Kearchy alargó un tercer pliego que decía:

 

U. S. A. Estado de New York.Municipalidad. Sección de Estadística

 

Promedio diario de suicidios:Por amor…………………………..3Por falta de recursos……………5Por robo……………………………1Por causas desconocidas……..2

 

Total………………………………10

–¿Y qué? -dijo Kracson.

–Que si publicamos este aviso en el New York Herald:

 

«LAS PERSONAS QUE QUIERAN SUICIDARSE PASEN ANTES POR LA AGENCIA KRACSON Y KEARCHY, DONDE RECIBRIRÁN DIEZ MIL DÓLARES. AVENIDA FRANKLIN 34, PISO 27 L.»

Si publicamos este aviso los suicidas acudirán, y entonces he aquí el negocio: implantamos un looping the loop en automóvil, llevando el operador, el suicida, ligadas las manos y cubierto el rostro. El punto de lanzamiento está a ochenta metros de altura, la muerte es rápida y tranquila. De esta sencilla manera el público aplaudirá delirante y el suicida, que poco antes sólo iba a dejar a su familia un poco de lágrimas, dejará para ella, o para quien designe, los diez mil dólares del premio. Los domingos daremos funciones extraordinarias en las que deben morir los excéntricos, los grandes banqueros arruinados o, en fin, aquellas personas que por su talento y virtudes merezcan este señalado honor y sean dignos de llamar la atención pública.

–¡Admirable, Alex!

Y Kracson llenó de su puño las partidas en blanco desde el seis de agosto hasta los setenta años, es decir desde 1906 hasta 1942.

 

II

–¿Edad?…

–38 años. -¿Profesión?…

–Ebanista.

–¿Está resuelto firmemente a matarse?

–Sí, señor.

–¿Deja parientes?

–Siete pequeños, mi señora y dos sobrinas. Además mi cuñada y su marido. Yo no tengo un céntimo. Si viviera más tendría que robar y me llevarían a la cárcel.

–Corriente. ¿A quién debemos entregar los diez mil dólares?…

–A mi mujer… ¿Y si sobrevivo me los daréis a mí?…

–Sí. Con un descuento del 25 por ciento…

–¿A qué hora me toca?

–A las cuatro. Pase. Está listo el auto. El circo está lleno. ¡Feliz viaje!

Y sir Kracson oprimía con una mano la diestra del obrero y con la otra presionaba un timbre. Apareció un criado que acompañó a su camarín a ese nuevo artista fugaz.

–¡El número 82!, gritó por el ventanillo Kracson.

En el salón de espera había diez y ocho individuos. Todos esperaban el turno para cancelar el último contrato. Había jóvenes de aspecto enfermizo, pálidos, de ojos azules y de cabello amarillo muriente, pegado a las sienes. Morfinómanos elegantes que esperaban con los ojos velados la voz del oficinista que los llevase a otra vida tan apacible como sus ensueños. Había viejos de cara congestionada; niñas; una de quince años, de aspecto fiero, de cabello rojo y de mirada fosca. Ésta se mataba por hastío. La aburría hacer diariamente los largos viajes entre New York y Brooklyn, que le producían el sustento. Además había tenido un amor cortado de improviso. A poco rato ingresó un joven elegante, ligeramente pálido y de ademanes correctísimos.

–Si no me atendéis de preferencia me estrello contra el primer camión, gritó por el ventanillo. ¡Me toca el 94!

Se abrió la rejilla para dar paso al joven.

–¿Su edad?, le interrogó Kracson.

–26 años.

–¿Estado?

–Soltero.

–¿Tiene usted el firme propósito de matarse?

–¡Como que si se demora usted mucho lo reviento! ¿Usted sabe de lo que es capaz un hombre que va morir dentro de media hora?… Estoy arruinado. Mis últimos billetes los cambié en Montecarlo. Vengo hastiado y siento tedio de vivir. No temo a nada ni a nadie. Me siento desvinculado de la sociedad. Desde ahora declaro que no tengo nada que hacer con las leyes de mi país. ¡Soy libre! ¡Perfectamente libre! Yo puedo hacer ahora lo que me plazca. Nada se opondrá a mi deseo. Voy a morir dentro de media hora. ¿Qué no puedo hacer?… Este era el último placer que quería experimentar. Ser libre. Ya lo soy. ¡Mátenme!… Me debía a mi novia, pero como no tengo fortuna para casarme con ella, me mato y le dejo el dinero como indemnización… ¡Cancelemos, pues!

Kracson extendió el contrato.

 

III

La avenida de álamos de Garden Park era estrecha para contener el número de personas que acudían a la representación del Círculo de la Muerte. Los autos, los motos, los ómnibus, los carruajes particulares, y las limusinas, se disputaban el lugar para llegar al circo.

Las funciones anteriores habían producido una entrada bruta de 40 mil pesos oro. Ocho mil habían servido para las indemnizaciones y el resto era entrada líquida para los señores Kracson y Kearchy.

–¿Quién sube hoy?, inquirió una señora de impertinentes a un joven de amplio vestido gris.

–Es Richard Tennyson.

–¿Su cuñado?… le interrumpí a Harry.

–Sí, el esposo legal de mi hermana Eva.

Y continuó:

–Es un joven distinguidísimo -decía la señora del impertinente-. Tiene esperanzas de vencer y parece que morirá como sus antecesores…

–No, interrumpió un señor burgués. El joven de hoy es un excéntrico: desea morir…

Un grupo salió de una de las puertas del circo y se dirigió al centro. En medio de él iba el chauffer del automóvil de la muerte: mi cuñado Richard Tennyson.

Sonaron los anuncios. La gente se instaló. Los tablados rebosantes tenían el aspecto móvil y policromo de un cinema en colores. El blanco de los cuellos, las pecheras y los sombreros de paja, daban al conjunto ambiente de frágil movilidad. Un murmullo de admiración hizo converger todas las miradas en la portezuela por donde salía el artista. Vestía un correcto y cerrado gabán de pieles, gorra de nutria y lentes de automovilista. Tenía un marcado aire de distinción. El 40 H. P. lo esperaba, elevado ya, en el lugar del lanzamiento, que era de diez y ocho metros, teniendo la altura máxima ciento veinte. Se da la última señal. El artista va a lanzarse. Todos observan sus menores movimientos con esa curiosidad que inspiran los que van a morir. Un silencio absoluto domina el circo.

¡Por fin!… El automóvil se lanza al abismo. Da las dos vueltas obligadas y cuando un desvío de la línea debía ocasionar la caída, una casual inclinación del cuerpo salva al chauffer y éste, ligados los brazos y vendados los ojos, llega al final de la carrera entre los delirantes aplausos de la multitud.

Le desligan y le hacen pasar el circo entre vítores y aplausos. Una lluvia de sombreros y de monedas no le deja avanzar.

–¡Salve, Salve!…

La granujería neoyorquina, pelirroja y musculosa, lo lleva en hombros, y a su paso las mujeres sonríen y los hombres envidian. Por primera vez Kracson y Kearchy pagaron personalmente el precio de una vida, en pesos oro.

 

IV

A los tres días, el primer solicitante que llegó a las oficinas de Kracson Kearchy fue Richard Tennyson.

–¿Usted otra vez?… -le preguntó espantado Kracson.

–Sí, señor. Quiero matarme.

–No es posible. Usted concluirá por echarnos a perder el negocio. Es necesario morir y usted no morirá, seguramente. Usted ha cogido el secreto. Usted le quita el sitio a tantos infelices. Usted no los deja morir…

–Sí, señor, me mato. Y si no me aceptan me arrojo contra el primer camión de carga. ¿Usted sabe de lo que es capaz un hombre que va a morir dentro de media hora?… Estoy arruinado. Los últimos billetes…

–Basta, sí. Los cambió usted en Montecarlo. Usted es libre, no tiene compromisos… etc… ¡Pero no le matamos a usted!…

–Estáis obligado a matarme.

–¡Pues no le matamos, dear!

–¡Esto es un fraude!

Mi cuñado salió desilusionado. Creía haber encontrado una renta fabulosa y Kracson & Kearchy se lo impedían. A fuerza de dar vueltas al asunto monumental de Kracson & Kearchy, Tennyson se dio cuenta de que el original invento no tenía la exclusiva. Con la mayor discreción se echó a buscarla para sí y un buen día se consiguió en las oficinas del Estado la exclusiva del Círculo de la Muerte, haciendo pequeñas concesiones al Estado. La exclusiva estaba a su nombre, y nadie más que él podía explotar el negocio.

El porvenir de Kracson & Kearchy empezó a nublarse. Le mandaron decir a mi cuñado que lo recibirían en el Círculo de la Muerte, que le harían el favor de matarlo. Pero ya era tarde. El Círculo de la Muerte dio sus últimas funciones. Y a los cinco días justos empezó a funcionar el de mi cuñado. A las bodas de oro, es decir al morir el quincuagésimo individuo se casó Richard con mi hermana Eva. Hoy es millonario. Tiene una fortuna fabulosa. Usted sabe que hace cinco años que existe el Círculo de la Muerte y que el Estado lo protege como una institución humanitaria. Mi cuñado es socio de inmigración, agregado a la empresa de irrigación en el Far West, socio de beneficencia, protector de varias instituciones altruistas… Es un filántropo…

–¿Y Kracson & Kearchy?…

Han venido a suicidarse dos veces en la empresa de mi cuñado; pero él no los ha recibido. Dice que le echarían a perder el negocio. La última vez que vinieron Richard les ofreció puestos en la misma oficina del Círculo. Kracson aceptó pero Kearchy salió irritado. Verdaderamente es un hombre ingenioso y pronto conseguirá otro negocio tan monumental como el primero. Sólo que esta vez no se le olvidará pedir exclusiva. Mientras tanto, mi cuñado seguirá enriqueciéndose hasta la consumación de los siglos…

–O hasta que se le acaben los suicidas…

–No se acabarán nunca, porque siempre habrá enamorados tristes, aristócratas morfinómanos, banqueros arruinados, poetas neurasténicos, niñas abandonadas e individuos hambrientos. En último caso, dijo riendo Harry, allí está Kearchy como reserva. Si en vez de salvarse en el Círculo de la Muerte se estrellara, como es probable, se daría el primer caso de un yanqui que fracase…

Pero Kearchy salvará, es un hombre ingenioso. Ahora hace sus paseos por la Quinta Avenida…

La goma se ha detenido. Las melodías de The Merry Widow han dejado de sonar en las cajas del automatic.

 

(Este cuento fue publicado en la Revista «Variedades» de Lima, Nº 100 (29.01.1910, pp. 145-146) y Nº 101 (05.02.1910, pp. 183-184) con el título de «El suicidio de Richard Tennyson». Luego fue incluido en el libro de cuentos “El caballero Carmelo” (Lima, 1918), con el título presente).

 

Audiolibro completo: https://www.youtube.com/watch?v=KRoPVXE0f9c

Un comentario para “El círculo de la muerte de Abraham Valdelomar

Deja una respuesta

Regístrate

O con tu correo

Inicia sesión

O con tu correo