All the times that I cried,

keeping all the things I knew inside.

It’s hard, but it’s harder to ignore it.

 

CAT STEVENS, Father and son

 Por Orlando Mazeyra Guillén

Nunca podré olvidar mi vieja máquina de escribir: se trataba de una Olivetti ploma. Fue la última que utilizó mamá y la primera que mis dedos tocaron. Con la servicial ayuda de ese aparato, entre la excitación y la incertidumbre, pergeñé mis primeras historias.

Arrancaba la secundaria. Tenía trece años y poseía muy poco tiempo para escribir relatos; sin embargo, papá resultaría siendo determinante —sin quererlo—, pues, muy a menudo, por no decir todos los días, él llegaba a casa ebrio, enfadado, profiriendo groserías a voz en cuello. Por aquel entonces, mi padre ya soñaba con llegar a ser coronel. «Hoy, en la Base, me preguntaron si quisiera que tú fueras militar», me contó, llorando como un niño, y sin ese mal genio que era tan característico en él. «¿Y qué dijiste, papá?», le pregunté aguijoneado por la curiosidad, al fin y al cabo mis amigos del barrio me habían inoculado esa fiebre por soñar con aquel rango: «Cuando ascienden a coronel les dan un carrazo del año, ¿qué bacán, no?».

Mi padre, con varios tragos encima, seguía llorando. Lo cual no me incomodaba mucho, pues prefería mil veces verlo así, indefenso y atribulado, que vociferando insultos o buscando un pretexto para amargarnos la vida. «¿Qué respondiste?», insistí. Su rostro lo delataba. No había respondido nada: se quedó en silencio y agachó la cabeza como se suele hacer ante un superior, pues los milicos no tienen libertades, sólo saben de una palabra: subordinación, y papá quiso hacernos así. Exageró. Convirtió la casa en un pequeño cuartel donde todas sus órdenes eran la única ley.

—¡Pingas! —me dijo y con las manos agarró imaginariamente dos enormes cojones—. ¡Pingas! Tú no vas a ser militar. ¡No te lo voy a permitir!

No fue necesario porque, gracias a él, terminé detestando a los militares. Aunque, insisto, sí soñaba con aquel flamante automóvil. Me imaginaba conduciéndolo (aprendiendo a conducir bajo el cuidado de papá, como veía que lo hacían mis compinches de La Arboleda). Nunca ocurrió: mi padre jamás me enseñó a conducir. Lo que sí me regaló —y hasta el hartazgo— fue una vida en tinieblas: por las noches bajaba la palanca de la luz cuando la ira lo exoneraba del llanto. Nos cortaba el servicio eléctrico sólo para descargar en nosotros —su esposa e hijos— toda su rabia e impotencia: «Esta es mi casa y aquí mando yo. Ahora díganle a su madre, que tanto los engríe, que les dé luz».

—No es tu casa —reprochábamos para provocarlo, primeros indicios de una rebeldía que se tornó más grande que toda la villa militar—. Es la casa de los milicos: tus jefes. No es tu casa, tú no tienes casa.

—Pero es mi luz —bramaba furioso—: yo pago el recibo de la luz con el sudor de mi lomo y no su madre. Que ella les dé luz… a ver si puede.

—Papá, tenemos que hacer nuestras tareas…

—¡Y a mí qué mierda me importa!

A mi madre sí le importaba. Iba deprisa a la bodega del barrio y compraba media docena de velas. La dueña del negocio siempre se sorprendía: «¿Otra vez no tiene luz?», era la pregunta de sólito. «Problemas… problemas», repetía mamá y se iba para evitar pretextos poco creíbles.

Durante esas noches, encerrado en mi cuarto, empecé a escribir, a la luz de las velas, mis primeros cuentos en la Olivetti ploma. El sonido de las teclas, por supuesto, no pasaba inadvertido para mi padre: «¡Síganme provocando con esa máquina de escribir! —advertía—. Se van a quedar sin luz todo el año».

—Estoy haciendo mis trabajos del colegio —mentía yo y cerraba la puerta de mi habitación para seguir escribiendo. Quizá este fue uno de mis primeros ejercicios de resistencia.

El fin de año que mi padre ascendió a coronel —sí, lo logró, aunque a mi madre siempre le resultó algo inaudito; lo que sucede es que instituciones militares como la Fuerza Aérea del Perú están plagadas de alcohólicos y creo que esto hace más difícil asumir la enfermedad—, yo estaba a punto de cumplir dieciocho años. Aquella tarde llegó a casa manejando la hermosa nave y destilando, además del alcohol de costumbre, una inédita alegría. Nos ordenó alistarnos para ir a Mejía (allí la FAP tiene una casa de playa). Mi madre, al notar su incipiente borrachera, no aceptó. Pero a mi hermano y a mí nos obligó a subir a su coche.

Ya en la carretera, en medio de una curva peligrosa se durmió y un microbús interprovincial casi nos embiste. Nos salvamos de milagro. Más adelante hizo una parada. Yo —rogando al cielo— pensé que para descansar. No fue así. «No se bajen, ah», nos advirtió con ese tonito amenazante que conocíamos muy bien y acudió a la maletera para ingerir más ron Cartavio bebiendo del pico de una botella.

Cuando retornó al asiento del conductor, yo, que iba como copiloto, me puse a llorar y le rogué que descansara, al menos por unos minutos. No quise decirle que estaba «borracho», porque él siempre tomaba esa palabra —que lo definía casi a diario— peor que una mentada de madre.

—Estás muy cansado, papá —le decía, trémulo—. Descansa, por favor. Duérmete un rato.

—Pero es año nuevo —reponía desbrujulado—. Estamos en la carretera, ¿no te das cuenta?

El que no se daba cuenta era él. «No importa, papá. Descansa, hazlo por nosotros», y le señalé a mi hermano, quien también lloraba. Cuando se durmió, me salí por la ventana para que no sonara la alarma y lo despertara. Le pedía a Dios que pasara el patrullero de la policía de carreteras o, en todo caso, que algún automóvil se detuviera para auxiliarnos. Ya no me importaba su vida —y empezó a dejar de importarme… para siempre—, sólo quería volver a casa con mi hermano.

Nadie nos ayudaba. Nadie se detenía. Únicamente importaban los festejos de año nuevo. Regresé al auto y, angustiado, me apoyé en una de las llantas traseras. Me juré no volver a subir a ese auto (que, en mis sueños, tanto había esperado para conducirlo como mis amigos del barrio). Anhelaba, con cada partícula de mi ser, el retorno a casa, y no para ver a mi madre ni a mis hermanas, sino para vengarme de aquel sujeto que pretendía arrancarnos la vida en alguna curva de carretera.

En la madrugada de año nuevo, volvimos, despacito, casi como empujando el coche, a casa. Mi hermano y yo hablábamos en voz alta para mantenerlo despierto.

Llegamos, por fin, a casa. Nos miró, bostezando, y tuvo cara para decirnos: «Feliz año». Después se fue a seguir durmiendo. Mi madre nos bañó en caricias y nos preparó chocolate caliente antes de llevarnos a la cama.

Varias horas después, casi al mediodía, cuando papá se dirigió al garaje, una imagen terrible aguardaba por él. «Seguro ha sido el ladrón del otro día», era la inverosímil teoría que inventaba mamá mientras trataba de apaciguarlo: «¿No te acuerdas del ratero que vino con mis documentos y te pidió una recompensa? Le dijiste que se mandara a cambiar, que tú eras militar y que lo ibas a meter preso. ¡Ese maldito ha sido! ¡Se ha vengado!».

No puedo olvidar el gesto de sorpresa y desazón de papá, pues una incontenible llama de felicidad empezó a incendiar mi espíritu. Las primeras veces nunca se olvidan. Jamás.

Las mudanzas hicieron que extravíe (y, poco a poco, olvide) todo lo que escribí con mi primera máquina de escribir. Una cosa es cierta: no me olvidaré nunca de la Olivetti ploma, pues aquel día, con una ira infinita, la lancé desde mi ventana del segundo piso y destruí el parabrisas del novísimo coche del flamante coronel, al que yo le había desactivado la alarma.

—Hijo, tienes que decir que ha sido el ratero —me conminó mi madre mientras me abrazaba con un cariño a prueba de balas… y de papá—. No le digas a nadie que tú lo hiciste, ¿me entiendes? ¡A nadie! Un hijo no hace eso. Ya escondí la máquina de escribir en el cuarto de servicio… Todavía sirve, no te preocupes…

Fue un cambio de vida. Solté las amarras y descubrí que, así como me lo hacían a mí, yo también podía hacer daño a los demás: me convertí en otro y jamás volví a escribir en esa máquina.

Qué triste ha sido mi existencia: creo que aquél fue el mejor año nuevo de mi vida.

 

Del libro Mi familia y otras miserias (Tribal, 2013).

 

Orlando Mazeyra Guillén

(Arequipa, Perú, 1980). Escritor, hincha de FBC Melgar. Colabora desde el 2012 con el semanario «Hildebrandt en sus trece». Su libro «Mi familia y otras miserias» apareció en Tribal (2013). El 2014 se reeditó su libro de relatos «La prosperidad reclusa». Ha publicado ficción y no ficción en El Malpensante (Colombia), Punto en línea (UNAM, México), Buensalvaje (Perú) y otros trabajos narrativos en revistas literarias virtuales como Hermano Cerdo (México), Badosa.com (Barcelona). Ha sido incluido en las antologías «Disidentes 2: los nuevos narradores peruanos 2000-2010» y «17 cuentos peruanos desde Arequipa» (Biblioteca Regional Mario Vargas Llosa, 2012) y «20 cuentos arequipeños» (2016). Acaba de aparecer «Unicornios y cocodrilos» (Arequipa, 2020).

3 comentarios para “Mi primera máquina de escribir

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