Por:
Gianfranco Hereña
Es uno de mis libros de cabecera. Aquí, una vez más, Vargas Llosa pone a prueba su versatilidad narrativa. Esta vez no se encarga de despotricar exclusivamente contra los autoritarismos (tema muy recurrente en sus novelas y cuentos) sino que ensaya, a través del género epistolar, la voz de un experimentado maestro que guía a un joven novelista durante el difícil trayecto de la escritura. Está claro que para todos los afiebrados seguidores del Nobel, este libro es una guía de lujo, un caramelo para degustar una y otra vez (He ahí la magia de los buenos libros, que no pierden el sabor jamás y siempre recurrimos a ellos como un goce eterno).
Quizás la más importante lección que Vargas Llosa deja en estas páginas es aquella de que el escritor «no nace, se hace» y para ello apela a experiencias que antes ya había narrado en libros como «El pez en el agua» (1993), solo que a diferencia de las anteriores, aquí encontraremos la justificación al porqué se disciplinó tanto en el arte de narrar. Conoceremos a profundidad qué era lo que le gustaba de sus narradores favoritos y los recursos que de ellos aprendió (De Flaubert, la persistencia. Lo califica como un autor que no tenía mucho talento pero que insistía sin rendirse. De Faulkner, que las novelas son como casas y requieren de un estudio casi arquitectónico, etc).
Sin embargo, hay una frase que creo es capaz de englobar este sentimiento general del autor-maestro respecto al oficio de escribir. Es algo que no puede dejar tan fácilmente y ante ello, responde:
«El escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues significa para él la mejor manera posible de vivir».
Acto seguido, compara la vocación como una solitaria que se alimenta día a día de la vida del escritor.
«Su decisión de asumir su afición por la literatura como un destino deberá convertirse en servidumbre, en nada menos que esclavitud (…) A comienzos de los años sesenta, en París, yo tenía un magnífico amigo, José María, un muchacho español, pintor y cineasta, que padeció esa enfermedad. Una vez que la solitaria se instala en un organismo se consubstancia con él, se alimenta de él, crece y se fortalece a expensas de él, y es dificilísimo expulsarla de ese cuerpo del que medra, al que tiene colonizado. José María enflaquecía a pesar de que debía comer y beber líquidos (leche, sobre todo).Pero, todo lo que comía y bebía no era para su gusto y placer, sino para los de la solitaria. Un día me sorprendió con esta confesión: «Nosotros hacemos tantas cosas juntos. Vamos al cine, a exposiciones, a recorrer librerías, y discutimos horas de horas sobre política, libros, películas, amigos comunes. Y tú crees que yo estoy haciendo esas cosas como las haces tú, porque te divierte hacerlas. Pero, te equivocas. Yo las hago para ella, la solitaria. Ésa es la impresión que tengo: que todo en mi vida, ahora, no lo vivo para mí, sino para ese ser que llevo adentro, del que ya no soy más que un sirviente».Desde entonces, me gusta comparar la situación del escritor con la de mi amigo José María(…)
Finalmente, sentencia.
«La vocación literaria no es un pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio. Es una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus víctimas (de sus dichosas víctimas) unos esclavos».
Quienes busquen consultar a sus dudas sobre la vocación literaria y quieran oír consejos de la voz de uno de los más grandes maestros de la literatura hispanoamericana, no deberían dejar pasar este libro. Recomendable al cien por ciento.