Por Violeida Sánchez
Dicen que en el ángulo de confluencia de los ríos Llobregat y Cardener está situada mi ciudad. Manresa es una urbe que se jacta de cobijar a más de setenta mil personas y que late a poco más de sesenta kilómetros de Barcelona, a la que mira con recelo por indiferente y majestuosa. Aun así, mi ciudad es pequeña y de ella —con instinto protector y provinciano— decimos sus habitantes que es como un pueblo grande, donde todos los gestos parecen programados.
Vista desde dentro, Manresa se declara abiertamente acogedora y casi hospitalaria. Pero de lejos se revela áspera y esquerpa —dirían sus nativos. No soy nativa de Manresa —o eso creo— pero hace años que perpetré su conquista y al hacerlo me concedieron el derecho a mudarme a una localidad minúscula de las afueras: el Feed. Y fue en esa una urbanización atestada de bloques sucesivos y cuadrangulares, en los que me acostumbré en pocos días a desplazarme sin cautela, donde tuve la suerte y la obligación de confinarme.
Para los fidiputans —término que define a los moradores habituales del Feed— corrían los días previos a la epidemia. En realidad sabíamos que el virus estaba haciendo estragos en Asia, pero esta nos quedaba demasiado lejos, así que seguimos retrasando la certeza de sentirnos amenazados, creyéndonos protegidos por la suficiencia, por el estado de bienestar y sobre todo, por la arrogancia.
Por aquellos días —ignorante aún de los ataúdes y del encierro ajeno— yo me peleaba con el ritmo pausado de los hermanos Dick y Duck. Me reía con candidez de los simpáticos nombres conque Isabel Clara Simó bautizó a los herederos de El Mas del Diable. También estaba contenta por haber topado a tiempo con el punto final y ansiosa por poner en común mis opiniones en el club de lectura. Para hacerlo debía desplazarme desde el Feed hasta Manresa, pero poco importaba, para acercarme a la ciudad solo necesitaba salir un cuarto de hora, del coqueteo fidiputenese con la felicidad y caminar sobre una realidad, que sin nuestro consentimiento, comenzaba a prepararse para el cambio.
En la víspera, todo parecía igual que siempre.
La Librería Parcir nos recibió con la indiferencia de un negocio que no ha cerrado en años. Y nos dejamos arropar por el olor a libros, a papelería y a madera barnizada. Aquella sería la noche de Meco. Y él —Meco— se entregó ilusionado a sus futuros lectores y nos invitó a leerle, con toda la honestidad de un escritor joven. Brindamos con cava, nos besamos en ambas mejillas —que es lo que se hace casi siempre por estas tierras— nos estrechamos las manos, nos intercambiamos libros y firmas, hablamos escupiéndonos la saliva sobre la piel de nuestros interlocutores y antes de abrazarnos, para despedirnos, nos hicimos muchas fotos. No lo sabíamos pero serían las últimas imágenes de la rutina y de la normalidad. Imágenes que repasaríamos una y otra vez en los siguientes días en los que el título de la novela de Meco —Huida, un inquietante viaje—, debió parecernos premonitorio. Pero eso aún estaba por llegar y los fidiputans —y en eso no nos diferenciamos de los manresanos— no somos proclives a abstenernos de saborear el efecto de una buena foto.
Saboreando el placer de una noche agradable, nos metimos en la cama ingenuos, confiados.
En la era de las comunicaciones —¡que ironía!—, nuestra supervivencia comenzó a depender de la capacidad de aislarlos.
Y al día siguiente aceptamos que no podíamos salir. Que a partir de aquel momento, tocaba inventarse alternativas para que los minutos pasaran más deprisa y yo me aficioné a mirar por las ventanas. Ventanas oscilantes, de madera, correderas, emergentes, de aluminio, antiguas, modernas, de cristal, batientes, ventanas cuadradas, rectangulares e iluminadas. Y a través de las cadenas de ventanas sucesivas del Feed —yo, como cualquier fidiputà que se precie— seguí comunicándome.
Podcast uno: calles verdes vacías.
Amaneció pero el sol decidió quedarse en casa. Llovía sobre las calles vacías. Los libros, los besos, los saludos, las peleas, la complicidad y la vanidad comenzaron a disiparse en el recuerdo remoto de la cotidianidad. El silencio se instaló entre las casas gritándonos con suficiencia que somos vulnerables. Y el verde se adueñó de nuestros espacios.
En las ventanas del Feed aún no se veían mascarillas, de momento no parecían necesarias. Porque mientras permaneciéramos encerrados, estaríamos protegidos. O eso creímos.
Podcast dos: mujeres rojas riendo.
Al atardecer —habíamos sobrevivido al primer día— me sedujo otra ventana en la que se dibujaban rostros rojos de mujeres que reían a carcajadas. Me froté los ojos para distinguir el color. Eran las Expressions de Gemma Vila, que parapetada en la intimidad de sus ventanas, dibujaba rostros que —uno tras otro— abrían sus inmensas bocas femeninas. Me gustó aquella ventana porque en la calle, el contorno de la boca comenzaba a estar entre las imágenes más buscadas. Para entonces las bocas salían a hurtadillas, vestidas de algodón o celofán y se contraían en el anonimato abrumadas por la nostalgia de risas pasadas.
Podcast tres, cuatro, cinco …: somos animales de costumbres y así será hasta el último de nosotros.
Salíamos a comprar. Y solo porque era estrictamente necesario conseguimos vaciarnos los supermercados. Ya los llenarán otros en el futuro.
Necesitábamos hablar. Y para ello creamos nuestros rincones preferidos de la casa, para mostrarlos al mundo con orgullo desde nuestras ventanas. Rincones preñados de estanterías de libros no leídos, de escritorios impolutos y de mesas de trabajo estériles.
Incluso nos encadenamos. Pero si no había a nuestro alrededor alguien lo suficientemente valiente para impedírnoslo, nos comprábamos un perro al que pasear. Porque alguien lo adoptará en el futuro.
Nos revelamos. Y aunque no era necesario, nos inventamos un Sant Jordi telemático. Compramos sílabas, palaras, frases y significados; para redactar —entonces sí, en nuestro idioma— las esquelas que no nos atrevíamos a reconocer. Pero que si alguien las miraban con envidia, las venderíamos en el futuro.
Podcast ocho: y casi llegó el futuro.
Y los niños empezaron a salir. Y con ellos los padres, que con la nueva medida de flexibilidad, ganaron tres almas para pasear: la de los perros cansados, la de sus niños y sobre todo las suyas que por esos días comenzaban a cansarse de prepararse para esperar el futuro.
Pero los niños —poco acostumbrados a que les organicen la normalidad— comenzaron a moverse por los parques y jardines sin saber que hacer. Obligados a no tocarse olvidaron que sabían pelear, no entendían el juego y no querían jugar sin que los dejaran jugarse. A su alrededor —y todo esto lo veía yo desde mis ventanas— los padres les vigilaban desconcertados. Y padres y niños miraban angustiados los relojes preguntándose cuanto faltaba para volver a casa.
Pero ni unos ni otros —niños o padres— se giraron a mirar la esquina noroeste del parque, donde alguien había colocado una pequeña caseta de madera. Parecía hecha para pájaros. Pero estaba —increíblemente— llena de libros infantiles.
Desde mi ventana supuse que la caseta siempre había estado allí, pero puede que hasta entonces no existiera. Por esos días vi su imagen repetida en otras ventanas del Feed. La caseta se llama biblionido para libros infantiles, pero alguien la había plantado a dos metros del suelo, por encima de las cabezas de los niños y de la mayoría de los padres.
Podcast nueve: la carrera de los arrepentimientos.
Quizás porque soy médico, crédula y sedentaria, la siguiente medida no me entusiasmó: también a los adultos nos permitieron salir y hacer deporte. Y como no, los adultos nos pusimos manos a la obra y engordamos las ventanas del Feed con ingentes esfuerzos por adelgazarnos. Enseguida —como por decreto— los adultos dejaron de aplaudir a los sanitarios desde los balcones porque la hora de los aplausos coincidía con la de salir corriendo. Yo les miraba desde mi ventana resentida y confieso que releer La Metamorfosis —la de Kafka que es la única sobria y verdadera— no me ayudó a paliar el resentimiento.
Por las ventanas iluminadas aparecieron bicicletas robellades —que es como decimos «oxidadas» en fidiputiens, nuestro idioma— pantalones de chándal estrechos o rasgados o pasados de moda y también oxidados, zapatillas de deporte con las puntas mirando hacia las rodillas que luego dolerían oxidadas también. Y lo peor —y ese era el motivo de mi injustificado resentimiento—: que con solo un mensaje que decía «cambio de fase» los políticos consiguieron lo que los profesionales de la salud rogamos hace años. Con el cambio de fase en las calles, en las aceras, en los parques y en l’anella verda de Manresa, se amontonaba toda la gente sedentaria de la ciudad. Las mismas personas a las que llevamos años diciéndole que debe caminar al menos una hora al día si es que les importa evitarse un infarto. Tampoco sabemos si eso del infarto es una verdad absoluta y supongo que la gente sedentaria, lo intuye por debajo de nuestras prescripciones.
«Desescalar» lo escalado con muy mala pata.
Podría decirse que tuve mala pata, pero me inclino a creer que fue solo mala suerte. ¿Quién, sino la suerte podría haberme empujado por las escaleras veinticuatro horas antes de decretar el final del estado de alarma por la epidemia?
No recuerdo si me tropecé, pero por primera vez en mi medio siglo de vida, mis músculos resultaron insuficientes para evitar el descenso, por primera vez sentí que la vejez se me acercaba y que amenazaba con dejarme allí estirada, fracturada y frustrada. Seis semanas de inmovilización sin derecho a réplica, vaticinó un amigo traumatólogo. Y al salir del hospital me había desprendido del entusiasmo por la desescalada y mientras me acercaba al Feed, sentía que me carcomían el calor en la pierna, el dolor en las muñecas por caminar con muletas y un rencor sordo en el estómago.
Podcast diez: la gente se lanzó a la calle.
Salieron casi todos a la vez, a todas horas, desorganizados, ávidos de esa cursilería que nos asedia cuando se acerca el verano. Dominados por el afán por tomar el sol, porque nos acaricie el aire y por ponernos morenos, a la espera de que en la piel curtida se nos achicharren las penas. Parecíamos necesitados de tropezarnos los unos con los otros, corriendo delante del miedo a que no nos salvemos. ¿Y si el verano se escapa? ¿Y si el sol mañana no estuviera allí? ¿Y si el calor se nos apaga? Algunos sin embargo —aquellos que habían sufrido de verdad— se resistieron con prudencia.
Podcast once: segundo día.
La gente se sumó con entusiasmo a lo que decidieron llamar «la nueva normalidad”. Para mi sin embargo, las molestias y el calor en la pierna eran prioritarios. Y también el cosquilleo en el estómago que me empujaba a seguir encerrada en mi pequeña urbanización de bloques parecidos, entre los que podía desplazarme sin miedo a castigar mi pierna derecha rota, fracturada y escayolada. Seguí asomada a unas ventanas cuadradas e iluminadas con la luz de cientos, miles, millones de megabytes. A través de sus ventanas veía a mis vecinos, a mi familia y a mis amigos fingiendo tener siempre algo que hacer e inventándose paisajes por recuperar.
Podcast doce o trece (ya he perdido la cuenta): el tercer día comenzaba a ser insoportable.
Mi espalda se apuntó a las molestias y a la incomodidad. Estaba cansada de tantas ventanas y para aliviar el dolor comencé a pasear enfadada sin salir de mis recuerdos y de las nuevas medidas que nos inventábamos para protegernos. Me obligué a ignorar las calles innecesariamente abarrotadas de bolsas de la compra, de guantes transparentes y de mascarillas pringosas de sudor, gel y maquillaje.
Último podcast: a paso de tortuga.
Al cuarto día cerré por un momento las ventanas. Necesitaba moverme y estirar la pierna sana que bullía en deseos de salir y sumarse a los ruidos que nos llegaban de la calle.
Armada con mi par de muletas para defenderme, salí del Feed.
En la calle solo vi rostros desconocidos. Y cuando alcé la mirada hacia las ventanas, estas me parecieron menos cuadradas, rectangulares y oscilantes. Las mismas ventanas a las que me había asomado cada día durante el confinamiento, cuando me decidí a salir, se cerraron en un gesto arisco y desesperado para protegerse de las miradas indiscretas.
La cróniva de Violeida me parece literariamente bien escrita mas dos cosas llaman mi atención: su crónica termina en un cuarto día lo cual suena lógicamente imposible que una pandemia se desarrolle y culmine en tan corto tiempo. Lo otro es que el relato es muy personal donde se refleja muy poco el vivir comunal, sino se centra es en su sentir donde la vivencia de la comunidad creo debería priorizarse en el relato, que pienso era el objetivo del concurso.
Gracias