El hecho material de escribir, tomado en su forma más trivial si se quiere —una receta médica, un recado—, es uno de los fenómenos más enigmáticos y preciosos que puedan concebirse. Es el punto de convergencia entre lo invisible y lo visible, entre el mundo de la temporalidad y el de la espacialidad. Al escribir, en realidad, no hacemos otra cosa que dibujar nuestros pensamientos, convertir en formas lo que era sólo formulación y saltar, sin la mediación de la voz, de la idea al signo. Pero tan prodigioso como escribir es leer, pues se trata de realizar la operación justamente contraria: temporalizar lo espacial, aspirar hacia el recinto inubicuo de la conciencia y de la memoria aquello que no es otra cosa que una sucesión de grafismos convencionales, de trazos que para un analfabeto carecen de todo sentido, pero que nosotros hemos aprendido a interpretar y a reconvertir en su sustancia primera. Así, toda nuestra cultura está fundada en un ir y venir entre los conceptos y sus representaciones, en un permanente comercio entre mundos aparentemente incompatibles pero que alguien, en un momento dado, logró comunicar, al descubrir un pasaje secreto a través del cual podía pasarse de lo abstracto a lo concreto, gracias a una treintena de figuras que se fueron perfeccionando hasta constituir el alfabeto.

Publicado en: Prosas Apátridas – Julio Ramón Ribeyro

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