Por Carlo Collodi

Pinocho fue a la escuela comunal.

Figuraos aquellos pillastres de chiquillos cuando vieron entrar en la escuela a un muñeco. Sonó una carcajada interminable. Unos le hacían una broma, otros otra. Uno le quitaba de la mano el gorro; otro le tiraba de la chaquetilla por detrás; otro más intentaba pintarle con tinta unos grandes bigotes bajo la nariz.

Alguno incluso trataba de atarle unos hilos a los pies y a las manos para hacerle bailar. Durante un rato, Pinocho se mostró desenvuelto y aguantó, pero al fin, perdiendo la paciencia, se volvió hacia los que más le molestaban y se burlaban de él y les dijo con gesto duro:

—Poned atención, muchachos. Yo no he venido aquí para ser vuestro bufón. Yo respeto a los demás y quiero ser respetado.

—¡Valiente diablo! ¡Has hablado como un libro! —gritaron aquellos pilluelos, casi cayéndose de risa. Y uno de ellos, más impertinente que los demás, tendió la mano con la intención de agarrar al muñeco por la punta de la nariz.

Pero no llegó a tiempo de hacerlo, porque Pinocho le dio una patada por debajo de la mesa, en la canilla.

—¡Ah, qué pie más duro! —gritó el muchacho, frotándose el cardenal que le había hecho el muñeco.

—¡Y qué codos! —dijo otro, que a causa de sus groseras bromas se había ganado un codazo en el estómago—. ¡Los tiene más duros que los pies! El hecho es que, después de aquella patada y aquel codazo, Pinocho se ganó enseguida la estima y la simpatía de todos los chicos de la escuela. Y todos le hacían mil carantoñas y le querían de verdad. E incluso el maestro estaba complacido, porque lo veía atento estudioso, inteligente, siempre el primero en entrar en la escuela y siempre el último en levantarse cuando la clase había terminado.

El único defecto que tenía era el de hacer demasiados amigos. Y entre éstos había muchos conocidísimos pícaros, con pocos deseos de estudiar y de ser buenos. El maestro lo advertía todos los días e incluso el Hada buena no dejaba de decirle y de repetirle mil veces:

—Pon atención, Pinocho. Esos compañeros tuyos de la escuela acabarán, tarde o temprano, por hacerte perder el amor hacia el estudio, y quizá, quizá, acabarán acarreándote alguna gran desgracia.

—¡No hay peligro! —respondía el muñeco encogiéndose de hombros y poniéndose el dedo índice en la frente como diciendo: «¡Aquí dentro hay mucho sentido común!».

Acaeció entonces que un buen día, mientras caminaba hacia la escuela, encontró una pandilla de sus habituales compañeros, que, saliendo a su encuentro, le dijeron:

—¿Sabes la gran noticia?

—No.

—Aquí cerca ha llegado a la costa un tiburón grande como una montaña.

—¿De verdad? ¿Será quizá el mismo tiburón de cuando se ahogó mi pobre padre?

—Nosotros vamos a la playa para verlo. ¿Vienes también tú?

—Yo no; quiero ir a la escuela.

—¿Qué te importa a ti la escuela? A la escuela iremos mañana. Con una lección de más o de menos, seguiremos siendo los mismos asnos.

—¿Y qué dirá el maestro?

—Que diga lo que quiera el maestro. Le pagan para que refunfuñe todo el día.

—¿Y mi mamá…?

—Las mamás nunca saben nada —respondieron aquellos granujas.

—¿Sabéis lo que haré? —dijo Pinocho—. Quiero ver ese tiburón por unas razones concretas…, pero iré a verlo después de la escuela.

—¡Pobre necio! —le rebatió uno de los de la pandilla—. ¿Tú crees que un pez de ese tamaño va a estar a tu capricho? En cuanto se aburra se dirigirá hacia otra parte y entonces no lo volveremos a ver.

—¿Cuánto tiempo se tarda en ir de aquí a la playa? —preguntó el muñeco.

—En una hora estaremos de vuelta. —¡Pues vayamos! ¡Y el primero en llegar gana! —gritó Pinocho. Dada así la señal de partida, aquella pandilla de pilluelos, con sus libros y cuadernos bajo el brazo, se pusieron a correr a campo traviesa. Y todo el rato Pinocho iba delante de los demás. Parecía tener alas en los pies.

De vez en cuando, dándose la vuelta, se mofaba de sus compañeros, que le seguían a buena distancia, y viéndolos jadeantes, sin aliento, polvorientos y con la lengua fuera, se reía de buena gana. El desdichado no sabía hacia qué espantos y horribles desgracias se dirigía en aquel momento.

(Tomado del capítulo 26 de «Las aventuras de Pinocho» de Carlo Colodi) 

Foto tomada de: https://revistatarantula.com/las-aventuras-de-pinocchio-de-carlo-collodi/

Fragmento de:

Las aventuras de Pinocho

Traducción de: Fredy Ordóñez

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