Así se muere un autobús

También mueren los lugares donde fuimos felices.

Julio Ramón Ribeyro – Prosas Apátridas

Por:

Giancarlo Cappello

Tal vez les parezca absurdo, pero hoy vi agonizar a un autobús, era de la línea 34. Ahogado en su propio smog y perforado por fugas que salpicaban sin contemplaciones, la máquina pegó un último estertor antes de no responder más al contacto insistente del chofer. Y, claro, fue como asistir al noble deceso de un tiempo y de una estirpe: la de los autobuses de línea con números y colores que dibujaron el mapa de la ciudad que trajinamos.

En la 104 fui y regresé del cole por más de once años, con la 9 llegaba a Risso y a mis clases de dibujo, con la 48 hasta Plaza San Miguel, a la 10 me trepaba para probar suerte en el pinball de Plaza Bolognesi, la 16 me dejaba en el cine Alcázar, la 54 a dos cuadras del Kennedy y la 21 en el mismísimo portón de la cancha de fulbito. En el moradito, en el verdecito, en el blanco con naranja, en el azul con rojo, en todos esos buses dejamos algo de nosotros.

Hoy que son como convictos tolerables y transitan con mala prensa, llevando y trayendo culpas propias y ajenas, solo quiero decir que la crisis ochentera los hirió de muerte, que fueron cercados y condenados a la supervivencia; que la liberalización del transporte les percudió las camisas, que el Decreto Legislativo 651 decomisó sus buenos días y la libre importación de buses les apagó el entusiasmo; en suma, que cayeron en desgracia cuando merecían otra suerte, como todos, como cualquiera.

La ciudad perdió mucho cuando los perdimos. Y hoy que tenemos «pico y placa» y los viejos autobuses se mueren como perros pisteros o ballenas, no he podido evitar esa cosa cursi del tiempo pasado que fue mejor y ha sido imposible no preguntarse cuán mal debemos lucir nosotros, también, después de vivir los mismos años… No sé ustedes, pero a veces dan ganas de bajarse.

Foto: Arkiv Perú