Por Juan Goytisolo
A media tarde me habían telefoneado desde el cuartel para decirme que el martes entraba de guardia. Tenía por lo tanto tres días libres. Mi primera idea fue llamar a Borés, que acababa de cumplir la semana en el cuartel de Pedralbes.
– Mi viejo se ha largado a Madrid y ha olvidado las llaves del auto.
– Hace dos noches que no pego un ojo –me contestó.
– ¿Putas? –dije.
– Chinches. Toda la Residencia de Oficiales está infestada.
Cuando llegué a la cafetería, me esperaba ya. Estaba algo más blanco que de costumbre y me mostró las señales del cuello.
–Lo que es esta vez no son mordiscos.
–¿Qué dice tu madre? –pregunté yo. Borés vació su ginfís de un trago.
–Desde que empecé el servicio anda más tranquila. : Manolo se acercó a servimos con una servilleta doblada sobre el brazo.
–¿Qué piensa de toda esta gresca, don Rafael?
Con un ademán, indicó la cadena de altavoces encaramados en los árboles y los escudos que brillaban en los balcones de las casas.
–Turismo –repuse–. El coste de la vida sube, y de algún modo deben sacar los cuartos.
–Eso mismo me digo yo, don Rafael.
–Aquí no es como en Roma… La gente va muy escaldada.
Retrepados en los sillones de mimbre, observamos el desfile de peregrinos. Tenía una sed del demonio y me bebí tres ginfís.
Borés controló el paso de once monjas y siete curas.
–Por ahí cuentan que con la expedición americana viene un burdel de mulatas.
–Algo tienen que ofrecer al público. Con tanto calor y las apreturas…
–¿Qué te parece si fuéramos a dar un vistazo? ii; –¿A la Emilia?
–Sí. A la Emilia. Al arrancar, Manolo nos deseó que acabáramos la noche en buena compañía. Aunque eran las once, las calles estaban llenas de gente. Los altavoces transmitían música de órgano yen la luz roja de Canaletas cedimos el paso a un grupo de peregrinas.
–¿Crees que…? –preguntó Borés, asomando la cabeza.
–Quién sabe… Seguramente hay muchas mezcladas.
–Invítalas a subir.
–Recuerda lo que ocurrió .la última vez –dije.
En las Ramblas, el tránsito se había embotellado y aguardamos frente al Liceo durante cerca de diez minutos. Al fin, aparcamos el coche en Atarazanas y subimos a pie por Montserrat. La mayor parte de los bares estaban cerrados y en los raros cafés abiertos no cabía una aguja.
–Luego dicen que no hay agua en los pantanos –exclamó Borés, señalando las luminarias.
–Eres un descreído –le reprendí–. En ocasiones así se tira la casa por la ventana
Por la calle Conde de Asalto discurría una comitiva tras un guión plateado. Varios niños salmodiaban algo en latín.
Casa Emilia quedaba a una veintena de metros y contemplamos la fachada, asombrados. Resaltando entre las cruces de neón de la calle, sus balcones lucían un gigantesco escudo azul del Congreso.
–Caray–dijo Borés–. ¿Has visto…?
–A lo mejor la han convertido también en capilla…
La luz del portal estaba apagada y subimos la escalera tientas. En el rellano, tropezamos con dos soldados.
–Están ustés perdiendo el tiempo –dijo uno–. No hay nadie.
–¿Y las niñas?
–Se han ío.
Volvimos a bajar. Por la calzada desfilaban nuevos guiones y los observamos en silencio por espacio de unos segundos.
–¿ Vamos al Gaucho?
–Vamos.
Al doblar la esquina, oí pronunciar mi nombre y mil atrás. Ninochka espiaba la procesión desde un portal y nos hacía señales de venir.
–Viciosos… –dijo atrayéndonos al interior del zaguán, ¿no os da vergüenza?
Iba vestida de negro, con un jersey con mangas cerrado hasta el cuello y ocultaba su pelo rubio platino bajo un gracioso pañuelo mantilla.
–¿Qué es este disfraz?
–Chist. Callaos. –Al sonreír se le formaban dos hoyuelos en la cara– Se las han llevado a todas….En caminos…
–¿Cuándo?
–Esta mañana –apuntó al altavoz que tronaba en lo alto del farol–. El señor ese ha dicho que cuando llegue el Nuncio la ciudad debe estar limpia.
–¿Y tú?
–Me escapé de milagro –volvió a mostrar el altavoz, con un mohín–. Dice que no somos puras.
–Difamación –exclamé yo–. Calumnia.
–Eso es lo que digo –Ninochka se arregló la mantilla, con coquetería–. A! fin y al cabo, somos flores. Arrugadas y marchitas, pero flores… Lo leí en una novela… Las hijas del asfalto… ¿La conoces?
–No.
–Pasa en el Mulén Ruxe de París… Es muy bonita.
–¿ Y dónde han mandado las flores? –preguntó Borés.
–Fuera. A los pueblos. A tomar el aire del campo.
–¿No sabes dónde?
–A la Montse y la Merche, las han llevado a Gerona.
–Habría que ir a consolarlas –dije yo––, ¿no te parece?
–Las pobrecillas –murmuró Borés–. Deben sentirse tan solas…
–¿ Vienes? –pregunté a Ninochka.
–¿Yo? –Ninochka reía de nuevo––. Yo voy a la Adoración Nocturna… Como María Magdalena… Arrepentida…
A! despedimos, me mordió el lóbulo de la oreja. Estaba terriblemente atractiva con la mantilla y su jersey casto.
–¿Crees que encontraremos algo? –pregunté a Borés mientras ponía el motor en marcha.
–La noche es larga. No perdemos nada probando.
En el Paseo de Colón el tránsito se había despejado y bordeamos la verja del parque, camino de San Andrés.
–A lo mejor es una macutada.
–Por el camino nos enteraremos.
Habíamos dejado atrás los últimos escudos luminosos y avanzamos a ciento veinte por la carretera desierta. Nuestro primer alto fue en Matará.
–¿Ha visto usted un camión lleno de niñas? –pregunté al chico del bar.
–Yo no, señor –sus ojos brillaban de astucia–o Pero he oído decir al personal que han pasado más de cinco.
–¿Hacia Gerona?
–Sí. Hacia Gerona.
Nos bebimos las dos ginebras y le dejé una buena propina.
–Uno de mis clientes … Un notario … ha tomado el mismo camino que ustedes hace sólo unos minutos.
Borés le agradeció la indicación y subimos de nuevo al coche. En menos de un cuarto de hora, dejamos atrás la carretera de Blanes. En una de las curvas de la sierra alcanzamos un Lancia negro, que conducía un hombre con gafas.
–Debe de ser el notario –dijo Borés.
–El tío parece que lleva prisa.
–Acelera … Si me quita a la Merche, me lo cargo.
El parador de turismo tenía encendidas las luces y nos detuvimos a beber unas copas.
–¿Ha visto … ? –preguntó Borés, al salir, indicando la carretera.
–Sí, sí –repuso el barman, riendo–o Adelante.
En el cruce de Caldas volvimos a atrapar al notario. Borés se frotaba las manos excitado, y le largó una salva de insultos a través de la ventanilla.
–La Merche es para mí, y Dorita, y la Mari …
A una docena de kilómetros de la ciudad, frené junto a un individuo que nos hacía señales con el brazo.
–¿Van a Gerona?
–Suba.
El hombre se acomodó en el asiento de atrás, sin sacarse la boina.
–Parece que hay fiesta por ahí –aventuró Borés al cabo de un rato.
–Sí. Eso dicen … –Hablaba con fuerte acento catalán–. En mi pueblo todos los chicos han ido …
–¿Y usted?
–También voy –en el retrovisor le vi guiñar un ojo–.He esperado a que mi mujer se fuera a la cama…
La barriada dormía silenciosa y torcí por Primo de Rivera hacia el Oñar. Desde el puente, observé que los cafés de la Rambla estaban iluminados. Un camarero iba de un lado a otro con una bandeja y un grupo de gamberros se dirigía hacia la catedral, dando gritos.
–Mira… –dije yo.
. El paseo ofrecía un extraordinario espectáculo. Sentadas en las sillas, acodadas en las barras de los bares, tumbadas sobre los bancos y los veladores había docenas de mujeres silenciosas, que nos contemplaban como a una aparición venida del otro mundo. El campanario de una iglesia daba las dos y muchas se recostaban contra la pared para dormir. Algunas no habían perdido aún la esperanza y nos invitaban a acercamos.
–Vente pa aquí, guapo.
–Una cama blandita y no te cobraré ni cinco.
Borés y yo nos abrimos paso hacia las arcadas. Venidos de todos los pueblos de la comarca, los tipos discutían, riendo, con las mujeres y se perdían por las callejuelas laterales, acompañados, a veces, de tres o cuatro. Los hoteles estaban llenos y no había una cama libre. Los afortunados poseedores de una habitación se acostaban gratis con las muchachas más caras.
–Llévame contigo, cielo…
–Anda… Ven a dormir un ratito…
A la primera ojeada, descubrimos a Merche. Estaba sentada en un café, fumando, y al vemos, no manifestó ninguna sorpresa.
–Dominus vobiscum –se limitó a decir, a modo de saludo.
–Ite missa est
Con ademán distraído nos invitó a instalamos a sulado.
–Perdonarán que el «livinrún» esté sucio –se excusó–. Mi doncella está afiliada al sindicato y no trabaja el sábado.
El camarero hizo notar su presencia con un carraspeo.
Borés pidió dos ginebras y otro café.
–¿De imaginaria? –preguntó cuando se hubo ido.
–Las clases ociosas solemos dormir tarde –repuso Merche.
Su rostro reflejaba gran fatiga. Como de costumbre no se sabía si hablaba en serio, o bromeaba.
–Hace un par de horas pasamos por el barrio y Ninochka nos contó lo ocurrido.
–Es una iniciativa del Ministerio de Turismo –Merche apuró el café de su taza–. Como éramos incultas nos ha pagado un viaje… Agencia Kuk… Ver mundo…
–¿No has encontrado cama? –pregunté yo.
En lugar de contestarme, se encaró con Borés, sonriente.
–¿Y vosotros?… ¿Por qué estáis aquí?… ¿Han echado también a los hijos de buena familia?
–Sólo a los depravados –dijo él.
–Ah… A los depravados, sólo… Temía…
Los ojos se le cerraban de sueño. Borés cambió una mirada conmigo.
–Mi padre tiene un despacho cerca de aquí –explicó–. Si quieres, podemos dormir los dos juntos.
–Gracias, vida –dijo Merche–. Eres un amor de chico.
Bebimos las dos ginebras y el café. Una mujer roncaba en la mesa del lado y los gamberros corrían aún dando gritos.
–Yo beberé otra copa, y ahueco.
–Entonces, telefonea a casa… Di que me he quedado a dormir en tu estudio.
Los miré alejarse hacia el barrio de la catedral. Cogidos del brazo. Luego pagué la nota del bar y caminé en dirección al río. Las mujeres me volvían a llamar y bebí otras dos ginebras. Aquella noche absorbía el alcohol como nada. Yo solo hubiera podido vaciar una barrica.
–Congresos así debería haber to los años –decía un hombre bajito a mi lado–, ¿no le parece, compadre?
Le contesté que tenía razón y, si la memoria no me engaña, creo que bebimos un trago juntos.
No sé a qué hora subí al coche, ni cómo hice los cien kilómetros que me separaban de Barcelona. Cuando llegué había amanecido y, por las calles adornadas, circulaban los primeros transeúntes.
Sólo recuerdo que una brigada de obreros barría el suelo, preparando la procesión y que, al mirar al balcón de mi cuarto, descubrí un flamante escudo.
–Debe ser cosa de mamá –expliqué al sereno.
Procurando no hacer ruido, me colé hasta el cuarto de baño y abrí el grifo de la ducha.
(Para vivir aquí)
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SUBURBIOS
Aquel invierno Alvarito solía venir a buscarme por las tardes. Antonia golpeaba en la puerta de la habitación con los nudillos y, al preguntarle yo qué quería, respondía, invariablemente:
–Está el señorito Álvaro.
–¿Dónde?
–En la portería. Dice que le espera a usted en la calle.
Yo cerraba los libros, malhumorado. Mi padre me había prometido un viaje por Europa si aprobaba el curso y veía aproximarse con inquietud la fecha de los exámenes. Alvarito afectaba gran desprecio por los empollones y, para evitar sus sarcasmos, debía estudiar a escondidas. Al pasar frente al espejo del pasillo me despeinaba un poco. Durante mis siete años de internado había vestido de punta en blanco y conservaba intacto mi horror por las corbatas, los cosméticos y los cuellos duros. Alvarito me había regalado una chalina de terciopelo y me la puse al salir a la calle.
–Sube, pronto –gritó, abriéndome la puertecilla–. Hay arco iris y quiero llegar a las afueras antes de que anochezca.
Llevaba el coche descapotado a pesar del frío y arrancó a gran velocidad. Evitando la aburrida tranquilidad del Ensanche, nos dirigimos hacia el cementerio. Alvarito parecía muy excitado. Tenía una botella de ginebra en el bolsillo y se atizó un trago, sin soltar el volante. Aunque conocía el camino, cogía las curvas demasiado cerradas y. en una esquina, estuvimos a punto de atropellar a unos viejos.
–¿ Qué te pasa? –dije.
–No me lo preguntes.
–¿Por qué?
–Porque ando con mala uva y, como vea a alguien que no me guste, lo embisto y me lo cargo.
Me pasó el botellón y bebí. Alvarito había alquilado un estudio en el Barrio Gótico y, muchas tardes, después de recorrer las afueras en automóvil, se procuraba algún alcohol y nos emborrachábamos. Nuestra vida carecía de alicientes y buscábamos sensaciones nuevas, para olvidar. En el estudio (el Antro, como llamaba Alvarito) nos sentíamos aislados del resto del mundo y conversábamos durante largas horas, ansiosos y febriles. Lo habíamos probado todo: el coñac, el pernó, la ginebra, el vino peleón, el anís. Un día, Alvarito trajo alcohol de noventa de la farmacia y lo bebimos, templado con un chispo de agua. Otra vez tomamos tres litros de café y nos aturdimos oliendo un frasquito de éter. A menudo nos invadía un furor universal e incontenible y, en las tabernas de Escudillers, nos liábamos a discutir con las putas y los borrachos.
–Hay que quitarles las razones de vivir –decía Alvarito–, obligarles tomar drogas o a suicidarse.
Habíamos decidido organizar una Jornada de Opresión al Pobre, defraudar a los obreros en su jornal…
Habitualmente realizábamos nuestras incursiones por el puerto o por Montjuic pero, aquel día, Alvarito continuó, más allá del cementerio, hacia la explanada donde los murcianos edificaban sus barracas.
–Mira. Un gordo –exclamó, apuntando con el dedo, hacia lo lejos.
–Ya lo veo.
–Como no se dé prisa, lo aplasto.
El viento le alborotaba el pelo sobre la frente y apretó el acelerador con rabia.
–El hijoputa… –El hombre se había salvado, de un brinco–. Le ha ido de un pelo…
–Caray –dije yo–. Si no se aparta…
Alvarito repitió todavía el juego. Cada vez que veía a un gordo (o a un pelirrojo, o a una mujer fea) aceleraba de repente y acogía con una mueca de burla la salva de insultos que le largaban.
–Estamos en Cuaresma –decía–. La vida es breve…
Al fin, pareció cansarse también. Su agitación había decaído y aminoró poco a poco la marcha. Durante unos momentos me miró de reojo, como para hablarme. Tenía el botellín de ginebra en el bolsillo y bebió, de nuevo, un trago.
–Estoy metido en tal lío, que no sé cómo me saldré.
–¿Faldas? –dije.
–No –denegó con la cabeza–. Es mucho más complicado…
Estábamos en las afueras y se detuvo en un solar. Las nubes escampaban velozmente y la tierra olía a recién llovido. Encaramados en una pila de escombros, contemplamos los lavajos y barrizales. El sol rozaba la cresta de la montaña y en el cielo se barruntaba el crepúsculo.
–He roto definitivamente con mi familia.
–¿Cuándo?
–Esta mañana. Tuve una agarrada con papá y me echó a la calle.
Más allá del solar había una herrería y, desde fuera, podía verse la fragua. Un hombre batía el hierro con el martillo, y el aprendiz se asomó a la puerta y apretó a correr por los lodazales. El sol parecía un disco de cobre. Antes de ponerse, coloreaba la explanada de un tono rojizo y el chico empezó a bailar frente a él y a dar saltos.
–Conozco un ventorro cerca de aquí –dijo Alvarito–. La hija del dueño está como un tren… Tiene unas tetas que no le caben en la blusa de grandes.
Junto a los muros del cementerio se extendía un solar cubierto de huertecillos y jardines. Dos albañiles corregían el alabeo de la pared. El más joven preparaba la mezcla en un cuezo y el otro la recogía del esparavel con la llana. Hablaban con fuerte acento andaluz y, al pasar, nos dieron las buenas tardes.
–¿Qué ha ocurrido? –dije. Alvarito caminaba con la cabeza gacha e hizo un ademán con los hombros.
–Es tan complicado, que no sé por dónde empezar.
–Empieza por donde tú quieras.
–Espera. Cuando lleguemos al ventorro.
Nos detuvimos frente a un edificio de aspecto mísero. Su interior estaba adornado con faroles y banderitas y un cartel de la Feria de Sevilla presidía, detrás de la barra. Alvarito entró y le seguí. Una chica fregaba los vasos en un lebrillo. Tal como había dicho llevaba una blusa de seda muy ceñida y sus tetas se adivinaban grandes y bien formadas.
–¿Qué te parece? –me preguntó.
–Magnífica –repuse–. Le haría un favor ahora mismo.
–Yo también –suspiró–. Si no me encontrara en la situación en que me encuentro…
El dueño se acercó a tomar el encargo. Una pareja hablaba a media voz en la mesa vecina y, mientras Alvarito decidía, me entretuve en observarles. La mujer parecía buscona (o criada) y soportaba el asedio del hombre a la defensiva. Su amigo tenía un rostro abollado de boxeador, el pelo cortado al cepillo y una cicatriz en la sien, rosada y larga. Acodado en la mesa intentaba vanamente atrapar la mano de la mujer. Sus ojos centelleaban de ira y, por su tartajeo, comprendí que estaba borracho.
–Gachona. ..
–No hay gachona que valga.
–Una vez más… Solo una vez.
–Ni una vez, ni cien veces.
–Me lo prometiste… Cuando viniste a verme.
–Que no… Que no lo aguanto.
La hija del dueño se había vuelto por primera vez hacia nosotros y cambió una sonrisa con Alvarito. Estaba verdaderamente en su punto, con el pelo largo, deshecho, y el cuello, curvado y blanco.
–¿Te conoce? –le pregunté.
–El otro día charlamos unos minutos.
El padre vino con dos jarrillos de tinto. Alvarito se sirvió y me sirvió a mí. La presencia de la chica le ponía visiblemente nervioso y se removió en el asiento, sin decidirse a permanecer en él ni a levantarse.
–Papá me ha dado un ultimátum de. veinticuatro horas –dijo al fin.
–¿Para qué?
–Para elegir. Quiere que formalice mi situación con Memé y plante a Laura. –¿Sabe lo de…?
–Sí. Ayer hablé con el médico.
–¿Y qué?
–No hay nada que hacer. Es demasiado tarde
. –¿Cuánto tiempo?
–No sé… Al menos cuatro meses.
–¿Y tu padre? ¿Qué tal ha reaccionado?
–Ya lo puedes suponer. –Vació su vaso de un trago–. Está convencido de que no es mío y no quiere que lo reconozca.
–¿Cómo. que no es tuyo?
–Dice que Laura ha ido con muchos y que debe ser de otro.
–¿ Se lo has contado a ella?
–Sí.
–¿Y qué dice?
–Me jura que es mentira, como una loca… –Vertió el vino del jarrillo en el vaso y volvió a beber–. Creo que si no reconozco al niño se suicidará… :
–¿Y qué vas a hacer?
–No lo sé… Me gusta más que Memé, como mujer. Pero no me veo viviendo con ella. Apenas sabe leer y escribir. Es demasiado bruta.
Había acabado con el vino del jarrillo e inclinó la cabeza, abrumado. En la mesa vecina, el hombre había cogido la mano de la mujer e intentaba besuquearla.
–Una sola vez… Apagaré la luz y no te darás cuenta.
–Suéltame.
–Te prometo que lo haré a oscuras.
–Te digo que me dejes.
El antebrazo del hombre era fuerte y velludo y la nuez le subía y bajaba en el gaznate, lo mismo que un émbolo. Sus ojos miraron a la mujer con la desesperación de un ahogado. La mano soltó la presa al fin y, al hacerlo, descubrí que le faltaban dos dedos.
–Lo peor de todo –continuó Alvarito– es que Memé se ha enterado de lo ocurrido y no quieras saber cómo se ha puesto…
–¿Memé? –exclamé–. ¿Quién se lo ha dicho?
–¿Quién quieres que se lo diga?…Mi padre
–¿Lo del niño también?
–También. Cuando fui a verla esta mañana, estaba hecha un mar de lágrimas y me dio a elegir, entre Laura y ella.
–Vaya lío…
–Dímelo a mí. –Se quitó las gafas sin montura y las limpió con su pañuelo–. Desde ayer, las dos se pasan el día llorando y no hay manera de calmarlas. Laura quiere que vaya a Madrid con ella y Memé, que dé el anillo a sus padres… –Movió la cabeza con desaliento–. Me dan ganas de largarme a la Cochinchina y de dejarlas a las dos plantadas…
El dueño repasaba las piqueras de los toneles y la muchacha nos sonrió desde el bar. Alvarito cogió los jarrillos y se los dio para que los llenara. Retrepándome en el asiento, observé con disimulo a la pareja. El hombre había servido su vaso hasta el borde. Su rostro estaba congestionado y los labios le temblaban. Sin hacerle caso, la mujer se arregló el pelo y miró ostensiblemente el reloj.
–Me voy. Se me hace tarde…
–Aguarda… Un minuto.
–Estoy fuera de casa desde las cinco. Mis patrones pueden llegar de un momento a otro y no quiero que me abronquen por tu culpa. –Hizo ademán de levantarse pero continuó sentada en la silla–. Bastante he hecho con venir a verte.
–Entonces, vuelve mañana…
–Dale con la canción… Ya te he dicho que acabó y se acabó.
–Gachona. ..
–Es inútil. Aunque me dieras todo el oro del mundo no vuelvo…
En la barra, Alvarito hablaba animadamente con la chica. Le había quitado una horquilla del pelo y se hacía el remolón para devolverla. Ella seguía el juego, halagada. Su padre se había eclipsado por la trastienda y Alvarito amagaba tirarle de la manga.
–Démela usted, no sea malo… Voy a parecer una bruja.
–¿Usted?
–Sí, yo.
–Se la daré si me promete usted una cosa…
–¿Qué cosa?
Alvarito le sopló algo al oído. La muchacha pareció reflexionar y le contestó del mismo modo. Después, Alvarito volvió a la mesa con los jarrillos y ella se acodó como absorta en la barra.
–¿Qué le has dicho?
–Nada –repuso–. Tonterías. –Bebía directamente del jarrillo y añadió–: ¿Qué harías tú en mi situación?
–No lo sé –dije. Estaba acostumbrado a sus historias de faldas y sabía por experiencia que, dijera lo que dijera, acabaría por hacer lo que le diera la real gana. –Es tan complicado todo…
–Yo no quiero comprometerme aún… Vivir con Laura me aburre y el matrimonio me da cuatro patadas.
–Ya supongo.
Cambió una mirada con la chica y tabaleó suavemente los dedos.
–¿No se te ocurre nada?
–No.
–Me fastidia perder mi libertad ¿comprendes?– La luz se había remansado en sus pupilas y hablaba sosegadamente–. En cuanto uno acepta vivir con una mujer está listo.
–Dile a Memé que quieres acabar la carrera.
Me observó. Sus ojos brillaban enfrente de los míos.
–¿Y Laura? ¿Qué hago con Laura?
–Mándala a paseo.
–Esto está pronto dicho…
–Lárgate. Haz las maletas. Viaja.
–Ya lo he pensado –murmuró–. Hace más de dos noches que no duermo.
Oí un estropicio detrás y me volví. El hombre acababa de incorporarse y había arrojado un vaso contra la pared. En su rostro bermejo, como soflamado, sus ojillos brillaban, inyectados en sangre.
–Está bien. Como tú quieras…
Evitando mirar a la mujer, cogió una cachava del colgador y se encaminó hacia la salida. La mesa había ocultado hasta entonces la parte inferior de su cuerpo y, con un repelo de frío, descubrí que le faltaba una pierna.
–¿Qué ocurre? –preguntó la hija del dueño, cuando se fue.
La mujer se había levantado también y miraba hacia la calle, confundida.
–Se puso furioso porque no he querido ir con él…
Se inclinó e hizo ademán de recoger los cristales del suelo.
–Espera. Yo te ayudo…
–Desde que salió del hospital no encuentra ninguna mujer y está de malas pulgas.
La chica vino con una bayeta y una escoba, y se dejó caer en su asiento. Sus ojos escudriñaban la oscuridad de la puerta y su mirada se cruzó con la mía.
–Habíamos sido muy buenos amigos, antes –dijo como disculpándose–. Trabajaba en una fábrica cerca de aquí y le explotó una caldera.
–Su cuerpo es sólo una cicatriz –explicó la chica.
–Es algo más fuerte que yo, no puedo… lo he probado una vez, por lástima, y me moriría si tuviera que hacerlo de nuevo…
Apuré el vino del jarrillo. La mujer callaba y la chica se había ido con la bayeta. Como siempre que andaba metido en un lío, Alvarito se quitaba y ponía las gafas y se removía nerviosamente en la silla.
–En el peor de los casos, siempre queda el recurso de la Legión –suspiró.
–¿Marruecos?
–Sí. Te apuntas en el Banderín de Enganche y desapareces.
–Luego quieres salir y no te dejan…
–¿Y qué? –repuso–. África está así de mujeres. Conozco a un tipo que vivió allí y dice que se afeitan entre las piernas… ¿Te imaginas?.. Lo mismo que las niñas…
–Deben de estar llenas de enfermedades –objeté.
–Mejor que mejor. Estoy harto de mujeres limpias y honestas. De ahora en adelante, iré con las más tiradas… Hay una, sin dientes, en el Parque, que lleva más de cuarenta años en el oficio. Negra de mugre, harapienta, un verdadero Solana… –Hablaba con vehemencia Y bebió un chisguete de mi vino–. La higiene es una virtud burguesa.
Yo también empezaba a sentirme mareado y la idea de un viajecito por Marruecos me entusiasmó. Alvarito hizo la apología del Kif, el calor y las moscas y, de mutuo acuerdo, decidimos que, si las cosas se complicaban, nos engancharíamos en la Legión.
Cuando nos dimos cuenta eran más de la ocho. La hija del dueño seguía lavando vasos y Alvarito miró, asustado, el reloj.
–Caray, tengo que irme.
–¿Dónde?
–He prometido llevar al cine a Laura.
–Ve luego.
–Imposible. Memé me espera después de la cena.
Aunque de mala gana, me puse de pie. La mujer acechaba todavía las sombras de la puerta y Alvarito se levantó y dio veinte duros a la muchacha.
–Mañana, estamos citados a las seis –me susurró, mientras ella iba a buscar el cambio.
–No revientes…
–Te lo juro por lo más sagrado. Asómate por la Bolera si no me crees…
No me lo creía y, al día siguiente, fui allí. La cabeza me dolía a causa de la resaca y había renunciado a estudiar. Sentado en una mesa, junto a la pista, me bebí un par de ginfis.
Alvarito tenía una suerte endiablada con las muchachas. Cada día salía con una distinta mientras que, a mí, ninguna me hacía caso. Pero aquella vez estaba seguro de que faroleaba y, a regañadientes, tuve que admitir mi error.
La chica llegó a la hora y Alvarito con algo de retraso. La noche antes había cenado con Memé (después de ir al cine con Laura) y, al pasar junto a mi mesa, me hizo un guiño. Una orquesta interpretaba sambas en el fondo del jardín y, cuando me fui (la cabeza me pesaba como una losa), los vi bailar a los dos, muy apretados.
Le pregunté si se había alistado en la Legión y no me contestó.
Texto tomado de: http://www.jesusfelipe.es/juangoytisolo1.htm