(CUENTO) Salgo a cubierta y me recubre una brisa húmeda. Es la del mar de la China, el mar verde oscuro y profundo. Lo observo encendiendo un cigarrillo que sabe pésimo, pero que me recuerda la hora y el día, esas cosas sencillas que en el vaivén terminan por confundírsenos. Amanece y la gente comienza a subir por las escalerillas, los viejos vienen primero, más tarde lo hará el tumulto.

Entonces vuelvo a la cabina, me pongo el traje de ensayo y entro al salón vacío. En el escenario está Viktor, ha comenzado los lanzamientos. Me aproximo en silencio, subo a la plataforma y verifico las luces. Viktor no me mira, se prepara para el primer acto, un flash, que es lo que menos le cuesta. Echa las pelotas en círculo, rápidamente, hasta quedarse con las manos vacías. Le hago una señal sutil y deja la crispación, baja los hombros, sonríe al público imaginario, acelera el ritmo de las bolas hasta llegar a veinte series que termina con un suspiro.

A su señal, encadeno lanzando la primera maza, y él la recupera en posición. Le envío el resto una a una, manteniendo la cadencia, y lo dejo seguir la pirueta mientras organizo los objetos. Ya he cesado de observar este espectáculo a fuerza de repeticiones, de escenarios, de puertos, de cabinas, de mares. O más bien he comenzado a verlo de una manera distinta.

Ti Lune entra y limpia los sillones con sus pequeñas manos. A veces se detiene para admirar alguno de los actos. Tiene la edad indefinible de las mujeres del Asia, quizá unos cincuenta. Hay días en que, como hoy, cuando no hemos desayunado, coloca dos tazones de sopa junto al cajón de objetos, contemplando a Viktor, divertida, y pronunciando en thai alguna frase amable cuyo sentido adivinamos y que agradecemos inclinados con las manos juntas.

Ya solos, cruzamos las piernas y bebemos del cuenco, mirándonos, pensando en el acto de esta noche, señalando algún detalle por vigilar, haciendo el balance del de la noche anterior y proyectando el siguiente. Son las tres jornadas clave de estas series de quince sometidos a las olas, al encierro, a la espera, a las seiscientas personas que gastan su tiempo en este barco, justo encima de nosotros.

Cuando conocí a Viktor, en una fiesta de la tripulación, yo había viajado demasiado. El viaje revela y despierta, pero también nos enceguece hacia las cosas sutiles, las que más cuentan; y la vida en una cabina es la de un hotel de estudiantes, divertida, ligera, pero demasiado incierta. Viktor cultivaba el silencio. Entraba en un lugar y lo hacía inmediatamente suyo con una sucesión de gestos confiados. Si vamos a compartir este sitio, le oí decir alguna vez, tengo que poder venirme a buscar el café como el gato va a su platillo. Después de tantos años de movimiento, por una vez, el barco me pareció una casa. Desde entonces pasaba los días aquí, entre cubierta y cabinas, y en lugar de bajar a los puertos asistía a las representaciones.

Su espectáculo era un contrapunto curioso entre dos actos de técnicas muy distintas que terminaban fusionándose en una sola ejecución. Niko abría con el juguete chino y luego cedía el lugar a Viktor, en equilibrio sobre rodillos; más adelante, Niko volvía con las cariocas de fuego subido en un monociclo y Viktor se integraba al malabar con un largo devilsticking. Uno y otro alternaban movimientos en una mezcla de bolas de fuego girando y un bastón sostenido en el aire con rápidos golpes. Era una buena función, impresionante y física, que ponía en tensión al público y que arrancaba sinceros aplausos. La llevaban practicando algunos años con la serenidad de un buen matrimonio y ambos proyectaban producirla en distintos destinos, dejarla dar de sí antes de plantearse un cambio rotundo.

Pero continuamos el crucero y en Bahamas, al terminar la quincena, nos separamos de Niko. No hubo rencor alguno. Ir y venir es la vida del artista, y nos dejamos con un abrazo, seguros de reencontrarnos.

Pronto estuvimos dándole vueltas a la idea de un espectáculo nuestro y pensamos en un número de cabaret que pudiera incluirme. Así me convertí en la dulce Ariana.

Cambiamos de continente y, en otras aguas, nos pusimos a jugar con objetos en las soirées de viejos italianos, melancólicas parejas, bebedores ingleses o franceses nostálgicos de la colonización. Viktor le imprimió a sus actos un carácter dramático, afligido quizás por la muerte de su padre, que nos fue comunicada en Colombo una tibia tarde de lluvia.

Fueron meses febriles descubriendo un mundo extraño. Encontramos gente nueva, y en este barco, como en un viejo circo, fuimos adoptados por una familia singular, algo vieja y desencantada, pero también, por ello, infinitamente piadosa para con nuestras taras.

Por las noches, en el comedor de la tripulación, entre futbolín y licores pasábamos por el tamiz rencillas cotidianas, pequeñas confesiones o historias de desamores, y salíamos a cubierta, liberados, a reírnos y a fumar. Viktor nos acompañaba en silencio. Esperábamos el desembarco en algún gran puerto, la llegada de los taxis y comerciantes, la salida de los turistas y la nuestra, más tarde, cuando la vida normal se hubiera restablecido, para comprarnos lo cotidiano, jabón, pasta dental, o visitar tiendecillas.

Y Viktor, tres veces por semana, mantenía el bastón en el aire dibujando un lenguaje secreto mientras yo, con una venda en los ojos, me balanceaba en un columpio de hierro, echándole sombreros, platillos chinos, mazas, dagas, anillos de fuego.

Así duramos casi dos años, entre Port Klang, Koh Samui, Cochin, Goa, Bombay. En el mismo mar verde y profundo de los primeros tiempos. Con el calor envolvente que te hace desprendido de todo y que te obliga a vivir más lento. Hasta hoy, en que alejándonos al sur, he recordado la hora y el día. Y de repente, este continuo ir y venir del escenario me ha aparecido como lo que siempre ha sido. Un pequeño juego del destino. Un bastón en equilibrio sobre el vaivén de las aguas. Otro malabar ante el silencio atónito de un público contrito.

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