Por Jack Martínez Arias

 

Siete días antes me había despedido de ella en ese mismo espacio. Le había dicho adiós, nos vemos pronto, dándole un beso suave en los labios. Así dejé nuestro apartamento, así me fui al Perú como solía hacerlo cada tanto, para negociar con los proveedores de la pequeña empresa que habíamos comenzado años atrás. Pero cuando las cosas cambian para mal, lo hacen sin previo aviso. Y una semana después, al volver, encontré a Sarah irreconocible, devastada. Algo terrible le sucedía. Lo supe desde el instante mismo en que abrí la puerta del apartamento y la encontré sobre la alfombra, sentada, las piernas recogidas, el rostro húmedo. Desde allí abajo, desde la alfombra, Sarah levantó la mirada, me vio dar unos pasos hacia ella, y quiso decirme algo. Sin embargo, a pesar de intentarlo, a pesar de abrir la boca y de esforzarse al máximo, no pudo tejer las palabras necesarias. Sarah solo atinó a llorar.

*

Cáncer, es cáncer, me dijo minutos después, cuando por fin pudo calmarse. Lo dijo así, sin preámbulos, sin discursos previos. Antes de oírla, me imaginaba que había sucedido alguna tragedia en su familia, quizá su madre, quizá su hermana. Pensaba en eso y no en la probabilidad de una noticia tan fulminante como la que me daba aquella noche. Al oírla, al oír el nombre de esa enfermedad que ya antes, cuando era niño, en Lima, se había llevado a mi madre, sentí que mi sangre se congelaba. Sarah me decía que tenía cáncer mirándome a los ojos, para luego volver a derramar sus lágrimas, lágrimas que muy pronto, mientras asimilaba la noticia, se iban confundiendo con las mías. Y yo, tratando de encontrar las palabras correctas, creyendo ingenuamente que el cáncer podría matar fácilmente en el Perú pero no en los Estados Unidos, le decía que ambos íbamos a salir bien librados de todo eso, que yo la iba a acompañar en todo momento, hasta el día en que la enfermedad haya desaparecido por completo; y ella, suspirando profundamente, mirándome con extraña lástima, no dudó en destruir mis argumentos y mis esperanzas: es terminal, Miguel, el médico dice que es terminal. Y es mejor que así sea.

*

Tras tantos años con Sarah, conocía perfectamente su historia, sus miedos y deseos. Por eso entendía sus palabras: “es mejor que así sea”. Si había algo que la aterrorizaba en extremo era lo que ella solía llamar “el desgaste”, el desgaste en cualquiera de sus formas y en cualquiera de sus contextos. Así, por citar el más superficial de los ejemplos, si alguna de sus prendas perdía su color o tamaño original, ella la tiraba de inmediato, diciendo que no podía conservarla en su clóset. Actuaba de la misma forma con los muebles de la casa si es que éstos sufrían algún daño o alteración; lo mismo con los celulares, las computadoras y todo aquello que nos rodeaba. En todo ese tiempo yo no tenía problemas con aceptar esa obsesión por el desgaste de las cosas, lo que era problemático para mí, era que esa obsesión no solo se quedaba en lo material, es decir, en el desgaste de los objetos, sino que Sarah también temía la lenta degeneración de los sentimientos, y eso me fue extremadamente difícil de sobrellevar, por lo menos durante los primeros años.

Ella pensaba así desde mucho antes de nuestro matrimonio. Por eso, tras casarnos y llegar a vivir a Chicago, Sarah se concentraba en la salud de nuestra relación, prestando demasiada atención a los detalles que pudieran representar algún tipo de deterioro o fisura. Y dada su fobia casi irracional al desgaste, no fueron pocas las veces que ella me hablaba del divorcio apenas sucedían cosas tan irrelevantes como cuando olvidaba el día de nuestro aniversario o me quedaba más días de lo previsto en el Perú, o simplemente cuando no tenía ganas de hablar tanto antes de dormir. Ya lo dije, ella leía esos pequeños detalles como síntomas de un deterioro en la relación y su mente volaba de inmediato hacia la dramatización y hacia el peor de los escenarios y me decía que era mejor hablar del divorcio antes de que esos eventos que a mí me parecían superficiales degeneraran poco a poco hasta convertirse en escollos insalvables.

Las primeras veces que ella planteaba el divorcio de esa manera tan a la ligera, yo salía muy triste y preocupado de casa y pasaba horas deambulando por la ciudad. Miraba el tren serpenteante entre los edificios de Chicago, me preguntaba si tras la hipotética separación volvería a radicar en mi país; pasaba por las puertas de los bares en los que solíamos tomarnos unas cervezas, me preguntaba si podría reiniciar mi vida en el Perú, en ese lugar que, aunque mío, ya sentía distante; caminaba con total facilidad por las calles que había recorrido metro a metro con ella, me preguntaba si me quedaría en Chicago, o si sería imposible permanecer aquí sin recordarla a diario; llegaba a la oficina de nuestra pequeña empresa, miraba nuestras fotos sobre el escritorio, miraba nuestras estadísticas, íbamos a buen ritmo, me preguntaba dónde quedaría todo eso. Entonces regresaba a casa, decidido a esforzarme, a mostrarle que la relación no tenía brechas, a decirle que desde mi lado no había dudas, solo certezas.

*

Temo el proceso degenerativo, me dijo muchas veces y mucho antes de conocer el tumor que alojaba en su cabeza. Temo esos momentos en los que todo se está comenzando a derrumbar. A Sarah le asustaba eso y no hacía falta que me lo dijera. Sin embargo, pienso ahora, si por un lado cargaba con esa fobia, Sarah también mostraba filias complementarias, porque le fascinaba el proceso inverso al degenerativo. Se emocionaba con el proceso creativo, con darle forma a algo nuevo. Por eso fue ella la más entusiasta con el inicio de nuestra relación y es por esas ganas y esa ilusión con la que se refería a todo lo que emprendíamos juntos que también yo terminé contagiado por su optimismo y no lo pensé mucho cuando me propuso abandonar la universidad, comenzar una vida juntos en los Estados Unidos y dejar el país en el que yo había nacido y en el que había pensado quedarme para siempre.

*

Esa vida juntos comenzó un año después, en Chicago. Entonces me asombraron las autopistas, las calles, el tráfico, el inglés que no se parecía en nada a lo que había aprendido en las academias de Lima. Pero todos esos cambios y los que vinieron después resultaron menos traumáticos porque Sarah caminaba a mi lado y me ayudaba a asimilar cada situación extraña a la que me enfrentaba, me ayudaba a tolerar incluso a esas miradas entre agresivas y cuestionadoras con las que nos topábamos de vez en cuando. Lo único que nunca pude sobrellevar, lo admito, fue el frío de los inviernos, el caminar sobre las veredas cubiertas de hielo sobre las que caí tantas veces ante las escandalosas carcajadas de Sarah.

Mucho después, Cuando sucedió lo inimaginable y ella se encontraba en el hospital, esos primeros momentos en los Estados Unidos regresaban a nuestros recuerdos, acaso porque ambos volvíamos a pasar las horas mirando, aunque ahora desde su habitación de paciente terminal, los aviones que iban y venían de la ciudad, esos mismos que antes observábamos desde la felicidad. Y en esos momentos, mirando el cielo de Chicago, yo me volvía a preguntar, como en nuestros primeros años de matrimonio, cómo afrontaría el futuro sin ella.

*

Jamás olvidaré el momento en el que apareció en el salón de clases por primera vez, acompañada de otros dos chicos que también habían llegado a Lima como estudiantes extranjeros de intercambio. Eso debió suceder a mediados de marzo de 2002. Yo apenas pasaba los veinte años, no llegaba a la mitad de la carrera y tampoco me había planteado el futuro con seriedad, así que al verla jamás imaginé que esa muchacha terminaría siendo la mujer de mi vida. Claro, en circunstancias normales nuestros caminos nunca se hubieran cruzado.

*

Sarah se acercó a mí durante la tercera semana de clases. Yo estaba en el Patio de Letras, solo, leyendo un libro, cuando percibí una sombra acercándose rápidamente. Levanté la mirada. No supe por qué tenía a Sarah frente a mí, tan cerca. Tampoco supe qué decir. Ella sí. Comenzó a hablarme con un acento tan marcado como inentendible. Con algo de vergüenza, tuve que pedirle que por favor repitiera lo que había dicho.

–Pregunté si también te gusta The Smiths

A pesar de que la repetición fue pausada, tuve la sensación de que seguía sin entender muy bien lo que Sarah decía, ya que la pregunta me resultaba demasiado extraña, por no decir fuera de lugar. Sin embargo, tras un par de segundos de desconcierto noté que su mirada me lanzaba una señal. Sarah observaba la camiseta que yo llevaba encima. Y por fin entendí.

–¡Ah, sí, claro, desde siempre!

La respuesta no era sincera. La camiseta que llevaba un estampado con la cara de Morrissey había pertenecido a mi hermano–el verdadero fan de The Smiths–y me había sido entregado tras algunas lavadas, cuando la prenda se había encogido tanto que solo podía caberle a un joven tan flaco como yo.

–¡A mí me encantan! ¿Cuál es tu canción favorita? –preguntó Sarah.

Ya dije que el experto era mi hermano, que ponía a The Smiths en casa a todo volumen, siempre entre las seis y siete de la mañana, mientras se alistaba para ir a trabajar. Yo, en cambio, sólo tenía algunos de sus títulos en la cabeza.

–‘Pretty girls make graves’ –y perdona si mi pronunciación no es buena, respondí.

–Así que no eres el hombre que yo pienso que eres…

Me dijo esa frase que otra vez me resultaba sin sentido, así que volví a recurrir al silencio, con un inocultable signo de interrogación dibujándose en mi rostro.

–Parece que tu inglés es mejor que mi español, porque no has entendido mi traducción…

Sólo cuando dijo traducción comprendí que su comentario había sido parte de una respuesta cómplice que no supe captar. Porque Sarah se había referido a una de las líneas de la canción que había nombrado como mi favorita: “I am not the man you think I am”.

–Ajá. Sí, ahora entiendo. Discúlpame, es que me estás agarrando de sorpresa, porque es la primera vez que hablo con alguien que es tan fan del mismo grupo que yo.

–¡A mí me pasa lo mismo, tampoco me he cruzado con muchos conocedores de The Smiths!

No sé si ya dije que Sarah parecía mostrar un entusiasmo desbordante cada vez que hablaba de ese grupo.

–¿Quieres sentarte?

No sé de dónde me salió la valentía para pedirle eso.

–¡Claro!

–¿Y la tuya? ¿Cuál es tu favorita?

–‘What difference does it make?’

Hubiera deseado responder como ella lo había hecho antes, citando algún fragmento de esa canción, pero nunca había oído ese título así que solo atiné a sonreír tontamente.

–Bueno, tengo clases, debo irme –dijo Sarah, observando su reloj.

–Yo también, creo que estamos en el mismo salón.

–¡Sí, es cierto!

Y mientras caminábamos hacia el aula, Sarah me dijo que había escuchado que en Lima existían algunas bandas locales que realizaban tributos a los grupos británicos más conocidos y me preguntó si sabía algo al respecto. Entonces recordé que mi hermano asistía de vez en cuando a ese tipo de conciertos y pensé que no sería difícil obtener información. Por eso respondí que sí, que yo le iba a avisar apenas se anunciase un concierto dedicado a nuestra banda.

*

Por supuesto, lo primero que hice después de conocer a Sarah fue ponerme a escuchar todos los discos de mi hermano. A él le sorprendió que me interesara en su grupo favorito de forma tan repentina así que preguntó qué es lo que estaba sucediendo. No tuve más remedio que contarle todo. Le había dicho a esa chica que yo también sabía todo sobre el grupo británico. Como era de esperarse, se burló de mí. Dijo que no había manera de engañar a una fan de The Smiths, que Sarah me descubriría tarde o temprano (si es que no lo había hecho ya).

Paradójicamente, segundos después de desinflar mi entusiasmo y romper mis ilusiones, mi hermano me ofreció su ayuda. A modo de clase maestra intensiva, comenzó a nombrar las mejores canciones del grupo y a hablar de las cualidades de cada uno de sus discos. Luego me dejó solo diciendo que tenía mucho por escuchar antes de ir con ella a un tributo de The Smiths (me dijo eso mientras escribía en un papel el nombre del bar, la fecha y hora de la próxima tocada).

*

La última vez que estuvo consciente, antes de la seguidilla de morfina que aplacaría su dolor y apagaría su razón hasta el día de su muerte, Sarah me pidió un beso final. Quiero que sea como el primero, me dijo en su idioma (desde que comenzó el tratamiento ella ya solo hablaba en inglés). Accedí, aunque ese no fue el último beso que le di, sí fue el último que ella recordaría: un beso delicado sobre sus labios resecos.

Ese primer beso que ella recordó en sus últimos días fue un beso tímido que nos dimos una madrugada, en el centro de Lima, mientras de fondo, la voz de Morrissey decía Everyday is silent and gray. Así había comenzado nuestra historia, tras las escaleras de un bar. En ese entonces ninguno sospechaba que esa aventura terminaría dieciocho años después, sobre la cama de un hospital de Chicago del que ella quería huir cada vez que despertaba. Take me out, me decía siempre, desesperada al ver que su cuerpo se iba deteriorando a pasos agigantados, sin remedio. Y me lo decía tanto, y me lo exigía con infinita tristeza y sufrimiento, que por muchos momentos consideré hacer su voluntad. Sin embargo, al detenerme a pensar en ello, una última esperanza me dictaba lo contrario. A pesar de que los médicos habían dado la sentencia final y a pesar de que la razón indicaba que Sarah moriría pronto, algo dentro de mí se aferraba a la negación, al milagro.

*

Las últimas semanas las pasé por completo en el hospital, conversando con Sarah, las enfermeras, su doctora. Tuve que conocer a fondo todo lo relacionado a su tratamiento, aprendí el vocabulario médico en inglés, dormí en una camilla, y solo miraba Chicago, nuestra ciudad, a través de los mismos ventanales que Sarah. Desde ese sétimo piso en el que quedaba su habitación podíamos alcanzar ligeramente el lago Míchigan, ese pequeño mar en cuyas orillas habíamos pasado tantos veranos.

Habíamos vivido siempre en Rogers Park, en un pequeño apartamento que quedaba muy cerca de la playa, así que no era difícil transportar nuestra parrilla y un par de sillas hacia el lago cada fin de semana. Allí, sobre el césped, antes de pisar la arena, preparaba algunas carnes con sazón peruana para mí y ponía a freír unas salchichas alemanas para ella. Mi cerveza favorita era oscura y amarga; a ella, en cambio, le encantaba la sidra. Ambos pasábamos las tardes sentados frente al lago, mirando los veleros, a los niños corriendo en las orillas, y arriba, los aviones, llegando con intervalos de diez o quince segundos, todos rumbo al aeropuerto internacional. Rumbo a ese aeropuerto al que yo también había llegado de la mano de Sarah por primera vez, aquel abril de 2003. Ese aeropuerto que me pareció demasiado grande, casi una pequeña ciudad de pasajeros. El O’Hare me dejó con la boca abierta, y no solo por su tamaño y por la cantidad de personas que lo transitaban, sino también por las muchas lenguas que iba escuchando mientras Sarah, feliz porque nuestros planes comenzaban con buen pie, me guiaba hacia la puerta de salida.

 

[Publicado en la antología Pertenencia: Narradores Sudamericanos en Estados Unidos (2017)]

 

FIN

 

Fotografía tomada de: Diario Correo

 

 

Un comentario para “Ruinas del Midwest

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