Por:
Gianfranco Hereña
Merecido Nobel para Alice Munro. Como siempre digo, «Leer para creer» y para muestra un botón que me he tomado prestado del blog «Yo vivo en ella». Sonará a que el «préstamo» es en realidad una apropiación ilícita que me generará algunos encontronazos. Por ello, lo pongo solo por la mitad y queda en ustedes visitar el link.
Asimismo, pongo otro enlace más que los diarios La Nación de Argentina y ABC de España tuvieron la gentileza de subir.
Noche- Alice Munro
Radicales libres- Alice Munro
Felicitaciones a ella.
(Roth, Murakami, Joyce Carol para otra será…)
La isla de Cortés
La pequeña novia. Yo tenía veinte años, medía metro setenta y pesaba algo más de sesenta kilos, pero algunas personas —la esposa del jefe de Chess, la secretaria de mayor edad de su oficina y la señora Gorrie, la de arriba— me llamaban la pequeña novia. Algunas veces, nuestra pequeña novia. Chess y yo bromeábamos con ello, pero en público él respondía con una mirada de cariño y afecto. Yo, por mi parte, con un mohín sonriente: tímida y conformista.
Vivíamos en un sótano en Vancouver. La casa no pertenecía a los Gorrie, como yo había pensado en un principio, sino a Ray, el hijo de la señora Gorrie. De vez en cuando venía a arreglar cosas. Entraba por la puerta del sótano, igual que Chess y yo. Era un hombre delgado, estrecho de hombros, quizá de treinta y tantos años, y que siempre llevaba consigo una caja de herramientas y la gorra de trabajo. Andaba encorvado, lo que tal vez estaba relacionado con la necesidad de agacharse cuando se dedicaba a sus chapuzas de fontanería, electricidad y carpintería. Su rostro era amarillento y tosía muchísimo. Cada tosido suponía una afirmación independiente y discreta que definía su presencia en el sótano como una intrusión necesaria. No se disculpaba por estar allí, pero tampoco se movía por aquel lugar como si le perteneciese. Sólo hablaba con él cuando llamaba a la puerta para decirme que iba a cortar el agua o la luz durante un rato. El alquiler se lo pagábamos en efectivo a la señora Gorrie todos los meses. No sé si ella le pasaba todo el dinero o se quedaba un poco para cubrir sus gastos. Porque de no ser así, todo lo que tenían ella y el señor Gorrie —fue ella quien me lo dijo— era la pensión del señor Gorrie. No la de ella. Todavía no soy lo bastante mayor, dijo.
La señora Gorrie, siempre gritaba por las escaleras para ver cómo estaba Ray y preguntar si le apetecía una taza de té. Él siempre respondía que estaba bien y que no tenía tiempo. Decía que su hijo trabajaba demasiado, como ella. Siempre intentaba colarle algún postre casero, como galletas, pan de jengibre o confituras, al igual que hacía conmigo. Ray respondía que acababa de comer o que en casa tenía de todo. Yo también me resistía, pero al séptimo u octavo intento, cedía. Me avergonzaba mucho seguir diciendo que no después de tanta insistencia y de sus caras largas. Admiraba la forma en que Ray se empeñaba en decir que no. Ni siquiera decía «no, madre». Sencillamente, no.
Luego la señora Gorrie solía buscar algún tema de conversación.
—¿Qué me cuentas? ¿Tienes alguna novedad emocionante?
Nada especial. No lo sé. Ray nunca se mostraba brusco o irritable pero tampoco le permitía ninguna confianza. Su salud era buena. Su resfriado iba mejorando. A la señora Cornish y a Irene también les iba bien siempre.
La señora Cornish era una mujer en cuya casa vivía él, en algún sitio de la parte este de Vancouver. Ray siempre tenía alguna chapuza que hacer en casa de la señora Cornish, al igual que en la nuestra, por esa razón tenía que marcharse tan pronto como acababa el trabajo. También ayudaba a cuidar a la hija de la señora Cornish, Irene, que estaba en una silla de ruedas. Tenía parálisis cerebral. «La pobrecilla», decía la señora Gorrie después de que Ray le dijese que Irene estaba bien. Ella nunca le reprochaba en su cara el tiempo que pasaba con la niña enferma, sus salidas al parque Stanley o las excursiones vespertinas para ir a comprar helado. (Lo sabía de sobra porque a veces hablaba por teléfono con la señora Cornish.) Pero a mí me decía: «No puedo evitar pensar en la pinta que debe de tener la chica con el helado corriéndole por la cara. No lo puedo evitar. La gente debe quedarse boquiabierta mirándoles».
Ella comentaba que cuando sacaba al señor Gorrie en su silla de ruedas la gente les observaba (el señor Gorrie había sufrido un ataque de apoplejía), pero era diferente porque fuera de casa no se movía ni emitía sonido alguno y ella procuraba que tuviera un aspecto presentable, mientras que Irene no hacía más que dar bandazos y balbucir gaguelag-gaguelag-gaguelag. La pobre no podía remediarlo.
La señora Cornish debería tener algún tipo de plan, decía la señora Gorrie. ¿Quién iba a cuidar de esa niña lisiada cuando ella ya no estuviera?
—Debería existir una ley que impidiese casarse a una persona sana con otra en ese estado, pero por ahora no la hay.
Cuando la señora Gorrie me invitaba a tomar un café, yo nunca quería subir. Estaba ocupada con mi propia vida en el sótano. A veces, cuando llamaba a mi puerta, hacía como que no estaba. Pero para eso tenía que apagar las luces y cerrar la puerta en cuanto la oía abrir la suya en lo alto de las escaleras y luego permanecer inmóvil mientras ella daba golpecitos a la puerta con sus uñas y gorjeaba mi nombre. También tenía que mantener un silencio absoluto y no tirar de la cadena del retrete en una hora. Si le decía que tenía muchas cosas que hacer, que no tenía tiempo, ella se reía y preguntaba:
—¿Qué cosas?
—Escribir cartas.
—Siempre escribiendo cartas —decía ella—. Pues sí que echas de menos tu casa.
Sus cejas eran de color rosa, una variante del rojo rosáceo de su pelo. No me parecía que el pelo pudiera ser natural, pero ¿cómo podía teñirse las cejas? Su rostro era delgado, con coloretes, vivaz, y sus dientes, largos y brillantes. Su avidez de simpatía, de tener compañía, no tenía límite. La primera mañana en que Chess me llevó a ese apartamento, tras esperarme en la estación de tren, llamó a nuestra puerta con un plato de galletas y su voraz sonrisa. Yo todavía llevaba puesto mi gorro de viaje y a Chess le interrumpió justo cuando comenzaba a sacarme la combinación. Las galletas estaban secas y duras, glaseadas de rosa brillante en honor de mi matrimonio. Chess le habló con brusquedad. Sólo tenía media hora antes de volver al trabajo y para cuando pudo deshacerse de ella ya no quedaba tiempo para que continuase con lo que había empezado. Así es que se comió las galletas, una tras otra, quejándose de que sabían a serrín.
—Tu maridito es muy serio —me decía la señora Gorrie—. Me hace gracia cuando me lanza esa mirada tan seria al entrar y al salir.
Me gustaría decirle que se lo tome con calma, no tiene por qué cargar con el mundo a sus espaldas.
A veces tenía que seguirla hasta arriba, dejando a un lado mi libro o el párrafo que estaba escribiendo. Nos sentábamos en su mesa de comedor, que tenía un mantel de encaje y un espejo octogonal en el que se reflejaba un cisne de cerámica. Bebíamos el café en tazas de porcelana y comíamos en platitos a juego (más y más de aquellas galletas, de los pegajosos pasteles de pasas o de los bollitos tan pesados) y utilizábamos unas pequeñas servilletas bordadas para quitarnos las migas de los labios. Yo me sentaba frente a un aparador en el que la señora Gorrie exponía una gama entera de vasos de calidad, de juegos para la leche y el azúcar y para la sal y la pimienta, demasiado pequeños o ingeniosos para el uso diario, así como unos diminutos jarrones, una tetera que imitaba una casita con tejado de paja y unos candelabros en forma de lirios. Una vez al mes la señora Gorrie le daba un repaso al aparador y lo lavaba todo. Eso me dijo. Hablaba y hablaba sobre mi futuro, sobre la casa y el futuro que pensaba que yo tendría, y cuanto más hablaba ella, más sentía yo un peso de plomo sobre mis miembros y más ganas me entraban de bostezar allí, a media mañana, y de poder arrastrarme y esconderme y dormir. Pero de puertas afuera mostraba mi admiración por todo aquello. Por lo que contenía el aparador, por la vida rutinaria de la señora Gorrie como ama de casa, por los conjuntos que se ponía cada mañana, siempre a juego. Faldas y jerseys en tonos malva o coral, pañuelos de seda artificial que armonizaban con la ropa.
—Siempre vístete antes que nada, como si fueses a irte a trabajar, y arréglate el pelo y maquíllate —me decía; más de una vez me había pillado en camisón—, y después siempre puedes ponerte un delantal por encima si tienes que hacer la colada o cocinar. Te sube la moral.
Y siempre ten algo cocinado por si te viene una visita. (Por lo que yo sé, jamás tuvo más invitados que yo; y a duras penas podría decirse que la visitara por iniciativa propia.) Y nunca sirvas el café en tazas de desayuno.
Aunque nunca se mostraba demasiado explícita. Era «yo siempre…» o «a mí me gusta…» o «creo que resulta más agradable…».
—Incluso cuando vivía en tierras salvajes me gustaba… —y entonces mi urgencia de bostezar o gritar disminuyó por un instante. ¿En qué tierras salvajes había vivido? ¿Y cuándo?
—Lejos, arriba en la costa —dijo—. En mi tiempo yo también fui novia. Viví allá muchos años. En Union Bay. Pero aquel lugar no erademasiado salvaje. La isla de Cortés.
Pregunté dónde estaba eso y ella respondió: «Ah, por ahí arriba».
—Eso sí que debió de ser interesante —dije yo.
—Bueno, interesante —dijo ella—… si se puede decir que los osos son interesantes. O que los pumas son interesantes. La verdad es que yo personalmente prefiero un poquito de civilización.
El comedor estaba separado del cuarto de estar por unas puertas corredizas de roble. Siempre quedaban a medio abrir, de modo que la señora Gorrie, sentada al extremo de la mesa, pudiera tener a la vista al señor Gorrie, sentado en su sillón frente a la ventana del cuarto de estar. Se refería a él como «mi marido en la silla de ruedas», pero lo cierto es que únicamente estaba en la silla de ruedas cuando ella lo llevaba a dar un paseo. No tenían aparato de televisión, la televisión era aún casi una novedad en aquellos tiempos. El señor Gorrie estaba allí sentado y observaba la calle y el parque de Kitsilano, al otro lado de la calle, y la ensenada de Burrard, aún más allá. Podía ir al baño él solo con un bastón en una mano y agarrándose al respaldo de las sillas o apoyándose en la pared con la otra. Una vez dentro se las arreglaba solo, aunque le llevaba mucho tiempo. Y la señora Gorrie decía que a veces tenía que fregar un poco.
Lo único que yo podía ver de vez en cuando del señor Gorrie era la pernera de un pantalón estirada sobre el sillón de color verde brillante. Una o dos veces, estando yo allí, tuvo que hacer el camino, medio arrastrándose y a trompicones, hasta llegar al baño. Era un hombre grande: cabeza grande, hombros anchos, huesos robustos.
Yo no le miraba a la cara. La gente que había quedado paralítica por un derrame cerebral o una enfermedad me parecía de mal agüero, me recordaba algo feo. Lo que yo evitaba no era el panorama que ofrecía la inutilidad de sus miembros u otras señales físicas de su horrible suerte, sino el de sus ojos humanos.
Creo que él tampoco me miraba aunque la señora Gorrie le gritaba que había venido una visita del piso de abajo. Emitía un gruñido, que quizá fuera lo más que podía hacer a modo de saludo, o de rechazo.
En nuestro apartamento había dos habitaciones y media. Lo alquilamos amueblado y, como era de suponer en estos casos, eso significaba que estaba medio amueblado con enseres que en otras circunstancias se habrían tirado. Recuerdo el suelo del cuarto de estar, cubierto con cuadrados y rectángulos sobrantes de linóleo: todos los diferentes colores y formas unidos unos con otros y bordados como un absurdo edredón de franjas metálicas. Y había un horno de gas de la cocina que se alimentaba de monedas de veinticinco centavos. Nuestra cama estaba metida en un recodo de la cocina y cabía allí tan justa que había que encaramarse a ella desde el pie. Chess había leído que ésta era la forma en que las chicas de un harén tenían que entrar en la cama del sultán, venerando primero sus pies y luego arrastrándose hacia arriba, rindiendo homenaje a las otras partes de su cuerpo. A veces jugábamos a ese juego.
Siempre dejábamos una cortina cerrada al pie de la cama para separar el recodo de la cocina. En realidad se trataba de una vieja colcha, una tela escurridiza con flecos que por uno de los lados era de color beige amarillento, con un estampado de rosas rojas y hojas verdes, y por el otro tenía franjas diagonales rojas y verdes estampadas, como en una aparición fantasmal, con flores y follaje sobre el beige. Aquella cortina la recuerdo con mayor intensidad que cualquier otra cosa del apartamento. Y no es de extrañar. En pleno frenesí sexual y durante el posterior respiro tenía aquella tela frente a mis ojos, y así llegó a convertirse en un recordatorio de lo que me gustaba del matrimonio: la recompensa por el imprevisto insulto de ser una pequeña novia y por la peculiar amenaza de un aparador lleno de vajilla de porcelana.
Ambos, Chess y yo, proveníamos de hogares en los que el sexo prematrimonial se consideraba algo vergonzoso e imperdonable y en los que el sexo matrimonial no se mencionaba nunca y se olvidaba pronto. Estábamos justo al final de la época en que así se veían las cosas, aunque no éramos conscientes de ello. Una vez, la madre de Chess encontró condones en la maleta de su hijo y se fue llorando al padre. (Chess dijo que los repartían en el campamento donde había recibido su instrucción militar universitaria, lo cual era cierto, y que se había olvidado totalmente de ellos, lo cual era mentira.) De modo que tener un lugar propio y una cama propia donde hacer lo que quisiéramos nos parecía maravilloso. Si estábamos juntos era —y nunca se nos ocurrió que la gente mayor, nuestros padres, nuestras tías y tíos, estuvieran juntos por la misma razón— por pura lujuria. Nos parecía que el único afán de los mayores era de casas, de propiedad, de máquinas cortadoras de césped y congeladores y muros de contención; y, por supuesto, en lo referente a las mujeres, de bebés. Todas esas cosas, pensábamos, las elegiríamos o no elegiríamos en el futuro. Nunca creímos que nada de eso nos llegaría inexorablemente, como la edad o el tiempo.
Y ahora que me paro a pensarlo con sinceridad, no nos llegó. Nada llegó sin nuestra elección. Ni siquiera el embarazo. Corrimos el riesgo, aunque únicamente para ver si de verdad éramos adultos, para ver si realmente podía ocurrir.
Otra cosa que hacía tras la cortina era leer. Leía libros que cogía de la biblioteca de Kitsilano, que se encontraba a unas manzanas de casa. Y cuando estaba allí tendida boca arriba en aquel estado de asombro que me podía producir un libro, un vértigo generado por las riquezas de lo que digería, lo que veía era aquellas franjas. Y no sólo los personajes y la trama, sino también el clima creado por el libro impregnaba las flores artificiales y fluía a lo largo del arroyo del vino tinto o del verde lóbrego. Leía libros pesados cuyos títulos ya me eran familiares y que tenían un cierto halo místico —incluso llegué a tratar de leer Los novios—, y entre aquellos platos fuertes leía también las novelas de Aldous Huxley y de Henry Green, y Al faro, El fin de Chéri o Ha muerto un corazón. Devoraba uno tras otro sin establecer un criterio de preferencias, rindiéndome ante ellos de la misma forma que lo había hecho con los libros leídos en la infancia. Todavía me encontraba en una etapa de convulso apetito, mi voracidad era casi angustiosa.
Pero se había añadido una nueva complicación respecto a las lecturas de infancia, y es que yo tenía que ser escritora además de lectora. Compré un cuadernillo escolar e intenté escribir; y sí que escribí: páginas que comenzaban con autoridad y que luego se marchitaban, de modo que acababa arrancándolas y las retorcía en severo castigo y las tiraba al cubo de la basura. Lo hice una y otra vez hasta que sólo me quedó la cubierta del cuadernillo. Luego compré otro y comencé el proceso una vez más. Siempre el mismo ciclo: emoción y desesperanza, emoción y desesperanza. Era como tener un embarazo secreto y un aborto no provocado cada semana.
Hola.
Si el encontronazo lo dices por mí, no tengas problema, estoy encantada que se dé a conocer la obra de Munro.
Sólo una acotación, el blog se llama «Mango Street» y en él hay otro cuento de Munro que supongo se te ha escapado. Por si te interesa, el enlace a los dos es:
http://yovivoenella.blogspot.com.es/search/label/munro
Si te resulta más cómodo, puedes poner el texto completo.
Un saludo y gracias por el enlace.
Muchas gracias por compartir este cuento.
Hola!! Excelente post. Yo leí «Radicales libres»; es un maravilloso cuento, lleno de giros sorpresivos y un suspenso hábilmente dosificado. El análisis más sobresaliente del cuento, en mi opinión, es la especial atención al detalle.
Aparenta ser una historia simple, pero alcanza niveles de complejidad fascinantes bajo la superficie.
Te invito a mi propio post (y análisis) de esta interesante narración en mi blog:
http://www.viajarleyendo451.blogspot.com.ar/2013/10/radicales-libres-un-cuento-de-alice.html
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Subo notas de literatura, cine, humor y cultura en general. Saludos!!
Luciano.